No. 83 / Octubre 2015 |
Marco Antonio Campos (México, D. F., 1949) Madrina Isabel El sol amarillea la plaza Santa Catarina. De muros y fresnos se desprenden pájaros y miro a la derecha algo que fue hace mucho el Camino Real, que de oriente a poniente iba de Tlalpan hacia el Carmen Entreveo, desde la terraza, a través de dos fresnos −señalo a Paulina−, el color pajizo de la iglesia breve que oye a los pájaros en el campanario Madrina recordaba el Coyoacán de las primeras décadas del XX como un pueblo donde la dicha salía de mañana a tocar a la puerta. Su padre era el dueño del cine Centenario en la plaza grande y generaciones vinieron −vivieron− con imágenes de películas Yo conocía el Coyoacán de los años veinte, más por madrina que por los libros, y cuando leía libros o veía las fotografías no me parecían tan vívidos como sus relatos Entre la plática surgían de oírla heredades de hoy en el ayer de humo, amistades juveniles, la mínima capilla del siglo XVI en el jardín de La Concepción, los recios fresnos en la calle señorial, la arcada picoteada del claustro, el catecismo gris y el rosario kilométrico en la iglesia áurea de San Juan Bautista Antes de comer madrina me mostraba en la sala, al lado de la chimenea, fotografías donde amigas de los años veinte parecían salir de un film mudo o recién retratadas por don Guillermo Kahlo “¿Y cómo era Frida de niña y joven?”, inquiría. “¡Ay, el diablo de simpática!” −y reía madrina como el pájaro sol con el pájaro selva−. “Había que verla volar, como llamarada, en el patín del diablo” Tardíamente, de 44 años, se casó madrina, pero al no tener hijos, al no poder tenerlos, cada ahijado se convirtió en el hijo Madrina era fresca como rocío en el alba y no podía darnos más porque más no había Vivía, sin darse cuenta, en un siglo mejor: “Las jóvenes de ahora no son como las de antes; hoy en día persiguen a los hombres” Madrina, en cuyo jardín recatado creció alta la hierba moral de las décadas porfirianas Madrina cocinaba con el sazón que aprendió desde niña y cosía como si la aguja tejiera sin la necesidad de las manos Platicaba a la hora de comer de la familia Campos y me hacía sentir como si la hubiera conocido antes, mucho antes de que Dios la fechara en el acta Pero vinieron desgracias como temblores que destruían el tamaño de la casa inhóspita El esposo enfermó, y ya de grande se volvió más niño, y una década más tarde murió en plena niñez Con una pensión módica, madrina recortaba el dinero a pedacitos para que fuera dinero Con el desgaste de las rodillas colgó la raqueta y dejó el tenis de miércoles y domingo y en los ojos se le cavó un foso donde sólo clavó la niebla, y vinieron con ello la enfermedad larga, el mal humor, el largo treno y una turbulencia de recuerdos como disparos fallidos Miro el tupido fresno frente a la terraza, y digo a Paulina −señalo la iglesia−, que si Cristo existe, que si Cristo vuelve, madrina Isabel ganará fértil lo mucho que secó la tierra, la ternura de abeja en su colmena pródiga, y su alma caerá purísima como clavel o fuego |