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Nostalgia de la luz
Ingrid Bringas
Universidad Autónoma de Nuevo León,
Monterrey, 2016.

Por Erick Vázquez
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No. 96 / Febrero 2017



¿Qué función cumple la poesía en nuestro tiempo? Es una pregunta que usualmente no me hago, mucho menos al leerla, pero que me ha sido ineludible en el caso de Ingrid Bringas y tratándose de un público a quien presento un libro que no ha leído. Me da un poco de vergüenza que sea así porque se trata de una descortesía y de un riesgo superfluos: abrir planteando esta cuestión puede abrir también la posibilidad de juzgar que la poesía no sirve para nada, y de pensar que lo que sirve para nada es innecesario, ambas conclusiones falsas y estrictamente inconexas.

La función de la poesía es algo que recordé en el caso de Ingrid, el cual resulta muy peculiar entre los poetas que nos son contemporáneos porque y no que eso, insisto, le añada o le quite nada a la calidad de su trabajo su obra sí cumple una especie de tarea, una que nos es muy fácil de detectar en estos días, en nuestros cuerpos, en esta ciudad, que habitamos con ella. Se trata de la letanía. Tal vez por mi fuerte raigambre católica haya sido que inmediatamente me percaté de un distinguido eco litúrgico. La letanía tiene, dentro de la liturgia, la función de incorporar la fe, de darle un sentido presente, de actualizar el poder de una creencia mediante el poder de la palabra y su ritmo: Creo en un solo Dios, creador del Cielo y de la Tierra, de todo lo visible y lo invisible/ Creo… Pero, claro, basta leer un poema de Ingrid para que inmediatamente salte a la vista que aquí no se trata de religión, y por el contrario sí de una cierta fragilidad, la fragilidad de un animal peligroso y herido, una experiencia de soledad irredimible. "Cul de sac":

créele a las voces de tu cabeza ellas te dirán que el amor es una
bolsa
de basura
créele a los pájaros mojados de tu boca
vocablo líquido
créele a el océano que no es el destino el que nos abraza

No son entonces exactamente letanías, pero al conservar de dicha práctica la repetición, la insistencia sobre un espíritu sexuado, el cuerpo y la soledad se traduce en un cantar. La estructura de una letanía en ausencia de una fe revela en estos poemas otro sentido de ser, una razón de ser de la experiencia que tiene Ingrid con la poesía y que nos quiere desesperadamente a veces, llena de un amoroso sentido del humor o de un humoroso sentido del amor, otras, compartir. ¿Qué hay entonces en esa abismal ausencia?

Yo no creo en la resurrección de la carne en los himnos de las na-
ciones que recortan las casas de los soldados ahí donde la patria es
la nada
donde la patria es un par de botas
dulce patria la de los animales la de los votos
dulce patria la de los difuntos que silban un toque de queda
yo habito mi carne
yo habito mi cerebro fruto del pudor de los hombres
la música sepulta la resurrección
el agua narra el dolor de las sábanas
el borde
la viva constelación de las mujeres
la carne viva
yo no creo en la resurrección que festeja la sepultura

Son temas recurrentes en Ingrid desde su libro anterior, La Edad de los Salvajes. La ciudad que en nuestro caso, les repito, es una experiencia que vaya que necesitamos pensar esta ciudad de dimensiones cosmopolitas y de alma provincial que se ha encontrado metamorfoseada violentamente en los últimos años. Y el amor, el amor sexual que a la luz de la ciudad refleja unos colores muy extraños. El viejo dicho de la antigua Roma, Magna civitas, magna solitudo (una gran ciudad implica una gran soledad) conserva toda la fuerza de su expresión. El dicho romano se refería naturalmente a que en una gran ciudad la distancia entre los cuerpos era proporcional a la extensión de la urbe. Entre más extensa sea la distribución urbana es mayor el tiempo de traslado para estrecharse entre los cuerpos que se aman. Y efectivamente, el amor del que habla Ingrid es el que se juega en la extrema cercanía de dos cuerpos, pero su idea de la soledad, es decir, del amor, es más profunda que una relación geométrica: "Podemos llamarnos apocalípticos cuando el amor se nos acabe". Esto querría decir que el amor sexual, el amor en el que se consumen dos cuerpos, es en este campo de palabra lo que toma el lugar de una fe, pero curiosamente es también el lugar de su malestar. El amor es lo que verosímilmente hace que valga la pena vivir, y si ahora es una experiencia que en el campo de lo humano está en crisis, se trata sin duda alguna de una de las crisis más importantes de la historia por lo menos occidental y ha venido agriándose, apestando como un animal enfermo en la habitación que dice, cada vez, que la cercanía no será suficiente, que no lograremos ser felices esta vez tampoco, pero que continúa y respira, lento y como sosegado.