Del archivo de Periódico de Poesía

Presentamos un llamado a la solidaridad de los poetas que fue enviado por Thomas Merton a los organizadores del Encuentro Internacional de Poetas en febrero de 1964. Fue originalmente publicado en el Periódico de Poesía Nueva Época no. 2, otoño de 2001.

No. 110 / Junio-Julio 2018


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Mensaje a los poetas


Thomas Merton
Traducción de Moisés Ladrón de Guevara

 

Hermanos, les hablo a través de la distancia como uno que debería estar allí. Mi ausencia no es solo una consecuencia de certidumbres, sino también de ambigüedades.

Los que somos poetas sabemos que la razón de un poema no es descubierta hasta que ese poema existe. La razón de un acto viviente es constatable únicamente en el acto mismo. No hemos llegado a confluir en la solidaridad por razones pensadas con anticipación. La razón de nuestra solidaridad aparecería cuando caminemos a través de las contradicciones y las posibilidades.

Los poetas no nos hemos forjado vínculos y certidumbres mentales. El espíritu vital que nos ha unido, sea en el espacio o solo por coincidencia, hará de nuestro encuentro una epifanía de certidumbres imposibles de ser detectadas en la soledad.

La solidaridad de los poetas no está planteada y ligada a las convicciones políticas, puesto que éstas son fuente de perjuicio, ardides y maquinaciones. Cualesquiera sean sus fracasos, los poetas no son intrigantes. Su arte depende de una profunda inocencia que se malogrará en el comercio, la política o en cualquier otra forma organizada de vida académica. Nos estamos uniendo para defender nuestra inocencia.

Toda inocencia es una cuestión de fe. No hablo ahora de un acuerdo organizado, sino de convicciones personales internas, “en el espíritu”. Estas convicciones son tan fuertes e innegables como la vida misma. La solidaridad de los poetas es un hecho elemental como la luz solar, como las estaciones, como la lluvia. Es algo que no puede organizarse, solo puede suceder. Solo puede ser “recibida”. Es un don al que debemos permanecer abiertos. Ningún hombre puede planear la salida del sol o la caída de la lluvia. A pesar de toda abstracción, el mar continúa mojado. Solidaridad no es colectividad. Los organizadores de la vida colectiva dudarán de la seriedad o la realidad de nuestra esperanza. Si nos infectan con su duda perderemos nuestra inocencia y con ella nuestra solidaridad. La vida colectiva es organizada a menudo sobre bases de intriga, duda y culpa. El arte político que crea antagonismos en los hombres y el arte comercial que los cotiza según un precio destruyen la verdadera solidaridad. Sobre estas medidas ilusorias se construye un mundo de valores arbitrarios sin vida y sin significado, lleno de agitación estéril. Poner un hombre contra otro, una vida contra otra, un trabajo contra otro, y medir todo en términos de costo o de privilegio económico y valor moral, es infectar a todos con una profunda duda metafísica. Divididos, antagonizados por una cuestión de medida, los hombres adquieren inmediatamente una mentalidad de objetos en venta en un mercado de esclavos.

En tales condiciones no hay alegría, solo hay furia. Todo hombre se siente en la profundidad de su ser emponzoñado por la sospecha y el descreimiento. Todo hombre experimenta su propia existencia con sentimiento de culpa y de traición, y como una posibilidad de muerte, nada más.

Nos unimos para denunciar la vergüenza y la impostura de todas las mentiras colectivas.

Si vamos a permanecer unidos ante estas falsedades, ante todo poder que envenena al hombre y lo sujeta a las mistificaciones de la burocracia, al comercio y a la policía estatal; debemos rechazar el ser medidos. Debemos rehusar identificarnos. Debemos rechazar las seducciones de la publicidad. No debemos permitirnos ser enfrentados unos con otros. No debemos devorarnos, desmembrarnos, para el entretenimiento de su prensa. No debemos dejarnos devorar por ellos para apaciguar su duda insaciable. No debemos estar meramente “por” esto y “contra” aquello, aún cuando estemos a favor de “nosotros” y “contra ellos”. ¿Quiénes son ellos? No los apoyemos convirtiéndonos en una “oposición”.

Permanezcamos fuera de “sus” categorías. Es en este sentido que somos monjes, pues permanecemos inocentes e invisibles frente a sus publicistas y burócratas. Ellos no pueden imaginar lo que estamos haciendo. No podrán, a menos que nos traicionemos, y aunque esto sucediera, tampoco podrían.

Nada entienden excepto lo que ellos mismos han decretado. Son taimados que tejen palabras sobre la vida, y luego ajustan la vida a lo que han dicho. ¿Cómo pueden confiar entre sí, cuando hacen que la vida misma diga mentiras? Son los negociantes, los malos políticos, y no los poetas los que devotamente creen en la “magia de las palabras”. Para el poeta hay algo que no es precisamente mágico. Está solo la vida con todas sus impredicciones y su libertad. Toda magia es una cruel aventura de predicciones, un círculo vicioso, una profecía auto-consumada. La poesía es inocente de predicción, porque es en sí misma la consumación de las predicciones ocultas en la vida cotidiana.

No seamos como aquellos que desean hacer que el árbol dé primero el fruto y luego la flor, como si fuera un aviso. Estamos contentos si la flor aparece primero y el fruto después, en el momento debido. Tal es el espíritu poético.

Obedezcamos a la vida y al espíritu vital que nos hace poetas, y cosecharemos los frutos que el mundo anhela. Con estos frutos apaciguaremos el resentimiento y la furia de los hombres.

Estemos orgullosos de no ser brujos, sino hombres comunes.

Estemos orgullosos de no ser expertos en algo.

Estemos orgullosos de las palabras que se nos dan por nada, no para adoctrinar, sino para apuntar más allá de los objetos, hacia el silencio donde nada puede decidirse.

No somos persuasores. Somos los niños de lo Innombrable. Somos los ministros del silencio necesario para curar a todas las víctimas del absurdo en que yacen muriéndose de falsa alegría. Reconozcamos lo que somos: derviches locos con secreto amor terapéutico, amor que no puede comprarse ni venderse, y al que el político teme más que a la revolución violenta.

Somos más poderosos que la bomba.

Digamos “sí” entonces a nuestra propia nobleza abrazando la inseguridad y el abatimiento que una existencia de derviche impone.

En la República de Platón no había sitio para los poetas y los músicos, menos para los derviches y los monjes. Cuando los incompetentes platónicos creen suyo el mundo en que vivimos, piensan que pueden seducirnos con banalidades y abstracciones. Pero podemos eludirlos simplemente entrando en el río heracliteano que nunca se cruza dos veces.

Cuando el poeta hunde sus pies en ese río, siempre en movimiento, la poesía emerge de sus aguas turbulentas. En ese instante único la verdad se manifiesta a aquellos que son capaces de recibirla. Ninguno puede llegar al río sobre otros pies que no sean los suyos. No puede llegar en vehículos. Nadie puede sumergirse vistiendo la túnica de las ideas públicas y colectivas. Debe sentir el agua en sus pies desnudos. Debe saber que el contacto es para las mentes abiertas solamente, y para los inocentes.

Vamos, derviches: aquí está el agua de la vida. Dancemos en ella.