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PIEDRAPIZARNIK
Sergio Ernesto Ríos,
Centro Toluqueño de Escritores,
Toluca, 2004



Por Karina Falcón
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Yo hablé

Yo soñé

...abierto no sobre el lenguaje sino
sobre su vestigio en mí.

 

 Arturo Carrera

 

 

Leer Piedrapizarnik es ir a la turba en el seno de la piedra y extraer de ahí el decir en contorsión. Es herir el mármol para obtener la palabra -en una noche  por todas partes- donde se puede alumbrar la forma ininteligible. Aquí, dos motivos son indicio: los labios que abren para advertir y “la herida en donde hablamos nuestro silencio”, Joel Piedra y Alejandra Pizarnik.

Se construye sobre piedra un poema en sedimento. Las imágenes que desprende Sergio Ernesto Ríos revelan heterogéneas texturas sobre las cuales oscila la metáfora; existe una aspereza primera al percibir el discurso, es decir, el texto no se descalza en una primera lectura. El ojo debe andar más de una vez la vereda para sentir que las plantas de los pies tocan al fin un sentido: el sentido que el lector descubra pertinente una vez dentro del espacio trazado; porque una vez adentro, los motivos de origen se escinden. Se precisa entonces señalar para conducir el discurso hacia el canto filoso de las cosas, hasta los nombres —sombras con máscaras. Se observa entonces que ésta no es una poesía fácil. 

El poema no dice, muestra. Las raíces se desbaratan; el libro se ve asediado por el fuego, la noche, la voz: voces, y todo aquello que a la memoria es inasequible. Quisiera decir aquí que pienso en algún poema titulado de tal o cual manerapara ofrecerlo como ejemplo, pero no es así. Sin embargo, pienso en el crótalo (animal y musical) definido por la fraccionada vibración de sus anillos, pues en Piedrapizarnik  no tenemos nombres o títulos, o infalible guía para creer con ingenuidad que a través de ella llegaremos a comprender el poema o —aún con mayor ingenuidad— comprender al autor. La contingencia es certera porque el poema se dice en fragmentos, es este su decir, su hilo y sustancia. 

Existen dos indicios, sí, pero son sólo esto, indicios: llaves para abrir nuevas aproximaciones al texto, para conocer otros motivos en este libro de rostro negro. Uno de ellos puede ser, la locura. Ésta dispara un diálogo al centro del libro que parece escribirse en el absurdo, tal como la letra se hiende en la página blanca; los vanos –líneas negras- rasgan el papel para ofrecer dos formas, “el hombre de antifaz azul” y  “Alejandra” Y tenemos entonces un nombre, un título, pero no un asidero; tal vez, sólo una extracción. El poema presenta un diálogo, una rara escena que capta mi atención, al observar en ella destellos del buril escritural de Pizarnik; esa aura cetrina que acordona sus textos, parece acordonar también este diálogo.

Ríos crea una voz que se fracciona en otras tantas, multiplica los vahídos de la piedra y los convierte en azogue. Cada ánimo toma una dirección y se aloja en un decir intuitivo, ahí las palabras son sustituidas por el  estallido de imágenes que cruzan la noche del texto. Cierto que hay momentos débiles, donde la fuerza enunciativa se pierde y parece imposible volver al motivo; es ese momento donde el discurso se torna en demasía abigarrado y vago, donde parece que el juego del nombrar se encuentra aislado de un contexto y tal vez, de alguna estimulación. Gadamer diría que “quien juega con su propio nombre, se abandona así mismo”. No importa el abandono, la voz parece tener la intención de no poseer rostro alguno y al final que la letra retorna blanca y se obliga en la negrura del espacio visual, existe el respiro.

Ésta es la cara de Piedrapizarnik, negro mármol cuyas grietas son rúbrica y autor. Al interior es posible vislumbrar la extrañeza de la palabra en el juego de alusiones; la palabra un jardín, la palabra una pupila ahorcajada entre sombra y seña de ella misma. ¿El poema? Una “luz que se ahoga” en la ausencia del tiempo y va casi extinta –con mayor firmeza - hacia la noche, hacia el silencio, hacia la piedra. Edmond Jabes decía que “elojo perfora el silencio y... la piedra es juez”. Que sea el lector entonces quien procure dar voz a la última mirada y en la resolución se vea inquirido por el canto. En lo que a mi concierne, la lectura de Piedrapizarnik ha sido –en efecto, eso que acentúa el poeta Francisco Hernández en el prólogo del libro,  recordar la resistencia alba“de aquello que cuelga de nuestros párpados” y que es preciso para comenzar a hablar.

 

 


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