No. 97 / Marzo 2017
La obra de Mónica Gontovnik (Barranquilla, 1953) constituye una de las más destacadas y originales de la poesía contemporánea del Caribe colombiano. Desde hace más de 30 años, su voz poética, siempre en construcción, expresa una necesidad de comunicación, de comunión con el otro. La hablante lírica directa y franca, al cuestionarse a sí misma e interpelar a su entorno, hace que volvamos sobre nosotros mismos, incomodándonos a veces, haciéndonos sentir a gusto a ratos, pero sin dejarnos permanecer indiferentes frente a lo que propone. En el poema "Razones" de su primer libro Ojos de ternera (Bogotá: Ediciones Alcaraván, 1979) lo enunciaba así:
[…] porque
qué sería yo
sin una palabra comprometida
atrapada por otro
por otro
por otro ojo:
algo más allá de mí que
se vuelve
mi canto en tus aguas
mi continuación
mi evolución
la cascada esa de vidas
que nada y cae y desemboca y se
calma y nace y nada y cae y
En este diálogo que entabla el texto con sus lectoras y lectores, debemos posicionarnos frente a lo que vamos descubriendo, en un proceso fluido y dialéctico que no cesa. Surge la "palabra comprometida" como un desafío que lanza la hablante, obligándonos a emular su actitud beligerante y hacer que nuestros pensamientos y emociones broten en un torrente vivificante.
Como mujer barranquillera, encontrarme con esta obra fue para mí, en los años noventa, en mi adolescencia, una sorpresa que se convirtió en alegría: descubrir la ciudad habitada por una escritora que se sabía diferente, que hablaba desde la otredad, que no aceptaba las normas heteropatriarcales de este Caribe poscolonial (aunque en ese momento no pudiera nombrarlo de esa forma). Su libro Objeto de deseo (Barranquilla: Ediciones Koré, 1991), ahora lo sé, desde un simbolismo revelador, me ayudó a ir edificando una subjetividad que se aceptaba múltiple, contradictoria, enérgica, deseante, pensante. Esa identidad alterna continúa negándosele a tantas mujeres aún hoy, en estos años de pequeños avances y grandes retrocesos en cuanto a la igualdad de género. La poesía de Mónica Gontovnik tiene el coraje de nombrar a los culpables y denunciar los atropellos que han sufridos los seres humanos por cualquier tipo de régimen opresor (masculinismo, racismo, elitismo u otro) y, al mismo tiempo, nunca asume la posición de víctima inerme; al contrario, es combativa, propone una acción, un movimiento positivo y vital.
Ello se evidencia, por ejemplo, en "El buzo" (pág. 6), poema que expone una situación que sigue siendo la regla y no la excepción:
Se refleja el mar en tus ojos.
[…]
Bajas al agua fría y profunda mientras sueñas
que tus pulmones se convierten en agallas.
[…]Los pájaros dentro del agua te hablan del silencio.
Por eso, cuando yo abro mi boca, no ves sino burbujas.
El musgo ha logrado suavizar mi piel de roca.
Los guantes que usas para protegerte de los corales
también te alejan de mi dulce sabor sumergido.
[…]
El resplandor y una brisa cálida, ciega,
te devuelve a una superficie áspera.
Allí todos ahogamos los gritos
que los peces no logran emitir.
La hablante lírica desenmascara al oyente lírico y denuncia que éste la obliga a callar. Se revela la imposibilidad de diálogo con ese que no escucha, que no quiere probar nada nuevo pues está a gusto en esa zona de comodidad —el mar frío profundo—. En estas condiciones de desigualdad, no hay encuentro viable con el otro, el subalterno (Gayatri Spivak, ¿Puede hablar el subalterno?, 1985), que no puede transmitir su sabor. El poema finaliza con la revelación de la verdad: en esa situación de incomunicación finalmente todos perdemos y sólo nos queda la rabia y la frustración.
Luego de años, de estudios, de viajes, experiencias y feminismos, he vuelto a encontrar la obra de Gontovnik. La relación que entablo ahora con estos textos es diferente pero de igual manera provechosa y gozosa. Su poesía suscita cuestionamientos que siguen teniendo que ver con el lugar del otro. Esta alteridad representa al lector, pero, al mismo tiempo, a ella misma. Así que surge la pregunta: ¿Qué tienen sus escritos que decirles a las mujeres y hombres del siglo XXI colombiano y latinoamericano?
La experiencia de vida de la autora la ha llevado a una particular forma de concebir al ser humano como corporeizado o incardinado (Rosi Braidotti, Feminismo, diferencia sexual y subjetividad nómade, 2004). Bailarina y coreógrafa, fundó en 1982 el grupo Koré Danza-Teatro, es también doctora en Estudios Interdisciplinarios en Arte de la Universidad de Ohio, su poesía habla siempre desde un saber que parte del cuerpo y que, por tanto, es cambiante. En su visión de mundo no hay jerarquías ni privilegios entre la mente y la carne; de hecho, no hay escisión alguna entre ellas sino una afirmación rotunda de que pensamos a través de nuestros sentidos y sentimos a través de nuestra mente, que no es otra cosa que nuestro espíritu.
Mónica Gontovnik reaparece después de quince años con su séptima publicación, Shir (Canto en el umbral).
El libro reúne las últimas producciones, algunas de ellas ya divulgadas en revistas. Su título propone un juego intertextual con la escritora mexicana Rosario Castellanos (1925-1974) y su poema "Meditación en el umbral":
No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila
la visita del ángel con el venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
[…]
Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.
Como vemos, la preocupación por la otredad continúa siendo una obsesión. Gontovnik, como artista integral, está desde siempre reescribiendo una y otra vez el mismo poema, dándole vueltas al mismo tema, acomodando palabras, imágenes e ideas que nunca logran transmitir la complejidad del pensamiento que no se detiene, que está en eterno movimiento dancístico: esta es la frustración y la dicha de todo poeta.
Ahora bien, los creadores nos hablan desde un umbral: podríamos decir que el texto lírico es una llave que nos brindan para abrir una puerta, la que requerimos para ahondar en nuestra identidad. El umbral es un lugar intermedio o, si se quiere, un no lugar: se trata de un espacio de posibilidades, de experimentación y cambio. Al igual que Castellanos, Gontovnik nos invita a entrar, a averiguar qué hay detrás de la puerta, nos convida a intentar ser otras/otros más libres, aquí en este mundo, no en el más allá.
El título del libro juega también con las relaciones que teje con otro tipo de textos o discursos: shir significa en hebreo oración o bendición; remite a la idea de rezo o plegaria, que se asocia con las de invocación o canto. Recordemos que la recopilación de cantos más conocida en nuestra cultura, herencia de la tradición judaica, es el Shir Hashirim o Cantar de los cantares. Así, el conjunto de poemas, al ser editados con este nombre, adquiere una nueva significación: la poesía surge como un ejercicio espiritual en el que la hablante lírica se comunica con lo sagrado, que paradójicamente a veces puede ser muy terrenal y cotidiano.
Cada poema del libro ha sido bautizado con una palabra que remite a una bendición o plegaria de la tradición judía. Como en toda la poesía de Gontovnik, nos hallamos frente a textos que permiten una amplia interpretación. Cada frase insinúa analogías y contradicciones que se suceden dejando el gusto de un entendimiento profundo pero fugaz. Estas epifanías pueden llevar a quien lee a la anagnórisis, al reconocimiento de su propia identidad.
El libro comienza con un poema que traza un vínculo con el principio y origen, pues lleva por título "Adama", que significa tierra en hebreo, palabra de la que deriva Adán, el primer hombre, hecho de arcilla, de polvo. La expresión hace referencia a la oración con la que bendecimos la comida, los frutos de la tierra, antes de ser consumidos. El texto juega con las palabras profeta/poeta y nos recuerda que en el vate —mediador entre lo humano y lo divino— se combina la idea de la adivinación y el canto. Así que desde la apertura, los versos se presentan como ambiguos y podría decirse que irónicos. Al comienzo parece que se elogiara a Moisés al decir que no es un profeta sino un poeta, alguien que "decide mantenerse en el exilio / morir en el desierto / quemarse con las palabras […] / saberse elegido". Pero enseguida hay un cambio: se lo acusa de ser "confesor tirano maestro interlocutor / directo / de aquello que no puede ser dicho". Parece que la hablante lírica le reprochara a Moisés su silencio, su secreto con la divinidad. Aparece entonces la figura de Miriam, la "hermana discreta", la verdadera profeta-poeta porque ella sí habla a través de su baile alegre: no puede ser tirana aquella que danza con los pies desnudos tocando el fuego "en la zarza" que nace del barro de Adán. Finalmente comprendemos el verdadero regalo de la tierra.
Esta obertura deja sentado el tono binario del poemario, entre el comentario mordaz y el sensible homenaje, entre la rabiosa denuncia y la paz de la meditación: nuevamente el umbral, la frontera. En "Asurim", por ejemplo, la hablante lírica se mueve en una soledad que desea y odia: está en su casa, ordenada y pulcra, que poco a poco se convierte en prisión. Entonces es necesario llegar hasta esa entrada que es salida y atravesarla:
Una camina suavemente
por pisos limpios
que exigen orden
y suplica
a los pies descalzos
que den un paso más allá de la puerta.
La decepción llega cuando se da cuenta de que esa ansiada libertad no es más que un engaño, porque del otro lado encontrará otro encierro: una vida repetitiva, un trabajo quizás, sin horizontes.
La idea del afuera como locus terriblis vuelve en el poema "Berahta". La ciudad es descrita como violenta, en ella los carros aplastan a las palomas, que simbolizan las preguntas ansiosas hechas por la enunciante. Esa ciudad de "balas perdidas / entre las gargantas de los pequeños / que jugaban / en los antejardines / de su propia infancia" es un ejemplo del país poblado de "seres sin vuelo" y de "burlones halcones rapaces". Afortunadamente la hablante tiene su casa, un refugio que ha armado "a dentelladas". Ese "espacio libre" podría entenderse también como un umbral, un pasaje que le permite comunicarse con los otros, sin perder una identidad construida difícilmente, con cada batalla.
Pero también hay textos esperanzadores, como "Lejadlik" o "Makom". El primero hace referencia al ritual del Sabbat —séptimo día de la semana, sagrado para la comunidad judía— de encender dos velas 18 minutos antes de la puesta del sol. Además de este significado, los versos hablan de la posibilidad de unión entre los seres humanos, de la solidaridad que se expresa a través del acto común de prender una luz y "tocar todas las otras manos", cantar "al unísono" y perpetuar "el mandato de la consciencia". Así, Gontovnik extiende el sentido restringido de una ceremonia que pertenece a una colectividad específica, volviéndolo comprensible para todos y, más que eso, necesario. Cuando el poema menciona, por ejemplo, a "las tierras que nunca nos pertenecen", comprendemos que se trata de la diáspora judía, pero también lo relacionamos con Colombia, a causa del conflicto armado y de la injusta posesión de bienes.
Finalmente, conectamos asimismo esta imagen con la de cualquier ser humano marginado en busca de la "tierra prometida", de un lugar donde poder ser libre y desarrollarse en paz.
El poema "Makom" presenta imágenes de la naturaleza y las estaciones que dan lugar a la emoción y a la reflexión, a la manera de un haikú. Pequeñas acciones como ver el atardecer, contar las ardillas o "ayudar a los pájaros a rearmar sus nidos", hacen de la hablante lírica, más que una observadora, una suerte de diosa o ninfa que anima el lugar que la circunda. Esta deidad presagia, sabe, tiene la certeza de que habrá un futuro para los seres humanos, que seguirán dejando "huellas / sobre la nieve". Pero de la misma manera, sabe que ella, como individuo, ya no estará allí mañana, que el paso por el mundo de cada uno de nosotros es efímero y frágil, como esa "rama [que] se quebrará" en el invierno. Este pensamiento no deja, sin embargo, miedo ni amargura, sino la serenidad de ser consciente del ciclo de la vida y la muerte.
Shir deja pues a sus lectoras y lectores con la tranquilidad de saber que el camino ha sido bien recorrido: el de Mónica Gontovnik como poeta, y el nuestro como cómplices de esta aventura literaria. Pero la quietud, lejos de relacionarse con la inercia, viene acompañada de una fuerte motivación a la acción continua. Aguardaremos expectantes el próximo movimiento que daremos juntos, acompañados por sus palabras.