No. 96 / Febrero 2017
“Nos han quitado la camisa pero nos han regalado un disparo”
Al poeta Óscar Hernández no lo han olvidado, él ha decidido apartarse de nuestra oscura fiesta, de la que tendremos que arrepentirnos, si aún nos queda luz en la semilla. Nos vencerán el tiempo, las cicatrices, el fogoso desvarío… y tanta oscuridad. Ya no nos quedan ojos para sentir, son ojos muertos, como nuestras bocas, secas de engañar, de sumar los días como monedas, que se desvanecerán con el crepúsculo, lejos de la franqueza. ¡Tan oscuros a pleno día!, y nadie que diga claramente sus nombres. No, a Óscar Hernández no lo hemos olvidado, nos incomoda su honradez. –Por favor, que alguien cubra ese espejo. No queremos ver nuestra sencillez, nuestra crueldad, nuestras alegrías, nuestra bondad, nuestra violencia. Que quiten ese espejo, digo, es demasiado elemental. Queremos la mentira, los lujosos adornos; que brillen nuestros triunfos como coronas. Nuestra sangre se refleja demasiado desnuda en ese espejo. Que alguien, por favor, calle ese espejo. No somos inocentes. La verdad es un crimen.
Como vamos, nada se perdería si desapareciéramos todos de repente.
Hace cincuenta años Óscar Hernández se propuso derrotar el artificio, el virtuosismo, en donde algunos terminan, sin alma, sin furia sin ternura, sin manos, embalsamando la libertad, el riesgo de la verdad, que es la escritura. Como si vivir fuera algo seguro. Para esto, Óscar lava las palabras, con vino, con tierra buena, con árboles florecidos; así no podrán servirle a quien se pavonea y engaña, a quien las usa como monedas muertas. Esas palabras nos borran la cara. Todo tiene nombre, pero son muchos los que callan. Palabras en la oscuridad, veloces como puñales, ocultos en la niebla; la niebla de los muertos, donde Óscar Hernández echa a volar sus palabras, humildes y vivas, ciertas, como pájaros. Él las ha forjado, no en la forja sino en el fuego, en el fuego lento de ese tiempo que madura adentro, que muerde, nos prueba, nos saborea, y se nos clava como a la madera. Estamos hechos para el filo del hacha, y para la nobleza. Podríamos decirlo con el destello de la razón (ella también se insurrecciona):
no podemos vivir eternamente
rodeados de muertos
y de muerte.
Óscar Hernández no es de los que han corrido a esconderse tras la erudición (“encerrarse cobardemente en un texto”), todo en él es solidario, como en algunos otros poetas nuestros. La vida no nos llega hecha, hay que pasarla por la carne, las ganas, la voluntad, la propia sangre. Como una espina enterrada. Tenemos que enseñarnos a nosotros mismos. Dura es esta honradez. Y alta. Amar es más que enamorarse, y va más lejos, más hondo. Sobre todo esto nos han mentido. Óscar Hernández es un tejedor, que no teje sino que desata, desata prejuicios, equívocos, tristes conveniencias enquistadas en el miedo, ese miedo de cada día que es el cielo y el sueño de aquellos a quienes llevan del cabestro, con argolla de oro. Óscar ata o desata lo que nos hace ajenos a nuestros semejantes, que no lo son tanto. Ni siquiera sabemos quiénes son. Hay demasiada crueldad, demasiado frío; cifras del avaro. Se levantan los hombros ante lo que debiéramos inclinarnos. La sombra de unas monedas en la mano amaestrada. Somos dóciles a la estulticia. Fáciles. Lo difícil es apartarse del rebaño, abandonarse a la intemperie, y a la gentileza.
Para propagar la terrible especie humana Dios creó la pareja, y también al asesino, dice Óscar Hernández con voz muy vieja; Dios creó la luz, y el hombre inventó las sombras, y la ceguera; fue entonces cuando nos olvidó… para siempre.
El mundo, nuestro mundo, esa fiesta oscura y acezante; la vida, nuestra vida, ese barro apretado entre las manos, entre las manos rotas de una mujer y de un hombre, ese poco de fango entre el lino y las preguntas. Y sin embargo Óscar nos dice: “la felicidad es tan abundante”.
Antes de nuestra poesía “urbana”, antes de nuestra poesía “contestataria”, Óscar Hernández descendió del fingido Olimpo hasta nuestras vidas, hasta el gozo y las miserias de cada día, hasta el agua clara del alma clara, y hasta el bocado amargo. Él ha respondido con ternura —y con sarcasmo— a una civilización que desvaría; con humor y maltrecha ironía, ante tan afrentosa grandeza contra aquel pobre hombre que salió un día a la luz, para alejarse, con su hambre y su furia, con la caricia y la locura, con el brillo en sus ojos, seguido de las sombras.
Óscar Hernández ha escrito su poesía desde abajo, despojada, con toda la altivez y la dignidad hoy perdidas. Una poesía que señala, reflexiona, se ríe, que camina por el desamparo y nos abraza, que todo lo nombra, el horror y el llanto (sin asco, con amor), una poesía que acompaña y denuncia, que hiere y sana, dulce y agria, sin miedo… Una poesía no derrotada, con la serenidad y la lucidez de los condenados, que, ya sabemos, no mienten; pero Óscar no habla solo, para sí mismo, sino que nos habla a nosotros, con solidaridad, por el horror y el amor que aún nos esperan.