No. 110 / Junio-julio 2018
Celebración
 

La desintegración de los sentidos

 
Luisa Manero Serna


Escribo esto desde el camión a la Lacandona. Estar de vuelta me recuerda a aquella vez que llegué por terca a un lugar llamado el Indio Pedro. Se llama así por el jefe de familia, un hombre que decidió recluirse con su mujer y sus hijos a la parte más profunda de la selva chiapaneca. Ahí sus hijos tuvieron otros hijos. Don Pedro vive con su gente defendiendo un santuario cada vez más pequeño. Viven una guerra callada con los palmeros, que saquean por hambre y hacen del hambre una fuerza que convierte la selva en un lugar cada vez más silencioso. Como en gran parte de los pueblos tzeltales, en el Indio Pedro se cantan rezos cristianos.

Marcus y yo estábamos tan cansados de los días de trayecto que no podíamos despertarnos por la mañana. Lo único que podía despertarnos eran los cantos.

No eran precisamente bellos. Eran como alaridos. La verdad no me hacían sentir muy bien. Parecía que trataban de salvar a un moribundo sabiendo que era en vano. Quiero hablar de esos cantos porque contienen un misterio del lenguaje. Con excepción de los dos hijos mayores de Pedro, que viajan constantemente a algunos poblados cercanos por materiales y provisiones, nadie en la familia habla español. Sin embargo, solo cantan a su dios en un idioma que no es el suyo.

Claro que esta es una verdad que nos lleva sin desvíos a reflexionar sobre la colonización y sobre la opresión que llega hasta nuestra más absoluta intimidad, el espacio entre el cuerpo y las representaciones en que se usa la palabra sonora para llegar a un dios que no vive en un mundo de sonidos.

Pero en esta ocasión no quiero hablar de la opresión. Quiero hablar de una manifestación verbal de lo sagrado que ocurre más allá de colonizaciones o sistemas opresivos. El canto que vive para lo sagrado existe como tal porque necesita que las palabras suenen de forma distinta a como lo hacen en la comunicación. Necesitan que un sonido se manifieste en una palabra irremplazable. La palabra es el contenedor, el vaso con la forma precisa para la estabilidad de ese sonido que lleva, o encauza, o acarrea, o guía, o crea, o conecta, o construye, o hace alcanzable lo sagrado. Ese verbo sí es siempre diferente.

A veces los cantos pueden llevar —pueden, pero no es ninguna regla— a la desaparición de los significados y a la creación de una lengua que suena como un idioma humano, pero en que la supremacía del sonido acaba por desaparecer los signos y las representaciones mentales.

Para esto las canciones pueden valerse de muchos recursos. Uno es mantener cristalizado un idioma antiguo hasta el punto en que la gente que lo canta lo encuentra completamente incomprensible. Hay muchos ejemplos de esto. Uno concreto del mundo chiapaneco es la palabra ‘sohol’, que en la “Canción del pez” lacandona septentrional es la que más se repite pero nadie sabe ya qué significa.

En otras ocasiones, un canto viaja de una cultura a otra, y en la cultura destino se mantienen formas lingüísticas que no comparten los nuevos cantores. Esto se presenta en la “Canción de los Nawat”, de la que hablé en la entrega anterior. La primera línea de una de las versiones dice: “Na’ate’! Na’atu’! Ba’ar in churo’, huwek’!”. La palabra ‘na’at’ es comprendida en el yucateco y en el dialecto de lacandón que era hablado por el grupo de los Nawat, ya desaparecido; pero los lacandones de Najá, cuya apropiación del canto es la que conocemos, no saben qué significa. La misma palabra está presente en algunas versiones de la “Canción del jaguar” lacandona. Na’at quiere decir “saber”, “entender” o “conocer”. Irónicamente en Najá suena, pero no se entiende.

Tal vez la tendencia a privilegiar sonidos sobre representaciones o ideas en el ámbito sagrado permitió que se mantuviera el latín por tantos siglos en las misas católicas de países de habla francesa, hispana, italiana. Es una lástima que dejar de entender los significados del idioma utilizado por una institución religiosa, que también es política, acaba por colocarte en una situación vulnerable. El deseo de poder se acaba filtrando en los mecanismos sutiles de la sacralidad.

Hay otras fuerzas que se ponen en juego en la sonoridad del canto vinculado con lo divino. La sonoridad no existe sin vivencia. Vivencia corporal, espacial, emotiva, aunada al ritmo que lo lleva hasta la víscera y lo convierte en anatomía. Nada más claro que el mantra. En el hinduismo es el sonido preciso el que se conecta con una divinidad particular y no hay de otra; la obsesión por no extraviar al dios en una mala pronunciación llegó a tal punto que hizo nacer a la fonética. Sin embargo, otras posturas consideran que los sonidos pueden ser flexibles. En algunas ramas del budismo tibetano, lo importante es la vivencia de sonido y sentido (inseparables, sin límites claros) de una palabra, pero es la vivencia lo que engendra a la sacralidad, no la palabra particular, ni el sonido particular. Entonces la sacralidad es traducible.

(No es exactamente la misma lógica lo que llevó a las traducciones protestantes de la Biblia —las primeras que existieron—, aunque los motivos de los reformistas tienen algo en común con las corrientes budistas a las que aludo. Al traducir, los protestantes implicaban que las palabras en sí no son sagradas, pero sí lo es lo que representan y transmiten. Mitos, relatos, enseñanzas, pautas morales. La perspectiva de estos budistas también privilegia los significados y presta atención a esa dimensión de la palabra que no es sensorial, pero los protestantes no enfatizaban la parte vivencial de recibir o emitir un discurso.)

Como consecuencia de la vivencia corporal de la palabra, posible por su componente rítmico, nace la teatralidad. El movimiento, la danza, las modulaciones de voz: el universo entero del rito, que es un universo dramático.

Una vez Patrick Johansson me dijo que las misas se empobrecieron en recursos teatrales cuando dejaron de estar en latín. Un canto sagrado que privilegia el sonido (lo privilegie menos o más, pues como vimos, el canto no siempre deslinda la sonoridad de una lengua de sus referentes, sentidos y denotaciones), privilegia entonces al drama, ya sea uno sencillo y personal, o uno codificado a través de una red de convenciones sociales prácticas y epistémicas.

Los tzeltales del Indio Pedro gimen un canto en una lengua que no entienden. Al escucharlo, me da la impresión de que ese rezo está lejos del sometimiento. Aprovecharon las limitaciones en la comprensión de un idioma que seguramente los pastores les dijeron que es el único que entiende Dios, para dar rienda suelta a un ritual familiar que ellos adaptaron libremente de los protestantes, y que es permitido por la intimidad de una selva que los aleja de miradas que les digan si su rezo es o no correcto. Ellos se encierran en un pequeño templo de tablas de madera, y en el cauce de una sonoridad fortalecida por la decadencia de las imágenes mentales y los referentes, modulan la voz, alzan los brazos, se jalan el pelo, resisten la destrucción de su mundo y se sienten cerca de Dios a su manera.