La palabra como una fuerza creadora es la idea que informa diversas versiones del mito de creación. Se lee en la primera frase del evangelio de san Juan, “En el principio fue la palabra”, y aquí, como en muchas otras tradiciones, la sola enunciación es el elemento que da forma y estructura a los diversos patrones de la naturaleza. Así en Quicio, el tercer libro del poeta veracruzano Julio César Toledo, es la palabra la que reconfigura los elementos paradigmáticos de la filosofía griega: fuego, tierra, agua y viento, adquieren un nuevo orden al cruzar el umbral lingüístico que propone el autor.
El libro está dividido en dos secciones: Fuego en Tierra y Mar y Soplo. Cada sección tiene motivos e imágenes correspondientes a los elementos que trata. Los temas cambian, sin embargo, el orden secuencial de los poemas permite concebir el libro como una unidad. El orden es, sin duda, uno de los grandes aciertos de Quicio, pues cada poema va creando una tensión temática, anunciando los nuevos motivos que se encontraran en los poemas siguientes.
Los versos que abren la primera sección empiezan ya a convenir el tono cosmogónico: “Todo se hizo aquí antes del tiempo / se hizo el fuego, el dolor y hasta la lluvia: agua mineral que me embalsama”. Toledo no conjura una génesis sino que nos refiere una creación anterior, una expansión fastuosa de fenómenos naturales que, sin embargo, encuentra límite en la imagen estéril del desierto. “Seco antes de su inicio, / el desierto es límite o frontera” El desierto en Toledo no es sólo el escenario en que confluyen fuego y tierra, sino también el símbolo para una suerte de infierno. En el cosmos desquiciado que Toledo erige, el desierto diurno es el espacio donde la única señal de la presencia de un dios, está en el tiempo que todo lo calcina.
Por otro lado hay también una estrecha relación entre noche y silencio, como puede verse en poemas como Detente y Fuego Nocturno. Ambos son pausa. La noche, por un lado, es un agente reconstructor que ofrece sosiego a la consunción producida por el tiempo y el desierto. El silencio, también como pausa, es una entidad expansiva que es ecualizada con el dolor, es “el fuego que calcina la noche.”
Un motivo constante en las dos secciones de Quicio es la ciudad. Quizá en el poema en que se torna más fértil es en Un dragón para san Jorge, en el que la ciudad se torna en la metáfora familiar para el habitante del D.F.; un inconmensurable dragón. La ciudad como monstruo, sin embargo, adquiere de inmediato tintes que sólo pertenecen al autor, pues de nuevo nos encontramos con el tiempo que consume en el desierto: “Besa el tiempo con su hiel los cuerpos, / nos contagia la aurora con sus camellones.” La ciudad es una suerte de veneno y sus habitantes “Deambulamos / por sus gástricas vías que nos conducen / hasta el salto mortal”.
Son muchas las tradiciones que dotan a la palabra de propiedades místicas; Toledo tiene en mente una en específico: el Islam. El tema se empieza a insinuar con el poema Media Noche y se extiende hacia el final de la sección. El tema se sujeta principalmente en los dos primeros pilares del Islam: la profesión de fe y la oración. Parece haber una especie de proceso en el cual el poder performativo de la palabra adquiere una nueva significación. Primero, en Shahadah, la voz poética pretende sujetarse a las palabras como medio para alcanzar una especie de conocimiento trascendental. En Salat, sin embargo, el poeta reconoce que la palabra tiene sólo una función nominativa, sin posibilidad de crear, y que aquello que realmente tiene un valor trascendental es el silencio previo a la enunciación.
El lenguaje de Quicio, como se puede ver en algunas de las citas anteriores, aunque en ocasiones parezca firmemente anclado en un modernismo tardío, también tiene inesperados cambios de dirección que resultan bastante refrescantes. Giros lingüísticos que dejan surcos reconocibles o que abren una herida que “será pronto cicatriz, mapa preciso en la epidermis”.
Aunque Toledo levanta, en varios momentos de su verso, un edificio sostenido fuertemente en lo preciso de su enunciación, hay algunos otros en que la fundación parece derrumbarse bajo la pretensión de ser demasiado explicativo. Es decir, me parece un acto de auto-sabotaje decir: “Estas palabras (…) aspiran a ser poema” o “Intenta despegar este poema”; o tratar de convenir una metamorfosis diciendo: “Fui embrión. / Soy Pez. / Y a veces también soy mi semen / buscando inútilmente fecundar.” Lo excesivo de la enunciación despoja al verso de gran parte de su valor poético. En estos casos el verso ni despega, ni fecunda.
La segunda parte del libro comienza con un epígrafe que Toledo moldea a su conveniencia: “ahora sobre mar; pasado, como el aire, por un sol que es carbón allá arriba…” Los versos originales tienen, en Juan Ramón Jiménez, un sujeto y un contexto distintos; sin embargo, el veracruzano los ajusta para anunciar dos de los motivos principales de la sección: la memoria y el olvido. El pasado en este contexto es verbo y sustantivo, a un tiempo que distancia recorrida, ya sea por aire o por mar. Tal es la idea que nutre algunos de los poemas más logrados de esta sección que a mi parecer, es menos memorable que la anterior. En Nada, por ejemplo, tenemos un olvido ocasionado por la ausencia de un centro o esencia en las palabras, en contraste con Vuelo, donde la palabra adquiere todo su poder performativo en un largo recorrido en que lleva el peso del pasado en la espalda.
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