No. 110 / Junio-julio 2018

Compañía de solitarios


En boca ajena


Adalber Salas Hernández


Empecemos con una historia común. Casi vulgar. Algo que sucede todos los días en un planeta poblado por siete billones de seres humanos incapaces de quedarse quietos en el lugar donde nacieron: se enamoran dos personas que hablan, cada uno, dos lenguas distintas. O mejor, no exageremos, que esto corre el riesgo de volverse una película de Sofia Coppola —edulcorada, con algo de comercial de MasterCard. No se enamoran estos dos seres humanos. Pero se desean. Se encuentran en un bar, en un parque, en el metro, en un congreso de medicina, en la sala de espera del hospital, en una aplicación de citas, en el bus, en un festival literario, cruzando la calle, en una clase de idiomas, en un país donde ninguno de los dos nació. Se encuentran y se desean. Quizás tímidamente, al menos al principio. Pero consiguen reunir la valentía necesaria y se acercan. Intercambian algún gesto, santo y seña imprescindible. Una sonrisa, un ademán. Algo que sirva de puente hacia el otro. Una manera singular de bajar o sostener la mirada.

Y luego intentan hablar. Es aquí donde ocurre el primer cortocircuito. Prueban con los saludos más comunes en sus lenguas respectivas. Primero los pronuncian con soltura, luego con cuidado y nitidez. Pero no sirve de nada. Las palabras usuales empiezan a tener un sabor extraño, metálico; la moneda simple del día a día nada compra. Poco a poco, esos vocablos simples, que suelen ser intercambiados banalmente, se hacen complejos y ajenos. Como si las palabras no se reconocieran a sí mismas.

Quizás no se trate sólo de la lengua materna de cada uno. Quizás estas dos personas no comparten ninguna lengua. Salen juntos, se siguen encontrando, establecen una suerte vínculo. Un espacio común donde todo está despojado, reducido a su mínima expresión. Una atmósfera tenue, en la que sólo puede respirar lo imprescindible. Señas, exclamaciones, expresiones faciales. Se comunican por el tacto: su lenguaje común está hecho de roces. Para cada uno, el deseo existe, sin duda, pero sólo cuaja en su propia lengua: esta es su hábitat natural, su lugar propio. Es un deseo que vive y medra en una sintaxis y un vocabulario específicos. Que tiene sus propias conjugaciones.

En la cama, estas dos personas se hablan. No se entienden, pero se hablan. Sus frases son dos animales que chocan a oscuras.

No interesa saber qué será de ellos después de este momento. Si serán capaces de encontrar una lengua en común, si se exasperarán o aburrirán. Interesa este momento de incertidumbre, este momento turbio donde el deseo erótico no consigue cristalizar en palabras que el otro pueda recibir. Donde, si se ha conseguido aprender algún vocablo de la otra lengua, sigue tratándose de una colección de sonidos arduos, que raspan el paladar. Un encantamiento inútil, una clave que no sirve para develar nada.

Esa incertidumbre se contagia, migra al cuerpo. Ese cuerpo foráneo, de topografía hecha doblemente extraña por nuestra ignorancia del idioma local. Allí se aprende a trabajar el desatino, la imprecisión, la perplejidad. Los hábitos son distintos, las costumbres no necesariamente son reconocibles —y no hay lingua franca que permita negociarlos. Allí, el amante se encuentra en el lugar del traductor. Ambos son criaturas epidérmicas, existen gracias al contagio —de la lengua, del deseo. Ambos se hallan en ese momento de vacilación ante el cuerpo extraño, una anatomía incógnita, cubierta por una piel que no se sabe recorrer.

En A Map to the Door of No Return, Dionne Brand se refiere al deseo como un acto de simultánea lectura y traducción. No de exégesis, sino de traducción. Con-versión activa del lenguaje ajeno en lenguaje propio. Lenguaje propio que, a su vez, es escrito. Lenguaje que coagula: “To write is to be involved in this act of translation, of succumbing or leaning into another body’s idiom.” Es decir: “escribir es involucrarse en este acto de traducción, sucumbir o inclinarse hacia el idioma de otro cuerpo”. Someterse a la atracción que ejerce ese cúmulo de sentidos que ignoramos, que están por conocer, guardados en la boca ajena. Atender el llamado de las palabras que no sabemos descifrar y que, sin embargo, vociferan. Inclinarse hacia ellas, hasta caer.

El traductor no busca la transparencia. Antes bien, su labor consiste en dar forma a la opacidad. Como el amante, trabaja a contracorriente el cuerpo deseado, procurando a la vez reescribirlo y conservar su ininteligibilidad.