Algunas notas para un doble itinerario

Manuel Andrade

Para Carlos Mapes

I

Aunque nos une un vago parentesco, no fue a la persona, sino a su poesía, lo que primero conocí de Dolores Castro. Entonces era yo rapaz, y conocía la O por lo redondo, como diría el poeta. El caso es que por azares del destino, adquirí una intrigante antología donde Griselda Álvarez compilaba a diez poetas mexicanas, por el gusto de presentar a cada una a través de un soneto. Creo recordar que el ligero volumen era una buena muestra de poesía femenina en los años setenta. Pero, lo que se dice recordar, me acuerdo de dos cosas. El endecasílabo, tan chocante como perfecto, conque doña Griselda, comenzaba el soneto dedicado a Dolores Castro, “Mujer de cualidades franciscanas”. Pero sobre todo, el fragmento final de un poema de la propia Dolores Castro, titulado “Siete poemas”. Ahí ocurrió el milagro. Como suele pasarme todavía con los que considero mis poemas favoritos, aquellos que amo y me acompañan para siempre, no entendí ni una sola palabra. Y sin embargo, las palabras, su ritmo y su disposición propiciaron algo que muchos años después describí como impacto emocional. Entonces se llamaba amor a la primera lectura, y me llevaba a asociarme interminablemente con algunos textos, tratando de saber cuál era el mecanismo que hacía saltar mis resortes internos. Porque eran casi siempre textos incitadores que me ponían en trance y que exigían respuestas. En los meses siguientes habré reescrito unas quince veces la parte ii del poema siete, hasta incorporarlo a mi muy adusto bagaje o, simplemente, hasta ya no reconocerlo como tal en los versos que hacía. Pero aún ahora, 33 años después, puedo decir de memoria

Amo, vida, la fuerza cotidiana
en tu raigambre, fruto de ceniza,
y la sed desprendida de la lucha
que has vencido
al vibrar como fuego en un instante
Te amaré con agujas de mis huesos
cuando rompan
esta dulce prisión de fuego y carne
y te amaré en la mano que retuvo
la ceniza caliente de otra sangre
y en lo que fue constante afirmación
de nuestra estancia.

Y al hacerlo, siento, de memoria también, el torrente y la inquietud ante el torrente, porque la emoción, muy domada por años de literatura, tiene resquicios en donde el lector que he sido gana algo de fijeza y me desborda.

De esa lectura y de esa admiración, se desprendieron hechos igualmente gozosos. Cuándo leí mis engendros en el taller al que acudía, mi recordado maestro, el poeta guatemalteco Otto Raúl González (fallecido apenas el año pasado y a quien saludamos aquí mismo en el aniversario ochenta de Lolita, pues la conocía y la admiraba), me amonestó severamente y me puso a leer, a releer e incluso a transcribir “Muerte sin fin”, para que aprendiera a no contar los versos con los dedos, y para que me olvidara de una buena vez de la vida y de la muerte.

Por su parte, mi madre, más fresca, quizá porque ignoraba los pasos que yo iba dando en ese rumbo de la literatura, me dijo, ‘ora sí que muy familiarmente, que Lolita era hermana de Mema, y por lo tanto su prima, y que buscara con atención, porque seguramente en casa habría algún libro de ella. Y en efecto, allí estaban esperándome sus Cantares de vela.

2

Con la nueva lectura se renovaron la admiración y el entusiasmo. Lo que en Siete poemas era torrente aquí se vertía configuración y se concretaba imagen. Hoy creo que para la primera parte del largo y fructífero itinerario poético de Dolores Castro, Cantares de vela resulta un libro capital. Allí aparece una poética, es decir, un discurso donde se expresan los elementos “normativos” de una práctica literaria, aquellos que determinan cómo, por qué y para qué se escribe, mediante coordenadas que se cumplen de manera intencional en el propio texto:

Ay, pero en el verano
en una sola flor
amarilla, pequeña,
canta toda la tierra.

El poemario también me sorprendió en su diferencia con el anterior y porque yo no conocía ni conozco, una voz similar. Cada poema levanta una imagen en cuya progresión desaparece el yo y es sustituido por una voz interna. Es, nos dice Lezama Lima, siempre atento a la fenomenología, un cuerpo que se sabe imagen y que al verificarse como imagen crea una sustancia poética.

Sin embargo, mi lectura de Cantares de vela no fue tan neurótica como la de Siete poemas. Como yo era fanático de Neruda, veía moros con tranchete, y encontraba en cada texto cierto hálito de perfección que a veces “inmovilizaba la voz y la alejaba de la vida”, en una suplantación sospechosa. No me imaginaba que unos años después esas detenciones, construidas en el vuelco de la imagen, iban a constituir para mí la médula del arte...

También ocurrió que por esos días llegaron a mi taller los dos poetas que más admiré en mi juventud, Sergio Negrete y Mario Alberto Mejía, lo que para mí, aún hoy, es decir Ezra Pound y T. S. Eliot. Y de un plumazo barrieron con lo que yo pensaba que era mi educación artística. Así que para afiliarme a las novedades de ese par de críticos que todo lo hallaban mal, me quedé casi en los prolegómenos de la lectura de Dolores Castro.

Uno o dos años después, cuando ya había dejado el taller de Otto Raúl y estaba en el segundo semestre de la carrera, falleció mi madre. Durante el sepelio, mi tía Lolita que, como ya he contado, era su prima, me dijo que si estaba escribiendo poesía, pues bien podía ir a ver a Dolores Castro y enseñarle mis poemas. No me lo dijo dos veces. Fue la primera vez que conocí a alguien a quien había leído y admiraba. Porque a Otto Raúl a Mejía Sánchez y a Julio Valle los conocí antes que a sus libros y aprendí a admirarlos después de quererlos.

Y fue ahí, en su casa, tomando café, y no en el taller de Otto Raúl, ni en mis clases de la facultad, donde mi gusto por la literatura se perfiló al fin como vocación. Dolores Castro, ahora convertida en Lolita, aguantó como las machas, sin quejarse jamás, aquel acto irreflexivo de haberme invitado a que le llevara mis escritos. El enfadoso alumno traía cada vez larguísimos poemas, y la maestra que lo escuchaba atenta, sin apenas señalar alguna cosa, lo previno en contra de la grandilocuencia, de la solemnidad, de la soberbia. Le enseñó a estar atento a los sonidos del mundo, sobre todo a las voces de la  gente, lo convidó a reírse de sí mismo y lo llenó de anécdotas graciosas, de ingeniosas respuestas donde sobresalían algunos hilarantes giros idiomáticos.

Ahí comenzó una temporada de aprendizaje más fecunda, no sólo en términos literarios sino también vitales. Después de muchos años de silencio, Dolores Castro acababa de publicar un nuevo libro, titulado Soles, en donde las progresiones a las que sometía a la imagen en Cantares de vela no propenden a la inmovilidad, sino que intentan sostener el movimiento por el uso de una lengua menos literaria, ya meras formas del habla coloquial y donde la lengua termina siendo, como señala Nuria Amat,  “lengua de la escritura, un instrumento interno que oye pero no habla, que escucha la infancia de las cosas y entonces quiere distinguirlas, resucitarlas, eternizarlas. Mostrarlas como pruebas de confesión y misterio”. Entonces una lengua inventada, trenzada además, en uno de sus lados por un peligroso juego con la incipiente realidad social, que hace oscilar los textos entre la ironía y la denuncia.

Aquí la obra de Dolores Castro pisa algunos extremos. Mientras la sección “Y mudos ante el árido paisaje” es un grito de rabia. La titulada “Soles” resulta un breve manual de sabiduría, que  más allá de su valor literario, formó parte de mis aprendizajes y de mi crecimiento, en medio de la desolada postadolescencia por la que yo pasaba en esos años... Por ello, cuando más tarde hice la antología de Dolores Castro, la titulé arbitrariamente, No es el amor el vuelo. Era una cuestión estrictamente personal, pues el poema “Soles” representa para mí la suma de mi acercamiento como aprendiz; la imagen más acabada, en un sentido emocional, de su poesía y de su persona: cifra y clave del conocimiento de una Dolores Castro  que no es el personaje público a quien hoy celebramos ni la tía Lolita de algunas tardes en su casa, sino la suma de mis lecturas, miedos e incitaciones. Como figura ejemplar y tutelar, naturalmente, una de las sombras que se asoma por encima de mi hombro cuando escribo, tiene su voz. Y una de las voces que se asoma por encima de mi hombro cuando vivo, dice siempre estos versos:

No es el amor el vuelo,
es lo que va despacio
elevándose apenas
flotando como espuma
adherida, adherida.

Y también:

Es el estrecho abrazo
bajo la misma manta
que produce los días.

3

Por ese camino, y en muy poco tiempo, la poesía de Dolores Castro alcanzó otra de sus cumbres en ¿Qué es lo vivido? Y, otra vez, al aprendiz le costó trabajo digerirlo, e incorporarlo, pues desde Soles, el libro anterior, no se veía venir esta obra fragmentaria y brutal. Era necesario desandar el camino, para entender que efectivamente, uno era consecuencia del otro, que la desolación de Soles andaba en busca de respuestas, hasta encontrar, como escribí muchos años después: la rotunda y paradójica afirmación de que el ser es posible como imagen y representación de su muerte cotidiana, en un hacer poesía como tocar mariposas y embarrarse los dedos con su polvo, que es constancia de vida. La certeza inaudita de que el tiempo que vivimos no es real, de que el espacio tiene miles de recovecos, de que la interioridad está llena de pliegues y sobre todo, el conocimiento, que es una llaga abierta, de que no es posible despojarse de lo humano...

Pero no se escribe un poema como “¿Qué es lo vivido?” impunemente. Yo tengo la hipótesis de que a Dolores Castro le costó mucho tiempo y trabajo deshacerse de ese texto y un día hasta se lo voy a preguntar. En su bibliografía, siguió un libro muy breve, Las Palabras, que se publicó diez años después que el anterior, en una edición menos que artesanal.

Para entonces, el aprendiz ya se había convertido en escritor, gracias a la edición de algunos libros que antes de serlo tuvieron el visto bueno de la maestra, casi texto por texto. Y cosas que uno agradece y presume para siempre, Dolores Castro asistió a la presentación de ese primer libro y creo que se sintió orgullosa del discípulo.

4

Nuestro siguiente encuentro, para mí definitivo, se dio gracias a la intermediación de Carlos Mapes, a quien dedico esta serie de deshilvanados recuerdos. En menos de lo que se los cuento, Mapes me convenció de que hiciera la antología de Dolores Castro para la tercera serie de lecturas mexicanas. Y no fue sencillo, entre otras cosas, porque hacer una antología de Dolores Castro significaba vérselas con un corpus, como dijera Paz de López Velarde, escaso, concentrado y complejo, al que no se podía podar sin lastimar. Me explico: lo fácil y lo que Mapes me prohibió era tomar los siete poemarios de Dolores Castro y ponerlos uno tras otro, en calidad de obra poética, más prólogo. La gracia era hacer una minuciosa selección de cada libro y apostar por ella. Así que vuelta a la lectura y vuelta a la fascinación y al entusiasmo. Ese creo que ha sido mi mejor encuentro con su obra. Y claro que me equivoqué. No tanto en la selección como en el acomodo. Pero a los ojos del editor la propuesta final balanceaba el libro adecuadamente. A pesar de todo, la antología funcionó como lo que era, una invitación a explorar un territorio inusitado dentro de nuestro campo literario. Finalmente la poesía estaba allí, como Dolores Castro la había puesto, entre la luz y el asombro, según veremos por su nuevo y prometido libro. 

Nos hemos reunido en muchas fiestas y homenajes. Y cada vez me queda la impresión de no haberle agradecido cabal y cumplidamente todo lo que su poesía y su presencia hicieron por este apesadumbrado fantasma de nadas conjeturales. Por eso hoy en su homenaje he querido compartir con ustedes esta historia de la cual ella conocía sólo su parte, para repetir lo que ya he dicho varias veces, que el mejor homenaje a un poeta es leerlo nuevamente. Leerla y repetirla e memoria, y entonces sí, agradecer la constancia poética, la coherencia vital, la integridad intelectual, y en mi caso, como ya lo han visto, la paciencia, el buen humor y la dulzura. Gracias.

 


{moscomment}