No. 97 / Marzo 2017
José María Espinasa es mayormente conocido como ensayista, crítico de literatura y de cine, como editor de suplementos y de libros, y como promotor de actividades culturales. El prestigio de que goza en todos estos campos es más que merecido, sin duda, pero es quizá también motivo de que luzca menos una faceta suya que se encuentra detrás de todas las anteriores y les da unidad y sentido: la de poeta. Porque es la irradiación de la poesía lo que impulsa hacia afuera todo lo demás, aun al precio de quedarse ella misma como en la sombra, en lo más oscuro y recogido.
Leyendo la poesía de Espinasa tiene uno la impresión de recorrer un tramo de la historia poética del español. Especialmente el último, es cierto, pero sobre todo en la vertiente en que los modernos (Alberti, García Lorca, Gorostiza) echaron mano de las formas tradicionales. La poesía de Espinasa avanza —como la poesía española misma— desde una voz inocente y fresca, de ritmo corto y popular, hacia formas más elaboradas y "librescas", pero —también como ella— sabe remansarse y volver sobre sí misma para recuperar la antigua transparencia. No se trata, claro, de que la poesía española o Espinasa recuperen la inocencia perdida deshaciendo el camino andado (es decir, dando marcha atrás) sino de todo lo contrario: la alcanzan de nuevo. Después de todo, la inocencia no es aquello que dejamos atrás sino aquello que dejamos adelante, para cuando la madurez nos haya enseñado a merecerla... Por eso quizá debí decir que la primera poesía es inocente y la segunda es, en cambio, pura. Porque la inocencia es gratuita, es un don. No se da por mérito ninguno y nadie de veras la merece. No es algo que pueda ganarse. En ese sentido, los niños son inocentes, más que puros. La pureza, en cambio, es asunto de gente madura; una especie de inocencia segunda que se gana con tiempo y con esfuerzo, y que no dejará que se haga viejo quien no se haya hecho al mismo tiempo sabio. Por eso "la madurez lo es todo", como le dice el joven Edgar a su anciano padre en El rey Lear…
Creo que en este momento la poesía de Espinasa se está alcanzando a sí misma. Se halla en uno de esos raros momentos en que el final de una obra se toca con su principio. Un buen momento para el remanso y la recolección, sobre todo si ya se ha comenzado "otra cosa" —como parece ser el caso, a juzgar por un poema de largo aliento del que Espinasa leyó un fragmento hace unos meses, en un aniversario de la revista Estudios. Un buen momento, sí, maduro y en sazón. Mejor, a mi modo de ver, que el que lo llevó a reunir sus poemas en el primer Piélago (2009), pues ahí faltaban su último libro (Al sesgo de su vuelo, 2009) y el primero (Son de cartón, 1978). Es pues como si el más reciente le acercara el más antiguo, como si le tendiera la mano y lo sacara a flote, como si reconociera en él su origen, es decir, su destino. Y viceversa: Son del corazón reconoce a El sesgo de su vuelo como su destino; esto es, como su origen. Uniendo su principio y su final —como quería Pitágoras que hiciera quien deseara ser feliz, y Alcmeón proponía a quien no deseara morir—, el poeta se reconoce: es el que fue. Pero esta suerte de anagnórisis no se da —una vez más—en términos meramente metafísicos sino que encarna en la forma misma de sus poemas, en su materia y su materialidad. En ambos libros, por ejemplo (en todos sus libros, en realidad), hay una voluntad de escenificación: algo pasa en actos sucesivos —actos teatrales, por eso—, y eso que pasa se recoge en poemas seriados. Poemas: actos. Ahí hay personajes, y hay historias. La de un marino que se hace a la mar para descubrir… ¿América? No: la tierra, la tierra firme ("Siglo XV", de Son de cartón); o la de un actor que prueba que lo ridículo en el teatro no es la actuación, el fingimiento (porque en el teatro verdadero todo es real), sino el público, esa cosa impúdica y absurda ("El actor de teatro", de Al sesgo de su vuelo).
Pero estos actos que escenifica Espinasa no se suceden casi nunca de manera discreta sino que por lo común se empalman. Retomando el hilo del anterior, cada nuevo acto empieza mirando lo que mostró su precedente. Hay en eso, por supuesto, una especie de repetición; o, mejor dicho, una especie de relevo. Lo que una escena toma de otra no se presenta nunca como algo inédito o como simple novedad sino siempre como antecedente. No hay pues una negación del tiempo, del pasado, sino todo lo contrario. Lo que el poeta hace es volver a mirar. Y vuelve a mirar en los dos sentidos de la frase: mira otra vez, regresa para mirar.
Éste es uno de los rasgos que mejor distinguen a Espinasa de sus maestros más inmediatos (los poetas de la Generación del 27, los de Contemporáneos), que habrían dicho lo que Cernuda: "He venido para ver" y "guardad los labios por si vuelvo". No, Espinasa no viene: él vuelve (se vuelve) para mirar. Y en los labios que en efecto le han guardado encuentra otra vez la sal, siempre la sal, aunque a él le dé por celebrarla, como celebra las cosas nimias y de aparente intrascendencia… En eso reside su ironía; una ironía que no es escarnio sino casi lo opuesto: una especie de humildad, a la vez resignada y festiva, como aquella con que celebra su triunfo quien no llega a la meta en primer lugar sino en segundo, o en tercero; o la de quien, de plano, celebra el simple hecho de llegar. Quiero decir, de volver; de llegar detrás, detrás incluso de sí mismo (que es otra manera de haber llegado delante)…
Espinasa no reniega de su tradición (por eso lo tiene sin cuidado no ser el primero en llegar a ninguna meta), pero tampoco hace de ella un fetiche, algo que se venera y no se toca. No, él se siente dentro de su tradición como se siente uno en medio de su lengua, que es lo más íntimo y secreto que puede tener un hombre, y a la vez lo más público y expuesto. Por eso, quizá, la novedad de su poesía ha sido tan mal entendida: porque es novedad de veras, novedad sin fetichismo. Espinasa no hace tabú de su tradición, como hacen los vanguardistas de toda laya, ni pretende como ellos hacer de cuenta que nada lo precede. Sabe lo que Carl Sagan: "Si quieres hacer un pay de manzana desde cero, primero tienes que inventar el universo". No, él no. Espinasa empieza con el universo ya empezado. Le interesa lo físico, lo concreto, lo palpable, el cuerpo; no el vacío metafísico. O sí, también el vacío metafísico, pero visto con los ojos mundanos del poeta, no con los ojos despojados del metafísico. Y si se detiene a mirar el vacío es con la misma mirada con que ve el universo palpable de los cuerpos materiales, el universo de Cuerpos (1993). Se detiene. Se vuelve. Vuelve a mirarlo. Le presta esa clase de atención que no tiene quien sólo lo ve una vez, a la pasada. Y mirarlo le da qué pensar… Porque no teme pensar. Su repudio a la mirada metafísica no es un repudio al pensamiento, mucho menos a la imaginación, y ni siquiera a la metafísica misma. Es a la mirada anónima, descarnada, desencarnada, a lo que él le huye. Por eso cuando piensa —y piensa mucho—, piensa con el cuerpo, y en el cuerpo… "Pero el cuerpo —dice— nos lleva a ignorarlo"…
Esta declaración es típica de Espinasa, quizá porque entraña una paradoja capital. Cuando el cuerpo siente un placer o un dolor intensos, cierra los ojos; es decir, cierra las ventanas que dan al exterior. Y entonces se fía, no ya a la consciencia de sí sino, más propiamente, a la cenestesia. Así, no es que el cuerpo se ignore a sí mismo; es que obliga a la consciencia, desplazada por la cenestesia, a dejar de verlo y a ignorarlo, "dejando su cuidado […] olvidado". En ese trance, el cuerpo ya no es para sí un ser arrojado al mundo —como diría Heidegger— sino un mundo él mismo; un mundo íntimo, oculto, inmanente (quizás incluso sagrado, aunque sin devoción y sin rito). Un mundo entero, sí, pero cerrado, cifrado, arcano y mudo, al que viola y pervierte cualquier intromisión del exterior. Por eso dice Espinasa que la mirada acuchilla, que los nombres traicionan lo nombrado, que la inteligencia degrada lo pensado. Esto es sin duda verdad. Pero también lo es que lo abren, lo ofrecen a la comunidad y a la comunicación; lo entregan a las palabras, al mundo del sentido y a la luz pública. Si esto significa que lo depositan en la piedra de sacrificios, también significa que lo dan al culto, al tiempo y la esperanza, a la especulación y el pensamiento. Sin esto, el cuerpo no sabría que su mundo es íntimo, propio y cerrado, porque no conocería otro mundo, abierto y ajeno. No sabría que hay afuera otros cuerpos. No conocería el amor, ni sus otros placeres y sus otros dolores. No sentiría pasión, ni odio, ni curiosidad… De ese cuerpo podría decir Espinasa lo que López Velarde dijo de su corazón: "Mi corazón, leal, se amerita en la sombra. / Yo lo sacara al día, como lengua de fuego / que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz […] / Mi corazón, leal, se amerita en la sombra. / Placer, amor, dolor, todo le es ultraje […] Yo me lo arrancaría / para llevarlo en triunfo a conocer el día"…
El día, para Espinasa, es todo júbilo y color, fantasía y jolgorio, un cuento de hadas. Pero nunca olvida que si su corazón ve la luz del sol es sólo porque se lo ha arrancado del pecho con la aguda obsidiana de sus propios ojos. No por eso se vuelve sombrío. Lo sombrío es gris en medio de la luz, y la poesía de Espinasa es negra en la noche y clara en el día. Ella no habita la penumbra ni es amiga del lubricán. Tiene un ojo vuelto al día y el otro vuelto a la noche (ojos vueltos: virados hacia algún sitio, de vuelta de otra parte)… Por eso los libros que componen este libro forman una paradoja extraña, un matrimonio entre el cuento de hadas y el reporte forense. Son un piélago en la acepción que remite a la distante extensión del mar, pero también en la que sugiere un montón de cosas difíciles de distinguir y enumerar… Un piélago que se desdobla en archi-piélago. De un lado, la lisa extensión del mar, misteriosa como la piel de la amada; del otro, los fragmentos dispersos de un rompecabezas que no sabemos qué dibujaría si pudiésemos armarlo. Quizás el rostro de la amada, aunque de él sólo vislumbremos unos pocos gestos dispersos en el tiempo —por más que Espinasa mire en todos ellos una misma cosa, como sugiere el título de un libro suyo: El gesto disperso (1994).
Es cierto que la poesía de Espinasa aspira a ser canto —como dice la contraportada de Al sesgo de su vuelo—, pero canto a la manera brevísima y ritual del conjuro o la adivinanza. Lo que sus versos enuncian, más que forma, es rito: el anuncio de que aquí tratamos con el mundo caprichoso de las hadas; ese mundo minúsculo en el que todo se agiganta y los detalles más nimios se vuelven un misterio inmenso —o debiera mejor decir: un problema inmenso, un acertijo. Porque el poeta mira las cosas de ese mundo como un camaleón: poniendo un ojo aquí y el otro allá. Con un ojo mira las cosas como un enigma, desde dentro, y todo lo ve gigante; con el otro —que es un ojo gigante— escudriña el mundo desde lejos, y todo lo ve pequeño, como a través de un microscopio. En esa doble visión radica la dificultad de sus poemas, pero también su riqueza. Los personajes que elige Espinasa para componer sus escenas (la sirena, el camaleón, el arquero, etc.) son a la vez interesantes para la mente y misteriosos para el alma. Seres fantásticos que él mira como emblemas y arquetipos, pero también como especímenes que el ojo de la ciencia ha disecado. Espinasa ve con el ojo de Alicia, no con el de Caperucita. Aunque está dentro, y bien dentro, no pertenece del todo a ese mundo, y lo mira con distancia. Los poemas sobre la sirena, por ejemplo, son en efecto sobre la sirena, pero en ellos la sirena es también un instrumento para ver algo más, eso que se escapa de la sirena cuando la vemos, porque la vemos. Y así dice: cuando la sirena canta, "lo que se escucha / es la parte que no se ve, / sólo se intuye". Esa parte invisible es la que sobrevive a la disección. La parte visible no, pues "el vaho en el cristal del ojo / no mira sino que acuchilla". El dilema central de esta poesía es pues uno que comparten el hada ancestral y el científico moderno —un dilema, más que metafísico, poético—: "Al mirar el mundo lo transformo. ¿Cómo entonces verlo sin mi mirada?".
Quizá por algo así se dice que Homero era ciego, porque en su mirada no hay ni un yo ni un juez que alteren o sometan a juicio lo mirado. Pero esa mirada sin persona, esa mirada objetiva ¿no sería la mirada del objeto, la mirada de la cosa? Una mirada imposible, al menos para quien no sepa mirar, como Homero, con ojos ciegos. En cualquier caso, la ceguera que ve (la videncia de Homero) es un don, un regalo de los dioses. Nada de eso hay en los libros de Espinasa. En ellos lo que hay es una inmensa voluntad de arrancarse los ojos, como la de Edipo; un metódico desarreglo de los sentidos, como el de Rimbaud en su infierno... Un microscopio para destazar hadas… con el ojo izquierdo; y un gran angular para mirarse uno mismo cometiendo el crimen de mirarla… con el ojo derecho, ése que está oyéndola cantar… Y todo eso dicho, si no siempre con sencillez, sí con más y más sencillez a medida que uno avanza por los libros. Con más y más sencillez y como quien no quiere la cosa, pero no con menos agudeza: "Las sirenas / se pintan los labios, / se pintan los ojos, / se pintan la cola, / se pintan el alma. / ¿Quién les toma la foto?"… Todos hacemos eso: le tomamos la foto a la sirena, le robamos el alma. Pero el poeta además lo confiesa: sólo puede atisbar a la sirena un mínimo instante (¿o en realidad sólo la intuye?), pues al mirarla la mata.
"Matamos aquello que amamos", decía Oscar Wilde. La poesía de Espinasa parece precisar aún más ese punto y decirnos que no lo hacemos inocentemente, que no lo hacemos sin querer. De ahí esa contigüidad del amor y la muerte que en sus poemas se presenta como un mundo de hadas que a veces es un rastro, un matadero... A veces una cosa y a veces otra. Nunca las dos mezcladamente. Espinasa es afirmativo, asertivo, sin muchas medias tintas ni mucha ambigüedad. Puede afirmar una cosa y luego la contraria, pero no las dos al mismo tiempo. El camaleón que lo posee mira con un ojo la medianoche y con el otro el mediodía. Y por eso es justamente la penumbra lo que mejor define el asunto de su poesía. No sus temas: su asunto. Porque lo que esa poesía no dice, sino que sólo lo señala o lo insinúa, nos deja sospechar que es la tarde, el ocaso, lo que arde en el fondo de su alma y la calienta. Es lo que no escribe lo que hace manar el agua de su pozo: la vacilación, la duda, el juicio… ¿Lo sabe él mismo, y no lo declara? Lo sabe, sí, y lo declara, aunque sólo "al sesgo", en esos aforismos —por ejemplo— que colocó "A manera de prólogo" en Piélago… Aforismos; es decir, una forma de pensamiento que está a caballo entre la poesía y la filosofía, lo íntimo y lo público, el diario y el periódico, la luz y la oscuridad, el convencimiento racional y la pura seducción… Aforismos a manera de prólogo; es decir, a modo de explicación o explicitación, de justificación inicial. En cualquier caso, colocados al mero comienzo, antecediendo a los poemas… Ahí reside el punto más serio de la poesía de Espinasa; un punto en el que el poeta sabe, como el arquero, que el último blanco, el blanco verdadero, es él mismo; y él sin despojo de sujeto y de valores; él en cuanto persona, no en cuanto cosa; con sus palabras y su vida; él entero y de cuerpo presente en la piedra de sacrificios, que es la de todo aquello que, siendo pura materia, se abre al mundo:
A lo lejos
el lugar al que la flecha
no llegará nunca.
El arquero lo sabe
y mira al cielo,
la flecha vertical
apunta a la injusticia.
A esa flecha, él,
él mismo, se ofrece
como blanco.