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No. 83 / Octubre 2015


Alexis Gómez Rosa
(Santo Domingo, República Dominicana, 1950)



Ferryboat de una noche invertebrada
                                      
Hacia el final de tus latidos,
el ferryboat corta la rosa de los vientos,
entre otras amputaciones y cicatrices
frente a la noche de un solo temblor.
En el ojo izquierdo:
                                     pulso de águila,
guardo pequeñas travesías
que en tu cuerpo se pierden,
y hace olvido,
                        porque nuevos naufragios
el ojo derecho inicia y te bendice
señora,
               por altas planicies
menos mías,
                     que el vaivén sobrecogido
en tu piel que delira y adormece
los sentidos.
                       Aprendiz de brujo,
te observo y me extravío
por tu fosforescente desnudez;
más lírica cuanto más te abandonas;
sorprendida,
                          y en la lengua te anudas
con un prontuario inútil
de sílabas líquidas,
                              entrecortadas,
como si en ellas se borraran
tus párpados de amarilla enfermedad,
y el mar y su infinito sombrío
que alimentaran
su inequívoco paisaje.

Animal hecho de la materia prima
de la muerte.
                         Sobre tu cuerpo la noche
avanza mi palabra en el tiempo,
el ferry muge anclado bajo el bostezo
                 de los astros:
el agua parlanchina
que intercambia el cifrado mensaje
de tu elocuencia danzaria.
Mujer,
             manantial de niebla, trampa
del paraíso.
                      Gime tu piel en su castillo
el día,
           se levanta intranquilo
ante tus ojos narcóticos
de contracción sedienta, irredimible.
En ellos cabe la urdimbre
de la incontinencia y del desasosiego,
el tránsito del amor en la ciudad
donde sangra,
el sol de tu quimera.


Ausencia de Guarina Rodríguez

Llueve con tristeza sobre las cuatro de la tarde.
Llueve sobre el hueco que debió
ilustrar tu cuerpo de palisandro, inaprehensible,
donde terminaran mis manos a horcajadas.
Llueve rápido, ruidoso, con sentimiento de ruinas.
Llueve aquí en mi corazón trapecista,
porque tu credo se mueve al son de otra basílica,
de otras empobrecidas mareas.
Llueve cal, salitre o arena ante tu indefensión
de ultramar, el ferryboat guarda en tus ojos
un arcoiris taciturno, de gelatina, bueno y válido
para el próximo escalofrío, Dios no me deja mentir.
Llueve y duermes con mucho feeling, de ahí ahí,
entre los pliegues de tus sábanas acalambradas
(Las sábanas que guardan las miserias
babosas del último inquilino).
Llueve muy hondo, con frecuencia modulada,
una minuta del verano en tus muslos, en tus caderas.
Llueve un sarampión de agujas ebrias,
imantadas, paralelo a tu sueño deshecho
en cama de tormenta. llueve de abajo
hacia arriba hasta cubrir tu nombre,
hasta borrarlo. Llueve a cantaros entre los hilos
del contestador telefónico, digo el silencio
la censura, la telaraña. Llueve con mala fe,
con mala leche. Llueve a intervalos nones
sobre una cadena de ceros tautológicos
en el mar de tu angustia sin fin. Llueve a tono
con tu miedo de lagartija de ojos saltones,
saltarines, sal si puedes. Llueve lujuria, delirio,
frenesí: esto da sexo por todas partes, al fondo
abultado de unos imperturbables blue jeans.
Llueve en primera persona, en voz baja,
sin límites ni comentarios marginales. Visto
y comprobado el caso, llueve contra tus senos
meditabundos, huraños y convincentes,
que huyen bajo una blusa de pecados mortales.
Llueve ausencia contra el reloj
de arterias imperfectas.
Llueve con prosapia de Caribe aborigen.


Clandestinos

Los amantes de mi tiempo,
los de la última tanda,
su amor entrado en carne derramaron
por el otoño dormido, en el otoño
recobrado.

En el trópico íntimo de una playa
nocturna, o en la ilusión de metrópolis
del malecón al filo de la madrugada,
los amantes regresan
uno, dos, tres, recogidos sus pasos
en la muerte.

Las amantes se abrazan; felices
se despiertan.
En el huracán neumático
de una cita automovilística,
o en el jacuzzi amable de aguas
efervescentes aún más amables,
los amantes desatan sus caretas.

En el happy hour del Jaragua
su luna, o en el perfume
acuartelado de un suspiro,
los amantes pierden la cabeza
en el ping pong de las cavilaciones.

En el cinema invierno de las 9:15
allá un film de Visconti,
o en el revival glorioso de una cafetería
de El Conde, los amantes, de alucinante
ideología, visten de rojo, en el palco
igualmente rojo del Estadio
Quisqueya, cero a cero la vida.

En el tiempo petrificado
de la Ciudad Colonial, o en las ruinas
memorables de la misma ciudad,
los amantes tienen sed de cielo.

Así en las convocatorias rock
de la Fortaleza Ozama;
dígase igual: en los jazz session
de la Fortaleza Ozama,
o en las comparsas bullangueras
del carnaval los diablos y la muerte,
los amantes se juegan en un beso
la lengua de lapidar y bendecir.

Guarida hicieron en la calle
los amantes de mi tiempo.
Nosotros, los sobrevivientes,
los de la hora del perro,
amor hicimos mordiéndonos la cola,
dejando caer sobre el mar
de lo imposible,
las babitas del deseo