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No. 82 / Septiembre 2015


Esther Ramón
(Madrid, 1970)











Embriones de acrílico, papel de seda, cuerdas, materias pétreas y tela sobre tabla.




La forma se gesta en la proximidad de las cuerdas, en su latencia ascendente o de descenso. La pintora expulsa el color de su ropa, de los cabellos, e insiste en el duermevela, en abrir vías de agua en la inmovilidad. Su cerebro es una mujer sentada, una imagen votiva de hiedra y bronce.

Poco a poco se iluminan los puntos de punción, el manantial que toma las ruinas. La antesala en un cuaderno estrecho de bocetos, con uñas y dientes recortados. En un melocotón maduro, que nace o se deshace al respirar.

Sobre el lienzo, el impulso del brote es repentino. Sale de la ventana, del armario, del exceso de sol.




Adentro es la misma madera, más blanda, casi líquida. Una flecha que vuela en el reposo y se seca con la velocidad. El viento de la higuera deletrea la palabra repetida, masticada, la fecunda hacia un comienzo mudo, de pasta de papel.

Recorto el pincel y espero a que vuelvan los aromas. El telón va subiendo, con el empuje de una nueva forma, los pliegues del impulso marcan líneas de bombeo, carreteras, huellas que ensalivan el tránsito.

Detrás de la piel que se deshecha hay arañas y gallinas. El huevo sin cáscara tiene una hendidura de encaje. Una boca o cielo abierto que antecede al hambre.




“Todo nace del azul y el amarillo. Y cuando empieza a moverse, se ramifica”. Sus pensamientos son aleaciones de colores complementarios, que se funden a elevadas temperaturas.

Marco con tiza y ramas secas el lugar del incendio. El tiempo es roce: una muesca en la corteza anaranjada de la memoria, o la cerilla limada de una futura ignición.

“El azul toma la forma encorvada que enlaza dos cabezas con los ojos clavados en la repetición. El amarillo pliega los papeles internos, se derrama, circula a ciegas por las venas de luz”. Su voz tiene también dos tallos, dos colores. Algo sale de su jaula y corre.




De cada nuevo fragmento emana una aureola que desconecta el frío del calor. Las ventanas y los párpados cosidos, la boca cerrada, y de pronto todos entran, todos abren la misma puerta enrojecida.

La inmovilidad se combate con piedras de moler y sabores picantes. Frotamos árnica sobre los músculos de la tierra, para aliviar el dolor de lo que respira. La convulsión se aquieta con una manta transparente, ajustada a la ausencia progresiva de la forma, a las rodillas puntiagudas, a los riñones divididos de la separación.

El plástico cubre el reflejo. El reflejo cubre el cuerpo. El cuerpo se escapa.




Flotan sin luz, emergiendo desde el pliegue de la tela, donde se interrumpe el nudo y comienza el movimiento.

Aún curvados, el primer pensamiento es geométrico. Ondas convergentes que saturan un punto. Todo gira y atraviesa, desde la escama que nos repite y nos refleja, el flujo de las especies.

Y sin embargo éramos dos, al principio. Recuerdo una compañía única en lo idéntico, el mismo desarrollo, la misma dilatada vibración, y entre nosotros la contracción súbita de una célula, que contagia a la otra, que contagia a la otra, que contagia a la otra, que late.

Sí, fuimos hermanas en el agua. Y tú me comiste.