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CARCOMA  (VERMOULURE)
Carlos Vicente Castro, (edición bilingüe, versiones al francés de Françoise Roy)
Ecrits des Forges-Paraíso Perdido Editores, Québec, 2006

 Por Víctor Cabrera
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"El que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla", reza una vieja frase con tintes categóricos, y aunque una poética no es (necesariamente) la verdad sino, muchas veces, su encubrimiento, quien emprende su búsqueda corre el riesgo de perderse en los médanos del lenguaje. 

Sabido o intuido lo anterior, Carlos Vicente Castro no sólo asume tales riesgos (el de encontrar la verdad, la suya propia, y el de extraviarse en su enunciación) sino que los procura consciente, temerariamente. Diría, también, valientemente.

Quienquiera que por curiosidad se acerque a los poemas de Carlos Vicente, no a los incluidos en el libro que hoy nos ocupa sino a trabajos previos como Raíces temporales o a otros poemas recogidos en antologías de diversa índole, podría verificar y acaso compartir esta opinión. Leo, para darme un ejemplo y convencerme de mis palabras, estas líneas elocuentes de uno de sus "Diez poemas apócrifos":

        En este lado del mundo nada se sabía
        del joven poeta encanecido que
        fue a morir a puerto Trakl. Una mujer
        le adivinó el destino apenas observando
        su rostro: ―Serás una sombra
        recorriendo los instantes muertos  de tu
        condescendiente vida en bares de marineros
        borrachos, entre historias tanto o más
        trágicas que la tuya. Él había ido a morir,
        según supe, pero ignoraba
        que en este mar embravecido
        la muerte nos esperaba pacientemente
        a cada uno de nosotros.

Señalo aquí un aspecto presente en aquellos poemas y que observo como el germen de un espíritu transgresor bien notorio, ahora, en los poemas que conforman Carcoma: las cesuras, los cortes de verso aparentemente incorrectos, caprichosos, que, sin embargo, revelan ya una incipiente voluntad reacia, insurrecta, del autor hacia su poesía.

Si en aquellos poemas previos Castro acusaba una retórica digamos "correcta", "temperada", los versos de Carcoma tienen ya otro aire y otra voluntad: la de poner en duda  los propios recursos, sus palabras, las herramientas del poeta:

        Todavía
        entre la nada ni siquiera oscura. El resto
        se ve desde aquí, abajo: la torre,
        lenguas caídas alrededor,
        alfombra de cielos sin redimir
        su ruido primordial. Más
        cansado el sol de los huesos no puede
        estar, como si ello, como el blanco, lo
        fuera todo.

Este, el poema inicial de Carcoma, revela lo que el resto depara a sus lectores: el desmontaje de una poética previa, no su continuación sino lo otro, su desenmascaramiento. Aquí el poeta enuncia una permanencia en una “nada ni siquiera oscura”, una especie de limbo vital, existencial, poético, desde el que avizora un paisaje de “lenguas caídas” (las lenguas sucesorias que cada autor se calza) y cielos derrumbados (por él mismo) pero que no (se) redimen (de) “su ruido primordial” que son las palabras que los significan, de ese, para decirlo culteranamente, “no se qué que quedan balbuciendo”. Ante tal panorama de devastación verbal y retórica, Castro revela el cansancio del “sol de los huesos”, un cansancio que alude a una lucha perdida de antemano y que se resume ahí en el “blanco”, en el vacío, en la ausencia de toda voluntad de afeites.

 “Las significaciones poéticas (afirma Antonio Gamoneda) son sensibles antes que inteligibles: las significaciones se sienten”. Carlos Vicente Castro lo intuye así: “Se sabe y no lo que se dice”, remata uno de sus poemas. Hay ahí un saber (y un no saber) que desvela un presentimiento, el de la falibilidad del lenguaje poético. Se sabe pero no. Por cada cosa dicha, otra se calla.

        Estúpida dicción 
        las nubes.
        Se halla el tributo 
        de azucenas
        perdido como palabras
        al fondo del vaso. 

Todo lo que embellece lastra, sugiere Castro, y nos recuerda indirectamente el postulado clásico del tempus fugit: toda belleza, toda perfección, es corruptible. Acudo a otro poema de la serie para dar un ejemplo más de lo que aquí observo:

        Nardos, los cielos que los nombran si
        estrellas molidas: espejismo.

Esta noción del espejismo, presente en más de un poema, nos remite a lo falso, a lo ilusorio, a lo que no está ahí en realidad (“El paisaje dubita apariciones”, se nos ha dicho ya antes). Aquí la pureza de las flores (los blancos nardos y las azucenas que dormían en el jardín de aquel bolero almibarado) es sólo despojo: “estrellas molidas”, “palabras en el fondo de un vaso”. Detrás de todo preciosismo sólo hay heces.

Si para el cubano José Kozer “los poemas vienen de las moscas, [...] son combustión de moscas en perpetuo movimiento eslabonado, sin origen fijo, sin destino ni destinatario determinados”, Carlos Vicente ha emparentado sus versos con las termitas, la polilla y el comején.

Carcoma […]: Nombre que se aplica a diversas especies de insectos coleópteros, muy pequeños y de color oscuro, cuyas larvas roen y taladran la madera produciendo a veces un ruido perceptible. // 2. Polvo que produce este insecto después de digerir la madera que ha roído. // 3. Cuidado grave y continuo que mortifica y consume a quien lo tiene. // 4. Persona o cosa que poco a poco va gastando y consumiendo la hacienda.”

Previsto el cálculo, no resulta extraño que cualquiera de estas definiciones (depredador que produce ruidos perceptibles; excrescencia resultante de la horadación; consunción material o espiritual y agente de ésta) le calce a este libro de Carlos Vicente Castro, quien equipara aquí su labor poética con la del bicho que roe y mancilla lo que se pretendía impoluto. Apenas más allá del barniz y la apariencia se descubre la verdadera consistencia de la materia. Debajo de la poesía palpita el balbuceo.

Como en la famosa cita pascaliana, en los versos de Carcoma encontramos un hombre donde se esperaba un autor. Sí, pero uno que en la subversión de la sintaxis, de su prosodia natural, en la contaminación de su lenguaje, manifiesta una vocación incendiaria en la que se autoinmola. En este sentido, Carcoma parece más el ensayo de un tránsito en la propuesta lírica de su autor, un puente entre lo que fue y lo que habrá de venir.

“Yo cambiaría mi traición por compromiso/ pero en el fondo del compromiso hay una traición mayor”, proclamaba Santiago Auserón hace ya veinte años. Carlos Vicente Castro parece haber asumido ese postulado y, en su exploración personal, perpetrar una traición que nos ofrezca nuevos compromisos poéticos.


 

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