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LA CALLE BLANCA
David Huerta 
Ed. Era/
Conaculta
México, 2006 

 Por Carlos Pineda
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Por Carlos Pineda

“La niña toma las palabras por su lado de objetos,/ las empalma y las combina, a su manera, unas con otras”. Así las mezcla David Huerta en su poema “Tela de Siva” perteneciente a su volumen de poesía más reciente Calle blanca. A través de esta “poética de lo lúdico” engarza a la poesía con la antropología del recuerdo, en busca de inspeccionar el esqueleto memorial, so pretexto de ejercitar una éfcrasis como eco de un cuadro de Giorgio de Chirico: larga y poderosa metáfora personal de una calle lejana, cuya albura invita al tránsito del verbo; ora ramificado hacia sus propias raíces para justificar la redondez de un nuevo mundo: el libro.

De un extremo a otro de La calle blanca (quizá como el ruido blanco que no tiene intermitencias y es amaestrado caos) se puebla de un (di)verso–aliento de pulida voz, que ve en lo ecléctico temático ocasión para la unión por contraste y acaso por oposición. Aquí la poesía oscila entre lo críptico y lo inmediato; lo barroco y lo coloquial; lo cotidiano y lo maravilloso: juego de lujos verbales, dominio pleno que sólo el poeta a quien se le ha concedido la revelación de los misterios de la palabra domina, acaso no con poco esfuerzo, en el poema.

Desde las ventanas de los muros que flanquean la calle se atisba la presencia de una tribu de linaje letrado, así, en versos como “desde el sueño del agua” Gorostiza mira un vaso; Borges, oscurecido, se hace presente en “la zona centrífuga del olvido”; mientras su maestro, Macedonio Fernández, sonríe al “Escandir el sentido del mundo”, para finalmente, Juan Rulfo, desde una de las colinas que dominan el poema de mismo nombre, mira “el reflejo de una luna seca”.

Ya desde el celebrado Cuaderno de noviembre (1976), David Huerta explora, y por ello, sorprende al lector desprevenido como al avezado. Autor que crea la parábola de la palabra para nombrarlo todo de nuevo, para que todo lo atraído hacia su poesía nos parezca recién amanecido.

La percepción de los elementos que nos son dados como parte del festín de lo diario acontecido es distinta desde sus letras. Entonces dudamos de la realidad inmediata y comulgamos con el poeta para buscar una nominación nueva a lo que nos circunda: “En donde estés oye la desgarrada boca/ del tiempo. No dudes, avanza/ contra la montaña de espejos.”

Algo extraordinario en la poesía de Huerta se encuentra en su vocación de hacer mudable el mundo, transferirlo a la duda de su existencia y suplantarlo a través de la palabra con la decidida convicción de que todo cambia por la duda, y de manera ágil propone imágenes que de manera inexplicable duran a la vez que se consumen para reiniciar su ciclo dubitativo.

En La calle blanca la poesía es un festejo de misterios, recuerdos y ciclos sometidos a la inasibilidad de lo real y lo palpable, a la irremediable nostalgia de lo cambiante por una corriente heracliteana de palabras. Es también la conciencia solitaria que redescubre sus vínculos con las voces de la cofradía que se enlazan a una escritura sobresaltada. Pioneras voces que nutren una ya vasta textualidad en perpetua metamorfosis, por eso en los versos finales del libro Huerta se atreve a enunciar un terrible dictus:  “Nada hay aquí, donde estamos, donde somos./ Niebla, restos inalcanzables”.