Eugenio Montejo: Por Claudia Posadas |
El 7 de junio de 2008, en horas de la noche, Eugenio Montejo, poeta que celebró el sentido de la tierra, pero al mismo tiempo, su luz invisible, murió, víctima de un cáncer que lo aquejaba. La noticia la dio ese mismo día su compatriota Gustavo Guerrero, que presentaba en la Feria del Libro de Madrid Conversación a la intemperie (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores), una antología de seis poetas venezolanos que se cierra, justamente, con la obra de Montejo. “Dura menos un hombre que una vela / pero la tierra prefiere su lumbre / para seguir el paso de los astros”, dicen unos versos suyos recogidos en Muerte y memoria, un título que resume bien una obra en la que una inquebrantable fe en la vida ilumina siempre el sentimiento de pérdida. Eugenio Montejo (Caracas, Venezuela, 1938- 2008) fue un poeta que en su palabra celebró al mundo y su paisaje. Muy ligado a la cultura mexicana, a Pellicer y Alfonso Reyes, su escritura es una epifanía de la estancia del hombre en la Tierra, la “terredad”, diría el autor, y del misterio que significa la vida. En su poesía fluye el mito fundacional de las geografías americanas junto con una fuerte presencia de este continente, es decir, sus voces, su trópico, su épica, su historia, pero siempre en la búsqueda de un sentido universal. Además, el poeta encuentra señales, símbolos o materializaciones del misterio del mundo y del paso del tiempo en lo cotidiano y lo cercano a su realidad: la mesa, la casa, la piedra, el árbol, los pájaros, el café. Su verdadero apellido fue Hernández Álvarez; el seudónimo Montejo fue adoptado desde inicios de su escritura. El poeta explica el origen de su nombre remontándose a sus ancestros en Güigüe: “Yo pertenezco a dos familias. Mi nombre es Hernández Álvarez. Pero ninguno de esos es mi nombre. Mi nombre se pierde”. La poética de Eugenio Montejo ha dado cuenta de un registro que busca recuperar cierta esfera de naturalidad no tomada en cuenta por la vanguardia. Poesía emotiva, al mismo tiempo constituye una reflexión profunda de la naturaleza de la vida. Poesía directa, contundente, de economía de recursos, ha querido descifrar, en su evocación y celebración del misterio, “el alfabeto del mundo”, frase última que da título a la conocida antología de su obra editada por El Fondo de Cultura Económica, que compila la poesía escrita por Eugenio Montejo de 1967 a 1986: Elegos (1967), Muerte y memoria (1972), Algunas palabras (1976), Nostalgia de Bolívar (1976), Terredad (1978), Trópico absoluto (1982) y Alfabeto del mundo (1986). Esta antología fue reeditada por la misma casa editora en 2005 a raíz de que Montejo obtuviera en México el Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo 2004. La publicación, que fuera preparada por el autor, incorpora sus trabajos poéticos más recientes: Adiós al siglo XX (1997), Partitura de la cigarra (1999) y Papiros Amorosos (2002). Como ensayista, Eugenio Montejo ha publicado La ventana oblicua (1974) y El taller blanco (1983, libro que fuera reeditado en México, en 1996, por la UAM. En este volumen tan apreciado se incluye un ensayo sobre Carlos Pellicer). Asimismo, obtuvo el Premio Nacional de Literatura de su país en 1998 con El cuaderno de Blas Coll (1983), libro de escritura heteronímica que coparticipa de las calidades de narración y ensayo sobre el lenguaje o, mejor, sobre los lenguajes posibles. Otros libros en este rubro, herencia de los juegos de Pessoa, son Guitarra del horizonte por Sergio Sandoval (1992), El hacha de seda por Tomás Linden (1996), y Chamario, por Eduardo Polo (2004). Antologías de su obra han sido publicadas en Brasil, España, México, Bogotá, Londres, Caracas y Valencia; de entre ellas se mencionan Poemas selectos (Venezuela, 2004) y Tiempo transfigurado (Venezuela, 2001). ¿Cuál es el sentido de la epifanía en su poesía? Se encuentra ligado al concepto de “terredad”. Dicho sencillamente, la terredad es un intento de definir la condición misteriosa de los días del hombre sobre la Tierra. Esa experiencia de la terredad se basa en lo que se llama la emoción de lo existente. Dentro de esto, a menudo reiteramos emociones terribles como el confrontarnos con el misterio de que nos precede un inmenso océano de nada y de que somos como una isla. Es percibir la fugacidad de la vida, tan breve, que es un soplo. Ya Sófocles no le llamaba “hombre” al hombre, sino “efímeros”. Él decía “Oh efímeros, qué se es, qué no se es”. Bien. Dentro de estas experiencias de lo terrible de la condición humana, a veces no se puede olvidar que también es parte lo otro. ¿Qué es lo otro? La celebración de la vida, el milagro irrepetible de estar aquí. Cada minuto uno se maravilla de estar vivo y de estar delante de sucesos, de hechos, de contemplaciones. El intento de celebración es festejar la maravilla del mundo. Eso no borra las otras experiencias, la angustia de la nada y de la muerte. Es una lectura complementaria del hecho de la existencia y del hecho de la terredad. Estar aquí en la tierra; no más lejos Justamente, se vierte una admiración de la vida, pero a la vez hay una constante indagación y cuestionamiento de la misma que tiene que ver con la angustia y el vacío. Con el tiempo, ¿cómo se ha decantado este tema, desde qué perspectiva se observa ahora? En mis primeros poemas el tema de la angustia vital estaba presente de una manera más descarnada y me atormentaba mucho. No es que ahora no me atormente, sino que a lo largo de los años he comprendido que uno tiene que ser cordial consigo mismo y hay que saber dialogar con nosotros mismos para encarar la muerte. No es que uno escape de la angustia fundamental que está allí, rodeándonos a cada instante, sino que vamos siendo un poco más cordiales con la persona que somos. Esto por una parte y por la otra, tratamos de que esa visión angustiosa no sofrene la celebración del mundo. Si estamos sólo mirando una cosa, olvidamos lo otro: si lloramos por el sol, no vemos las estrellas. Dentro de este discurso celebratorio, hay una fe en la existencia, aunque no hay una noción mística como tal. ¿Hay más celebración del misterio que una presencia de lo divino? Todo esto viene junto. La poesía conduce a una interrogación del misterio de lo que pueda ser nombrado con la palabra “divinidad”. Por eso he dicho que la poesía es la última religión que nos queda en este tiempo laico, donde la única religión omnipresente es la del dinero. Lo único que se puede oponer ante ese radicalismo es la religión del arte, en este caso la religión de la poesía. Mi pregunta es la siguiente: ¿En una sociedad que tiene como único norte la búsqueda del dinero podemos hacer un arte duradero para los milenios que vienen? En cuanto a mi caso personal puedo decir que hay una interrogación que conduce a la poesía. Yo creo responder en algunos poemas, y he dicho, “creo que no creo”, pero no soy ateo de nada, salvo de la muerte. A pesar de que hay un sentido de comunión en estos poemas, destaca de manera evidente la noción de intimidad y soledad. ¿Cómo es esta dinámica? Hay una interioridad porque el poema fatalmente lo hace un hombre. Pero ni siquiera somos nosotros mismos quienes hacemos el poema, somos uno de nosotros el que lo hace, porque vamos cambiando a lo largo del tiempo. El que hizo un poema que yo firmo en 1967, por ejemplo, no es éste que soy ahora. Quisiera ser él porque es más joven, pero no. Entonces, a lo largo de la vida uno ve cómo ha sido tantos y tantos. Bueno. La poesía es un diálogo con el mundo encarado desde la intimidad. El hombre se aísla para poder decir algo, porque cuando éste habla, rodeado del mundo, no acierta a decir nada. Por eso el arte, no solamente la poesía, es en el fondo, un aprendizaje para volverse solitarios. Algo importante es la forma en que usted se interroga sobre el misterio del mundo. Hay cierta poesía reflexiva, cierto matiz filosófico, es decir, utiliza el poema como un utensilio de reflexión, pero decanta estos elementos en lo emotivo, lo espontáneo y la naturalidad. ¿Cómo es este proceso? He tratado de encontrar una alianza entre razón y misterio, entre el pensamiento y su misterio, y el misterio de lo que registra el pensamiento. Es tal vez por allí que se pueda analizar este tono de reflexión. Pero ahora bien, hay algo muy importante. Aquí todo es cuestión de equilibrio porque éste es fundamental en el poema y el mundo. Y para colmo soy librano, es decir, Libra, entonces esta noción me determina. Tiendo a hacer equivalencias en las cosas. Así, en poesía no puede haber un razonamiento que llegue a coartar la expresión de la naturalidad. Si hay un razonamiento, éste tiene que ser como un murmullo más del ser interior. No puede ser algo declarado porque caeríamos en un poema razonante, lo cual le quitaría la gracia. En este sentido esto tiene que ver mucho con la manera de construir su poesía, que es muy clara, directa, transparente, mesurada y mítica. ¿Cuál es la vigencia y permanencia de estas formas frente al legado poético latinoamericano? Cuando comienzo a escribir en la época en que está muy viva la primera mitad de siglo (y ese fenómeno lo ha estudiado muy bien Octavio Paz), predominaron las experimentaciones y las vanguardias. Sin embargo, en ese tiempo, hay como una especie de rectificación ante la excesiva experimentación del comienzo de siglo. Fue como si la psicología artística, no sólo en la poesía sino en otros campos, estuviese de vuelta del exceso de experimentos y aspirara a otra cosa. Lo cierto es que, desde temprano, vi con cierta distancia esos ejercicios por sí mismos, y no me interesaba parecer nuevo a fuerza de ser experimentalista. Saludo toda novedad cuando viene de dentro, cuando viene con la fuerza de lo que es legítimo, pero no confío en quien va a buscar las cosas. Entonces, los miembros de mi generación vimos esos experimentalismos con más escepticismo. Tal vez si hubiese trabajado por los años 10, los años 20, hubiese producido otra cosa porque estaba dentro de otro sistema de percepción del arte. Pero pasado el estupor moral de la Segunda Guerra Mundial no teníamos por qué ir a buscar experimentación, queríamos hacer un arte en cierta forma más humano, nos interesaba hablarle a un hombre con la misma naturalidad con que se le habla en un café. Lo más importante era no mentirnos para que la palabra cobrarse la mayor fuerza posible. Y esto tiene que ver con la noción del diálogo y comunión con el mundo que se observa en sus poemas… Cierto, porque la poesía supone un diálogo fundamental. Lo otros serían un solipsismo que no tendría sentido. Y ese diálogo se encara con el otro. ¿Quién es ese otro?, no lo conocemos, no tiene rostro, no sabemos si está vivo, porque puede nacer más tarde, pero está allí, existe y para él se escribe. En este punto, quiero rescatar una anécdota para ilustrar esto que digo. Hölderlin, el gran poeta alemán, al final de sus días enloquece. No es recluido en un manicomio, y se lo entregan a un carpintero amigo suyo, el famoso Zimmer, quien lo mantiene en su carpintería. Cuando llegaba un parroquiano a buscar un servicio, Hölderlin se quitaba el sombrero y empezaba a saludarlo con gestos de reverencia extremados. Hay un crítico francés que dice que lo único que hace Hölderlin con esos gestos es exteriorizar el gesto verdadero del poeta. Para un poeta, el otro, cualquier persona, es alguien que merece veneración y respeto. Y en su locura lo que hacía era exteriorizar esto. Al mismo tiempo esa veneración estaba implícita en sus primeros poemas cuando estaba en perfecta salud mental. Entonces, ese otro que llegaba a hacer una puerta, una mesa, ocupaba momentáneamente el espacio del otro. Por eso cuento la anécdota, porque está en relación. Hay dos estancias en su poesía. El paisaje del mundo y junto a éste, el paisaje de lo cotidiano: la casa, el hogar, el café, la memoria. ¿Cómo construye a partir de éstos? En mi poesía está lo exterior en amplio y también el sentido de la cotidianidad de los objetos, es decir, está la comunión con lo más inmediato que nos rodea y con lo exterior. Hay un diálogo de intimidad con las cosas, que me permite ver una mesa, y estar con ella. Quiero contar otra anécdota para expresar mi idea. Hay un místico venezolano llamado Juan Félix Sánchez quien vivía en una montaña y que ya murió. Fue descubierto en sus últimos tiempos y cuando eso ocurrió, fue un suceso en Venezuela; ahora es una figura determinante. Bien, Félix Sánchez se dio a la tarea de construir en un alto páramo casi inaccesible y al que se llega después de un viaje en mula de ocho horas, una capilla enorme. La hizo piedra a piedra y talló a mano todos sus santos. Cuando Félix Sánchez habló de su capilla, de cómo la construyó, de cómo eligió piedra por piedra, dijo: “A veces vienen personas y no encuentran las piedras demasiado derechas; yo las podría colocar como a ellas les gusta, pero éste es el sentido que prefiero, porque es más profundo. Será que no saben ver. Ay, y a mí que me gusta lo feo”. Es decir, hay que mirar la belleza en otra órbita de profundidad. No voy a fingir la pretensión de que yo pueda mirar el mundo con toda la fuerza de Juan Félix Sánchez, pero digo que esto se encuentra en sintonía con lo que el poeta trabaja. En la cotidianidad y sus objetos hay belleza. Por ejemplo, una mesa largo tiempo tallada quien sabe por quien, manchada por miles de tazas de café, es irreemplazable, aunque sea por una mesa muy nueva y costosa, porque eso no tiene nada que ver ante aquella otra mesita. Esa cotidianidad que celebro viene de allí, del diálogo secreto, íntimo, con las cosas. Habla de los paisajes latinoamericanos con una búsqueda de continentalidad; de pronto podrían leerse ecos de Neruda, aunque ese sentido de continentalidad es muy sutil… Hay una continentalidad presente no en un sentido nerudiano nuevomundista, es decir, de decretar un mundo nuevo y cantarlo, no, porque no ha habido decretos en esto para nada. Yo veo la continentalidad lingüísticamente. Nosotros hablamos una sola lengua desde aquí hasta Tierra del Fuego. Dentro de esa lengua nosotros no podemos parcelarnos por naciones a la hora de escribir. Hay mexicanos que se declaran deudores de Borges o de un cubano, hay para quien la poesía de Pellicer o Paz es fundamental. Éste es un gran continente donde existen diversas familias lingüísticas, más que políticas o geográficas. Esto también se refleja en la geografía. Si nací en una tierra tropical, esa tierra viene en primer momento, pero eso no me impide celebrar el paisaje argentino, mexicano, etcétera. Cuando estuve en Centroamérica me dio por preguntar el nombre de los árboles y reírme en secreto porque eran los mismos árboles nuestros sólo que con diferentes nombres. Las cosas van cambiando de nombre, como los pájaros. El famoso zopilote de México, a medida que vuela va recibiendo nombres distintos. Nosotros le llamamos zamuro, porque era una palabra de los indios del oriente. Los colombianos le dicen gallinazo, otros, aura tiñosa. Esto ocurre para todo. Y esa uniformidad geográfica tan esplendorosa, no es que yo quiera cantarla como un mundo novísimo, más bien, es un diálogo humano con las cosas nuestras, con lo que nos rodea. Hay un poema muy significativo, “Manoa”, que habla de una ciudad invisible inencontrada, y que se manifiesta en el mundo. ¿Sería su metáfora de la poesía? Manoa es importante para los venezolanos, porque es nuestra Ítaca. Es la capital de El Dorado, de esa ciudad legendaria que dicen era de oro. Es una ciudad sagrada para nosotros, tanto más sagrada cuanto nadie la ha visto. Así, la buscamos en el arte, tal como Sir Walter Raleigh lo hizo geográficamente. Y bueno, en cuanto a la poesía, nuestra Manoa es la búsqueda de una lengua de gracia. ¿Por qué digo esto? Contaré otra anécdota más. En su tercer viaje a América, Colón llega a Venezuela. Poco antes de llegar se lava los ojos en estas aguas porque viene enfermo de la vista debido a las avitaminosis de la época, y siente una mejoría extraordinaria. Entonces, él llama aquella tierra, que es el oriente de Venezuela, “la tierra de gracia”. Cuando algunos marineros se bajan de las carabelas, intentan preguntar a los indígenas que les salen al paso, cómo se llama aquel lugar. Los indígenas dijeron “Paria”. Entonces Colón, el gran almirante de la mar océano, se impresiona de aquel paisaje y dice “no podemos estar sino en el paraíso terrenal”. La cosa no queda allí, sino que años más tarde, cuando Colón, en sus últimos días, hace su testamento, en uno de los borradores dice “de Paria no me acuerdo sin que llore”. Esta frase no está, desgraciadamente, escrita como debiera en una columna puesto que es una celebración de la geografía nuestra hecha por el primer europeo que llega. Bueno. Colón nos ha dejado a nosotros los poetas un terrible problema al hablar de una tierra de gracia. ¿Cuál es la lengua de una tierra de gracia? La lengua de una tierra de gracia es una lengua de gracia. Entonces, es por eso que digo que la poesía venezolana, de Bello para acá, tiene entre sus metas terribles que nos pasamos de hombre a hombre, la búsqueda de una lengua de gracia. Qué pequeño problema nos trajo Colón. Así, nuestra Manoa es la búsqueda de esa lengua de gracia que algún día, en algún poeta dentro de algunos siglos, fulgurará esplendorosamente. Manoa no es un lugar Esta búsqueda de Manoa quizá tenga que ver con la noción de encontrar, en la poesía, el vislumbre de una lengua de gracia que sea un alfabeto del mundo… Sí. Y Mallarmé, como se sabe, es quien ha alimentado, en Occidente, la noción de un libro del universo. Sin embargo la noción de alfabeto del mundo es anterior a Mallarmé, es renacentista. Es ver al mundo codificado como una lectura, para que pueda leerse a través de la poesía, del arte y de los símbolos. Pero volvamos a lo americano. Mallarmé define al poeta, y es una definición central, como “aquel que purifica las palabras de la tribu”. Esto es una observación mallarmeana que todos los poetas han recogido como una de sus grandes misiones. Pero esto no nos debe hacer olvidar que nosotros tenemos poesía desde mucho antes de que llegaran las carabelas a este sitio. Ya sabemos que los nahuas tenían una de las poesías más hermosas de la tierra, sólo comparable a la gran poesía china. ¿Y cómo definían los antiguos americanos al poeta? Como aquel que al hablar hace que las cosas se pongan de pie. Entonces, por un lado, está Mallarmé en el siglo pasado, “purificar las palabras de la tribu”, pero por el otro, está ese mandato que viene de los nahuas que dice “poeta es aquel que al hablar hace que las cosas se pongan de pie”. Esto ya está ligado a la magia, al mito americano. Entonces nosotros que somos hombres, que trabajamos y hemos nacido acá y que nos beneficiamos de dos culturas, de la de Europa y del enorme legado de la americanidad, tenemos que estar atentos a ambas cosas. Es verdad que el poeta es un purificador, pero también un mago. Y este último sentido, el de la magia y el mito, puede estar un poquito olvidado y es deber nuestro rescatarlo. Para Montejo, ¿el rescate de la magia y el mito sería a partir de la belleza? Esto, porque tiene un poema que habla acerca de hacer poesía sin palabras, es decir, que la meta última del poeta ya no fueran palabras sino la belleza o el silencio mismo… Sí, y esto está más conectado con un poema de un libro reciente que despide al siglo, Adiós al siglo XX (1997) que se llama “La poesía” que más o menos va así: “La poesía cruza la Tierra sola, no necesita nada, ni siquiera palabras. Tiene la llave de la puerta, llega de lejos, nunca avisa”. Es verdad, porque al hablar siempre nos entrega algo y no sabemos exactamente qué pueda ser, pero dice el poema “el corazón palpita demasiado veloz y despertamos”. Entonces, es esto, la poesía nos da los elementos profundos para despertar. Puede estar en la palabra, puede no estar en ella. Lo importante es despertar ante la maravilla del mundo para verlo.
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