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LA APUESTA Dora Moro,
Alforja, México, 2007

 Por Luis Fernando Chueca
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Por Luis Fernando Chueca

En uno de los capítulos de su Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes escribe: “El lenguaje es una piel. Yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras”. Aunque lo que sigue a la cita ya no resulta tan aplicable a La apuesta, lo leído sí puede corresponderse con ese extenso poema en sesenta estancias o partes, que ha hecho del amor su nudo esencial. Y es que en La apuesta de Dora Moro, el hablante poético, en principio disfrazado de macho mexicano, aventado y peleón, que se halla en una casa de juego en donde busca con quién apostar o donde no le queda más remedio que hacerlo, esconde en realidad a otro sujeto; uno sobre quien descubrimos pronto que su adversario no es otro que la mujer a quien ama, y a quien quisiera —como en el bello mito relatado por Aristófanes en El Banquete— recuperar plenamente a fin de reconstituir la unión primigenia, separada por Zeus como castigo.

Luego de revelado el verdadero rostro tras la máscara del rudo hombre que forma parte de la parafernalia del casino, la apariencia del sujeto deja de ser la de un tipo recio y de una sola pieza, para convertirse en otro que evidencia sus temores, sus carencias, sus dudas, sus afectos. Uno que se habla a sí mismo, como develándose, doliéndose y descubriéndose en cada verso. Y que se muestra, a la vez, al dirigirse a la mujer: ese tú ubicuo en todo el libro, a quien reclama, teme y desea. Es en esa nueva trama en que se asienta lo central de la poética de La apuesta: un libro que descompone y recompone —y en esa medida crea— su lenguaje. La apuesta es, pues, también, la apuesta que Dora Moro hace de las palabras: las pone sobre el tablero y gira la ruleta sin contemplaciones. Extrema sus posibilidades. Y en ese trayecto quiebra las estructuras rítmicas previsibles, altera la sintaxis o rompe las palabras. A veces une dos en una sola o construye otras si le hacen falta. Es así —y ahí— que su lenguaje se vuelve definitivamente una piel, como afirma Barthes. No una tersa epidermis que se acomoda a un interlocutor (la mujer que ama) ni a un lector (nosotros) de fáciles satisfacciones, sino una áspera y erizada piel que provoca un contacto difícil, tenso, discorde incluso, como el amor que se quiere representar.

Como sabemos, el sino del amor en la literatura de Occidente es trágico. Octavio Paz lo recuerda: “Desde el Renacimiento, nuestro arquetipo […] es trágico: Calixto y Melibea, pero, sobre todo y ante todo, Romeo y Julieta. Esta última es la más triste de todas las historias, pues los dos mueren inocentes y víctimas no del destino sino de la casualidad”. Nuestras representaciones del amor se han, pues, asociado, muchas veces, a esas magistrales representaciones de luchas contra la adversidad más monstruosa y gigantesca. La apuesta de Dora Moro prefiere, al contrario, enfrentar —antes que esas infranqueables puertas selladas con innúmeros y fantásticos candados— las amenazas cotidianas, las ruinas que deja sembrada la rutina, la grisácea pátina del paso cansado de los días. O “lo piedra” que nos cubre y que uno debería, aunque no logra, aunque no se atreve, sacarse de encima.

La apuesta hurga sin compasión en esa dinámica de juegos de silencios preferibles, de decisiones postergadas y de arrepentimientos leves pero corrosivos, de aceptaciones y rutinas:

     ¿Dónde la eterna?
     ¿Dije eterna?
     no hay eternos
     solo ternas, termas de agua rosa donde se decapitan virtudes.


Como se ve a través de este contundente juego de mutaciones, el deseo de eternidad puede terminar convertido simplemente en agua tibia. Frente a ello, Dora Moro coloca la radical apuesta que subyace al libro: “la vocación […] de abismo” que está a la base de la idea del amor que lo sostiene:

     Vamos a arrancarle días al calendario.
     Hay que excederse
     Es la última vez que amarás como ahora.

Este verso, “Es la última vez que amarás como ahora”, se repite al menos un par de veces en estas páginas. Y en él está la sensación de urgencia que recorre todo el conjunto. La necesidad de jugarse el todo por el todo, la inevitabilidad de la emoción casi en estado puro.

“Veo todos los días al otro y sin embargo no me siento colmado; el objeto está ahí, realmente, pero continúa faltándome, imaginariamente” dice Barthes en otra de las páginas de Fragmentos de un discurso amoroso. Frente a evidencias como esa es que Doro Moro ha levantado la bella piel de su libro, de La apuesta que reclama actitudes que sean mucho más que una caricia cumplidora, que dejen de ser “tanta lentejuela en este mar de espejos”.

 En Lima, a los veintiséis días de mayo, 2007

 

 


 

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