No. 61 / Agosto 2013


El jardín secreto


Por Rosario Bléfari


Ir al cine a ver una película sobre una poeta y su poesía puede ser un ritual perfecto cuando nace la noche. Ya desde el nombre –El jardín secreto–, y más aún sabiendo de quién se trata, si conocemos algo de su escritura, comienza la sugestión. Pero puede pasar que una espere encontrar algo que seguramente estaba en la armonía solitaria y silenciosa de la lectura del poema, pero que se perdió en el camino hacia la obra audiovisual. En este caso no hay decepción. Esto sucede gracias a la administración precisa de los recursos del lenguaje al servicio del intento valeroso de atesorar toda la presencia posible de Diana Bellessi y su manera de amar el mundo mirando su belleza al borde de un abismo. Amarlo para dimensionarlo, para que se manifieste completo ante la mirada. Amarlo porque eso es lo que le va a permitir leerlo y escribir, un tiempo al menos, hasta que vuelva a achatarse en la hamaca de los días.

espacio-jardin-02.jpg ¿Y cuáles son los recursos? Detenerse en cómo se refracta la luz sobre ella y sobre los lugares que recorre y mira, el travelling al deslizarse la lancha en el río, la música intensa, seca y compañera. El silencio y el sonido, ritmados como en un poema. Con unos versos escalonados entre los trazos de un dibujo que ella misma dibujó –versos que piden, como una rogatoria, lo que se necesita para llegar al jardín secreto, ese que todos poseemos, que nombra y sitúa cuando dice: “al fondo de nosotros donde se abre el jardín secreto”–, así nos incluye, y bajo los efectos de esa invocación y ese gesto, entramos con su voz, una voz sin quebraduras, una voz cantante, la voz lírica que nos guía en el pasaje al pago de la palabra musical.

Vamos revisando algunos hitos de su vida de poeta desde el barrio de Palermo, en Buenos Aires –donde vive actualmente por períodos relativamente cortos–, hasta Zavalla, provincia de Santa Fe, donde nació en 1946; pasamos por el cementerio, donde visita a sus muertos, por las ruinas de su casa natal en medio de la llanura, y se va entreviendo la alegría melancólica de haber encontrado el observatorio poético. Ya sobre el final, remontando canales, se nos va instalando como a ella el deseo de quedarnos, allí, en esa isla del delta del Paraná donde la poeta pasa las temporadas de escritura y donde, al ver lo que la rodea, esa vegetación cambiante, la silla, la mesa, la ventana, terminamos de entender de qué se trata todo. Porque nos lo viene explicando de a poco, en oleadas: qué es la poesía para ella, cómo la vive y elabora, y la importancia de ese lugar, cerca del agua y del movimiento permanente, su selva personal. Qué cerca Diana, tus libros de niña, el deseo hondo de recorrer el mundo, como hacían antes sólo los hombres, haciendo las cosas que ellos podían hacer pero siendo una mujer, los rencores por las injusticias de que fueron objeto los tuyos al trabajar una tierra ajena y perderla como si nada, la necesidad de irse y la de quedarse, que sobreviene de improviso, y se vuelve la recorrida más exhaustiva de todas, el viaje que, sin insistencias, nos invitás a emprender hacia el jardín secreto.

 

Publicado en Página 12, el viernes 12 de julio