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portada-oscuridad.jpgLa oscuridad en el agua
Ibán de León
Instituto Sonorense de Cultura, Sonora, 2012.
 

 
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No. 84 / Noviembre 2015



Oscuridad del agua

Esta lluvia quién sabe por qué. Tanta agua repitiendo lo mismo.
José Carlos Becerra

No recuerdo la fecha —el año de tu muerte—.
Llovía, cosa extraña, a fines de noviembre,
y terminamos todos empapados del agua
que nos trajo tu ausencia. Abrimos las ventanas.
La casa era una isla más allá de las puertas
al iniciar el día, pero se fue llenando
de náufragos insomnes; cuando cayó la tarde       
el velorio era a un tiempo un murmullo y un eco:
contaban que dormías, y tu sueño, Hermelinda
—déjame recordarlo—, me pareció un tranquilo,
un manso transitar de agua presentida.

Las oraciones todas, como un río de niebla,
estancaron el tiempo. La noche nos pobló
de coronas luctuosas, y los cirios, abuela,
te alumbraron el rostro; tuve miedo, después,
al recordar aquel, tu rostro de difunta.

 

 

 

Amaneció el fulgor de un cielo confundido
por las nubes oscuras de fines de noviembre;
¿quién durmió, me pregunto, con el velorio a cuestas
y los llantos de los que conocieron
tu sol de mediodía al romper la mañana?

Tu féretro radiante, camino de la iglesia,
oscureció las calles donde a veces jugábamos.
El fango de los charcos nos manchaba las ropas;
más adentro la carne, olvidada en sí misma,
nos repetía las lágrimas que nunca fueron nuestras:
no éramos nosotros los que habíamos llorado
bajo el contacto dócil de la reciente lluvia.

La misa fue una lenta, inmóvil despedida,
durísima en el ruido de los cánticos fúnebres
y dulce en el aroma de blandos crisantemos.
Tu ataúd aguardaba la venia de los ángeles,
el bosque de sus alas. Esperamos rendidos
la bendición de un mundo que borraba tu nombre
de tanto repetirlo. Al final de tu viaje
—hablo del cementerio, su pequeña capilla—
hicimos una fila para verte, decían,
por vez definitiva; luego vendrían los clavos,
los golpes repetidos que cerraban tu historia
y abrían una grieta en medio de nosotros:
¿hacia dónde tu cuerpo, tus palabras antiguas,
esa lengua de luz bajo las aguas mansas
del arroyo sin nombre que atravesaba el pueblo?

Una cruz con las manos, un puñado de tierra;
enseguida los gritos, las lentas paletadas.
Lloré al reconocer el filo de la muerte
—esa luz repentina— en mis ojos de niño.
Supe que no podrías jugar aquella tarde
rodeada por tus nietos, que ya no volverías
a soñar con nosotros: dormías en noviembre,
debajo del temblor y el cauce de la hierba.

 

 

 

Regresamos a casa con las ropas manchadas
por el dolor y el lodo —sus golpes de humedad—,
sintiendo cada uno un distinto fracaso.
El silencio, Hermelinda, reinaba en la penumbra,
en el vacío del cuarto, donde los cirios daban
constancia de la noche, el asombro del hueco:
nunca esa habitación volvería a ser la misma.
Nos miramos como por vez primera
para reconocernos. Cerramos las ventanas,
y esperamos cansados que vinieras del barro,
con la sonrisa aquella de tus días luminosos,
a encender una luz que alumbrara tu muerte.

 


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