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EL QUE NADA Myriam Moscona |
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Por Ana Franco Ortuño Comienzo por hojear el libro; es una forma inicial de lectura, intuitiva, digamos, porque creo en una materialidad del poema que se revela en la primera impresión, y deberá tener sentido (incrementarlo) en la lectura. Me encuentro en-con lo obvio del blanco. Obvio porque es el comentario recurrente de la crítica: la abundancia del espacio vacío. El que nada bracea, entra y sale del agua de la alberca (evidenciada en la portada). En efecto, de todo ello se compone el nuevo libro de Moscona, pero lo importante, creo yo, del posible instructor para el que nada, es este diálogo: esta extraña dirección de una voz (un yo duplicado o algún otro) que genera el espejo interior; una rotura que irá multiplicándose. Por Jorge Esquinca
La aventura verbal de Myriam Moscona tiene en El que nada una nueva estación y un nuevo temblor. El desplazamiento hacia una zona de riesgo que inaugura con Negro marfil, su libro publicado por primera vez hace seis años, es ahora el ejercicio de un rigor en donde cuerpo y palabra establecen un vínculo que pareciera indisoluble. Todo da comienzo con la respiración o, mejor dicho, con la vigilancia de quien se oye respirar y al hacerlo reconoce la importancia vital de los instantes en que el aire sostiene al cuerpo; lo mantiene a flote sobre el agua que atraviesa y, en otro orden de cosas, sobre el agua del lenguaje que surcan las palabras del poema. |
Por Hernán Bravo Varela un espacio vacío, vacío pleno, nada, donde precisamente por tal razón puede producirse la cópula de lo visible y de lo invisible. Espacio, pues, inocupado, tal vez insondable, que nos reclama hacia un interior no finito de sí. Ese mismo espacio “inocupado, tal vez insondable” ha sido el principal interés de la obra reciente de Myriam Moscona (1955). Desde Negro marfil (2000; 2ª. edición, 2006) hasta El que nada (2006) —pasando por proyectos de poesía visual que continúan cristalizándose en exquisitos libros y objetos de artista—, Moscona se ha ido distanciando de aquella relación histórica que la palabra aún mantiene con el verso, entendido como una sucesión lineal de acontecimientos verbales sólo interrumpida por exigencias rítmicas o métricas. Graduado, escalonado, reflejante, superpuesto, anclado o flotando sobre el “vacío pleno” de la página, el verso de Negro marfil y, más acabadamente, de El que nada, es una sinuosa sucesión de acontecimientos sígnicos y verbales cuya frontera es el espacio exterior de la hoja en blanco. Así, la palabra retoma su contemporánea condición visual, y el signo, su primigenia condición verbal; el verso llega a ser la unidad mínima de un vacío significante, y el vacío, la máxima diversidad que alcanza un verso. En el fondo sin fondo del poema, en la región abisal de su sentido, la palabra de Moscona, como las criaturas que habitan las profundidades del océano, desconoce con pericia la izquierda y la derecha, la luz y la sombra, el arriba y el abajo, lo visible y lo invisible. (No en balde el título es ambiguo, y se debate entre la acción y la inexistencia; no en balde la autora se pregunta en dos momentos del libro: “¿hundirse en esa elevación?”, “¿lo de arriba es lo de abajo?”) Pero la trayectoria de la palabra por los bajos o altos fondos, aparentemente errática, la traza un calculado instinto, una reposada intuición de la forma (también desconocida) del espacio, en busca de un punto medio entre la superficie y la abisalidad, entre la inmersión y la emersión. Si un espejo de agua representa el cielo para aquellas criaturas abisales; si entrar al agua simboliza un descenso al inframundo para el hombre, la línea horizontal del agua —que, como en el Génesis, divide lo húmedo y lo seco—, es ese punto medio o, según Eduardo Milán, “nivel medio verdadero de las aguas que se besan”. La intuición que guía la voz poética de Moscona es producto de la respiración (“respirando // el peso del agua / sostiene”). Y tanto la respiración como la voz, entrecortadas por igual, provienen de un nadador que, ficticio o verdadero, es el protagonista de esta épica anfibia. Al abrir este librosus páginas parecen ser, de hecho, el rastro que deja un nado a braza. Tras el clavado la palabra emerge y se suspende al ras del agua, atravesándola, quebrando su lisura, con la mitad del cuerpo sumergido, mirando en vertical el fondo de la alberca, y con la otra mitad al descubierto, cortando el aire. Si nos atenemos a la definición del término “discurso” (“…facultad con que se infieren unas cosas de otras, sacándolas por consecuencia de sus principios o conociéndolas por indicios y señales”), la naturaleza de El que nada no podría ser discursiva, sino transcursiva. Al avanzar, su contenido está gestándose en la tibieza de las aguas, en el líquido amniótico de la página en blanco. Por eso, y apoyándose en Arquímedes, Moscona parece advertir a los que intenten una travesía tan exitosa y temeraria como ésta: “toda palabra sumergida en la retórica experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de la retórica desalojada.” |
Por Eduardo Mejía
No se debe olvidar que en los momentos en que Villaurrutia escribe y publica su libro, la filosofía predominante, o por lo menos de moda, es el existencialismo e ideas aledañas, como la fenomenología, que tanto se arraigó en México; en ellas, el objeto central es el hombre, el ser, mucho más que en otras tendencias. Y en Nostalgia de la muerte -y su parte medular, los nocturnosno hay historia ni mucho menos anécdota, sólo las sensaciones más elementales, pero más intensas. Uno de los poemas centrales es Nocturno amor: el que nada se oye en esta alberca de sombra, uno de los más enigmáticos, y deliciosos: No ser sino la estatua que despierta/ en la alcoba de un mundo en el que todo ha muerto. De este poema, que está por cumplir 70 años de haber aparecido en libro, se desprenden dos poemarios recientes, a la luz de dos visiones diferentes, tanto en enfoque como en intensión e intensidad: Cabaret Provenza, de Luis Felipe Fabre (Fondo de Cultura Económica, 2007), y El que nada, de Myriam Moscona (Era/Conaculta, 2006). Fabre ve la vida como una narración paralela, divergente, con hechos simultáneos pero separados, y desde una posición omnipresente y omnisapiente, aunque logra observar con objetividad a sus personajes, que no son sino uno solo, con historias que pueden tener diferentes finales, opcionales. Si bien tiende a la utilización de versículos, a la manera no de Walt Whitman sino de Pablo Neruda tamizado por Bob Dylan, no por eso deja de ser concentrado, preparando al lector para que, al final, se encuentre con una verdad incontrovertible. Para él, el mundo no es agregación sino disgregación, se trata de recomponer el orden, e incluso alterarlo, y buscar una verdad que parezca imposible, porque los hechos suceden, pero no quiere decir que sean realidad; más que sucesos, sus personajes viven los pensamientos. El libro de Myriam Moscona está formado por puras referencias, descompone el nocturno verso a verso para volver a componerlo, obliga a una relectura del poema, y remite a los demás nocturnos (de los que hay una hermosa edición facsimilar que, como todas las ediciones del Estado, sólo se consigue en ferias, porque ni siquiera en la librería de Bellas Artes). Concentrada, los poemas son breves, a veces de dos o tres versos, a veces un poco más extensos, pero todos de gran intensidad, y logra capturar la esencia de lo nocturno, a pesar de que no haga referencias de ello, ni descripciones de oscuridad ni de sueños, simplemente de esa otra parte de la vida, oscura, en la que no se penetra más que con la poesía y sus aliadas, que son las ramas literarias y filosóficas. Sin que hable de la soledad, Moscona muestra al ser como tal, aislado de las circunstancias sociales, políticas y económicas, laborales y sentimentales, de urgencias sexuales; sin nada que haga saber que el ser tiene miedo, celos, envidia; sólo nos conduce a un ser con sensaciones, y con pensamientos imposibles de traducir; sin acotaciones autobiográficas, sin narraciones ni anécdotas claras o en clave, oscuras o diáfanas, el nocturno, lo oscuro, se refiere a esa otra parte de las llaves de la poesía, que es lo marino (no marítimo), ese ritmo irregular, a esa imposibilidad de asirse, de sostenerse, y donde hay que flotar, en primera para sobrevivir, pero también para disfrutar; los versos de El que nada, además de a Villaurrutia, conducen a la sensación más placentera, que es dejar que todo transcurra según su propio ritmo, y que el que nada sea llevado a un destino del que no se tiene control, pero sí dominio. Si Villaurrutia en sus nocturnos nos remite a sueños, Fabre utiliza el lenguaje como salvación para llenar al mundo con palabras, historias, anécdotas, para no caer en el vacío, y Moscona (con uno de sus mejores libros de su no muy abundante producción) recupera el vacío y lo despoja de palabras, para dejarlo sólo en sensaciones, que es lo que pretenden los personajes de La náusea, de Sartre, y Sartre mismo en sus impenetrables ensayos sobre el ser; impenetrables pero vitales, e imprescindibles en estos momentos del mundo, tan parecidos a otros de crisis y de carencia de identidad. |
Por Carla Faesler Milenio, 29 de diciembre de 2006. Perturbador volumen que se abre paso con fuerza en el lector. Versos que se levantan en un espacio que está entre lo que dicen y lo que sabemos que es su referencia: un nadador, alguien que nada, creando un desfase conceptual poderoso en significados alusivos a la oposición alma/cuerpo. Con el incesante movimiento de brazos, piernas, respiración -la poesía se respira, además- poemas sin decoración alguna brotan de la piscina-pozo que los sostiene en forma de meditaciones directas como dardos que dan en el blanco, y que lo mismo aciertan que rasgan. |
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