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Por Francisco Segovia |
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No. 101 / Julio-Agosto 2017
El susurro de las cosas
Me ocurre que, cuando pienso en las cosas, las cosas están quietas en mi pensamiento. Pienso bicicleta, por ejemplo, y la bicicleta está ahí, en mi mente, en una especie de reposo eterno. No es que ignore, mientras pienso, que las bicicletas ruedan y son veloces, pero la bicicleta que estoy pensando no cruza por mi cabeza a toda velocidad, como cruzaría por mi vista en el mundo real. Esto es así, quizá, porque mi pensamiento evoca los objetos del mundo real nombrándolos, más que imaginándolos, de suerte que en mi mente no aparece su imagen sino su significado. No es que ignore que forma parte del significado de bicicleta el de poder correr a toda velocidad, pero ese poder es algo que está en mí en potencia, no en acto... Mi mente es ese lugar "donde la rosa no es ya / sino el nombre sin rosa de la rosa", como decía Gilberto Owen. Y no recuerdo ya si fue él mismo, o Xavier Villaurrutia, quien añadió que el nombre de la rosa no tiene olor… ¿Cosas de poetas?... Tal vez... Yo no sé si todos evocamos las cosas del mismo modo, pero tal parece que no. Hasta donde entiendo lo que dicen los psicólogos, los neurólogos y hasta la mayoría de mis amigos, hay gente que "ve" los objetos con el ojo de la mente; es decir, que se los representa mentalmente como una imagen, como una fotografía del objeto real. A mí esto no me parece inconcebible, pues entiendo que los sordomudos de nacimiento sueñan —y que en ese sentido se representan las cosas sin echar mano de las palabras—; no me sorprende, digo, pero lo encuentro muy lejos de mi experiencia personal. Y supongo que así lo ha de encontrar también Carmen Villoro, porque en sus poemas hay siempre como un esfuerzo de las cosas por arrancar… por arrancarse de la inmovilidad de la figura, de la definición del diccionario, de la fotografía mental. Están primero quietas, como dormidas en su evocación, y luego, poco a poco, comienzan a moverse, a palpitar, como si las animara la primera luz de la mañana, como si amanecieran al movimiento, a la utilidad, al verbo de la oración donde aparecen, a la significación misma… Escuchen por ejemplo este poema, que dice:
Es la primera hora del día; es temprano, en la mañana; la luz del sol acaba de cruzar por la ventana, oblicua y ámbar, y se cuela por los barrotes de la ventana para iluminar poco a poco la habitación. Es la hora del Jugo de naranja, cuando las cosas salen de su aterimiento y empiezan a moverse (las que se mueven) o a quedarse vivazmente quietas (las que no se mueven)…
En esto, creo, se distinguen los poemas en prosa de Carmen Villoro de los de otro atento observador de las cosas, Fabio Morábito. En su Caja de herramientas, Morábito medita también sobre las cosas, pero su meditación ahonda en el reposo de las cosas (por más que no ignore su movimiento) y se detiene ahí donde las cosas arrancan. No sé si me explico: Morábito sabe, desde luego, como yo, que las cosas se mueven, que son útiles, y medita en ello con calma y brillantez, pero ese movimiento parece estar más en su saber que en el mundo donde las cosas se mueven y, sobre todo, donde nos mueven y conmueven. Por decirlo de algún modo, las cosas de Morábito habitan en su pensamiento, mientras que las de Villoro se rebullen frente a sus ojos, en el mundo que se ve, más que en el mundo que se piensa. Las reflexiones de Morábito van a la esencia, al nombre de lo evocado, y miran su utilidad de la misma manera en que se mira su esencia; es decir, mirando en reposo no solo el significado sino aun la utilidad. De ahí extrae él una imagen nítida del hombre y de su relación con los objetos… A Carmen Villoro, en cambio, le interesa el movimiento de las cosas en cuanto motivo de una animación del alma —si vale decir esto—; le interesa lo que anima al ánimo, al ánima, al alma de las personas. Sus cosas son siempre, de algún modo, recipientes o metáforas de las emociones humanas. Por eso, quizá, muy a menudo comienza sus poemas con una declaración de identidad entre dos cosas (tal cosa es tal otra), para luego considerar que esa identidad es una metáfora y sacar de ella todo el partido posible. He aquí algunos ejemplos: "Una llave es una palabra mágica" (y por eso, a solas, habla en secreto, aunque, al juntarse con otras llaves, cante), "La muerte es un licor" (cuando te lo terminas, la muerte te mira desde esa especie de ojo que es el fondo de un vaso vacío), "La mecedora es una silla siempre a la deriva" (y por esto puede estar al principio de una vida, meciendo al bebé que su madre amamanta, pero también al final, meciendo a la vieja que teje sus recuerdos sentada en ella), "El salero es una pequeña mezquita de cristal" (y a través de ella la luz sazona las mil y una noches de esta vida nuestra), etcétera.
No es pues que a Villoro le falte la inteligencia analítica de Morábito, como no le falta a Morábito la sensibilidad de ella; es que cada uno prefiere subrayar estilísticamente una de las dos cosas. Dicho de otro modo, no es que ella no tenga un "método poético" como el de Morábito; es, simplemente, que en ella el procedimiento es evidente e inicial y casi nunca ocupa el centro del escenario. Sin embargo, a veces lo hace, y eso nos permite verla en el ejercicio de ese procedimiento. Por ejemplo, en un poema donde dice:
Uno podría usar este ejemplo para mostrar cómo se desdoblan lógicamente las metáforas en la cabeza de un poeta: si la oreja tiene un caracol (un caracol marino, un caracol donde suena un susurro), y la oreja se posa en la almohada como los caracoles en el mar, entonces la almohada es el mar; pero, además, como la oreja se posa en la almohada para dormir, entonces el caracol es el punto donde se oye el rumor del sueño, la membrana que permite la ósmosis entre quien duerme y ese tesoro de susurros (de sueños) que es el mar...
Digo que esta secuencia de ideas constituye un procedimiento porque es casi inevitable que, dadas las mismas premisas, encontremos el mismo resultado... O casi... A Xavier Villaurrutia, por ejemplo, se le ocurrieron esas mismas premisas en un poema titulado "Nocturno amor", aunque él acabó escribiendo algo muy distinto. Dice él: "y maldigo el rumor que inunda el laberinto de tu oreja sobre la almohada de espuma"... Lo más notable aquí es que Villaurrutia nos deja sentir al mar en toda su potencia sin siquiera mencionarlo, sin pronunciar la palabra mar. Con todo, en su caso parece haber una sustitución: el caracol de la oreja es remplazado por el laberinto de la oreja, y, aunque lo inunda, el mar se queda en solo espuma (espuma de almohada)... ¿Por qué las diferencias? Porque a Villaurrutia le importa maldecir la reserva en que se queda el sueño de su amante, irremediablemente oculto para él, mientras que a Villoro le importa resaltar la sabiduría del mar, que es quien guarda todos los sueños. Esto apunta a algo más profundo y radical: mientras que en Villaurrutia es el mar quien le susurra al que duerme eso que luego él dirá que son sus sueños, en Villoro es quien duerme el que le cuenta al mar sus sueños. Esto es un poco extraño, pues implica que se los cuenta susurrando, no con la boca sino... con el oído. Para ella, es el caracol quien le susurra cosas al mar, no el mar quien le susurra cosas a quien duerme... Para Villaurrutia, el mar dispensa sueños, susurrándolos; para Villoro, el mar atesora sueños, escuchándolos...
Sería fácil para mí decir que hay aquí un indicio de la profesión de Carmen Villoro, que además de escribir poemas es psicoanalista, pero supongo que, al decirlo, se interpretaría que, como es psicoanalista, Villoro encuentra la escucha más interesante que el habla, y la verdad es que casi creo lo contrario; es decir, que como siempre le ha parecido más importante escuchar que hablar, y entiende que el oficio del poeta consiste no tanto en decir como en escuchar, a fin de cuentas le interesó el psicoanálisis. El poeta —dice Rilke en sus Sonetos a Orfeo— es quien nos enseña a escuchar. No voy a discutir aquí si lo que escuchamos es divino o es humano. Bien podría ser que la poesía nos enseñara a escuchar "el lenguaje olvidado" de los dioses, o que nos enseñara a escuchar nuestras propias palabras. No importa. El caso es que, para Rilke, la labor del poeta es devolver las palabras a su origen. Si suponemos que ese origen está en los dioses, entonces el poema tendrá algo de ritual, de sacrificial; si suponemos, en cambio, que está en el alma de los hombres, entonces tendrá algo de revelación psíquica. En ambos casos, me parece, el poema es una promesa de sentido —como lo es también, a su manera, el psicoanálisis...
Antes sugerí que, para cumplir esta promesa de sentido, Morábito y Villoro eligen caminos diferentes. Simplificando, esta elección significa que los poemas en prosa de Morábito tienden a ser pequeños ensayos poéticos mientras que los de Villoro se inclinan hacia la fábula. No necesitan recurrir a los dioses de Rilke, y ni siquiera a los mitos, pero no pueden renunciar a presentar su circunstancia como un caso cotidiano, sí, pero ejemplar y, en ese sentido, mítico. Escuchen, para el caso, este poema, en donde la utilidad del utensilio queda como sepultada por su incontenible humanidad:
Digo que estos poemas son como fábulas porque, como todos sabemos, las fábulas suelen hablar de un tiempo en que los animales, las cosas y las personas compartían un mismo mundo… La fábula, es cierto, no se coloca en el tiempo del mito, in illo tempore, al principio de todo, pero hace algo parecido. Si va a retratar la astucia de la zorra, nos cuenta una historia ejemplar para mostrarla. No nos presenta el origen de la astucia sino que nos pone un ejemplo típico en donde se muestran sus rasgos principales. Si el ejemplo gana antonomasia, acaba sirviendo como una explicitación de lo que es la astucia y como nuestro principal medio de evocarla… Así, si una madre quiere explicarle a su hijo qué es la astucia, puede ahorrarse la definición que le ofrece el diccionario (demasiado abstracta, seguramente, para un niño) y mostrársela de bulto, aconteciendo en el relato de la zorra… Así funcionan también los poemas de Jugo de naranja. En ellos las cosas son, están, pero sobre todo son y están aconteciendo. De ahí que los poemas comiencen a menudo, como hemos dicho, con el verbo ser: tal cosa es tal otra. No por nada se dice que ser es un verbo estativo; es decir, que expresa más un estado que una verdadera acción. En este sentido, los poemas de Villoro arrancan declarando el ser de las cosas para luego pasar a mostrarlas en su hacer. Lo que a ella le interesa es mostrarnos cómo las cosas pasan del mero estar de la evocación al estar aconteciendo en la vida y en el ánimo (en el alma) de las personas… Le gusta ese arrancar, ese amanecer de las cosas, cuando el sol es aún niño —y desconfía del cenit racional del sol adulto. Escuchen, a modo de ejemplo, este poema, donde el mundo emerge del caos de la noche al orden de la mañana:
Al principio de este poema, ella camina por las calles, pero el mundo está quieto y pasivo: "El mundo existe" simplemente, dice Villoro. Pero, apenas lo ha dicho, el mundo comienza a acontecer, a actuar: los edificios destellan, los coches susurran y los árboles escurren sus resabios. En esta última oración no solo es notable la aliteración (escurrir resabios) sino también el uso transitivo de verbo escurrir. No se trata aquí de que el agua escurra por los árboles sino de que los árboles escurren agua; los árboles son el sujeto del verbo escurrir, y lo que escurren es agua… O, por poner un ejemplo de uso intransitivo tomado de sus propios poemas, no se trataría aquí de "la armonía que chorrea en gruesos acordes de agua" sino de la armonía que chorrea acordes de agua...
Pero en el párrafo anterior dije que al principio del poema ella camina por las calles, cuando en realidad el poema dice "caminas por la calle". Esto merece siquiera un comentario... Los poemas de Carmen Villoro están redactados como si fueran entradas de un diario personal, y por eso no es del todo extraño que recurran a la segunda persona, como cuando uno hace recuento de sus cosas y se regaña a sí mismo. Por ejemplo, como hice yo en una entrada muy reciente de mi diario, que dice: "Ay, Francisco ¿cómo te atreves a presentar un libro al que nunca podrás hacerle la justicia que merece?"... Segunda persona, pues, con la que uno se habla a sí mismo; segunda persona que es la misma que la primera, como si se desdoblara en ella para mirarse a la distancia... Carmen Villoro echa mano de ella muy a menudo, pero muchas veces lo hace en masculino. Y así dice, por ejemplo, que los árboles son poseedores de cosas "que tú, madrugador, pudiste observar dispersas sobre las calles"; o, mirándose cantar bajo el chorro de la regadera, dice: "eres un barítono improvisado". Sí, un barítono… ¿Podría decirse que en esos casos describe a otro, a un hombre que vive con ella? No lo sé, pero no lo creo. Creo, en cambio, que, mirándose desde fuera, se mira como si fuese otra. Pero tan otra que de hecho es otro. ¿O no es la otredad más otredad si implica al género y, con el género, al sexo? Es como si Carmen Villoro, siendo mujer, adoptara para sí, intacta, la famosa frase de Rimbaud "Yo es otro", pero nos sugiriera a los hombres que la modificáramos para decir algo un poco más radical: "Yo es otra"... No, no es fácil enmendarle la plana a Rimbaud, y menos en eso de la rebeldía y el radicalismo, pero ella lo hace aquí sin grandes aspavientos, así nomás, como quien no quiere la cosa…
¿Como quien no quiere la cosa?... No sé... En los poemas de Carmen Villoro cada cosa es... como quien no quiere la cosa. Se trata casi siempre, como hemos visto, de cosas humildes, cotidianas, a las que les prestamos poca atención. Pero las cosas solo hacen como que no... Porque en realidad ¡claro que quieren la cosa! Por eso Villoro las saca del lugar donde parecían simplemente existir y las pone a actuar, a significar, a cambiarnos el alma... De ese modo humilde nos muestra que las cosas le susurran a ella sus secretos —como se los susurra ella al mar— y que cada cosa no solo sí quiere la cosa sino que las cosas todas la quieren a ella, la aman y se le entregan...
Me ocurre que, cuando pienso en las cosas, las cosas están quietas en mi pensamiento. Pienso bicicleta, por ejemplo, y la bicicleta está ahí, en mi mente, en una especie de reposo eterno. No es que ignore, mientras pienso, que las bicicletas ruedan y son veloces, pero la bicicleta que estoy pensando no cruza por mi cabeza a toda velocidad, como cruzaría por mi vista en el mundo real. Esto es así, quizá, porque mi pensamiento evoca los objetos del mundo real nombrándolos, más que imaginándolos, de suerte que en mi mente no aparece su imagen sino su significado. No es que ignore que forma parte del significado de bicicleta el de poder correr a toda velocidad, pero ese poder es algo que está en mí en potencia, no en acto... Mi mente es ese lugar "donde la rosa no es ya / sino el nombre sin rosa de la rosa", como decía Gilberto Owen. Y no recuerdo ya si fue él mismo, o Xavier Villaurrutia, quien añadió que el nombre de la rosa no tiene olor… ¿Cosas de poetas?... Tal vez... Yo no sé si todos evocamos las cosas del mismo modo, pero tal parece que no. Hasta donde entiendo lo que dicen los psicólogos, los neurólogos y hasta la mayoría de mis amigos, hay gente que "ve" los objetos con el ojo de la mente; es decir, que se los representa mentalmente como una imagen, como una fotografía del objeto real. A mí esto no me parece inconcebible, pues entiendo que los sordomudos de nacimiento sueñan —y que en ese sentido se representan las cosas sin echar mano de las palabras—; no me sorprende, digo, pero lo encuentro muy lejos de mi experiencia personal. Y supongo que así lo ha de encontrar también Carmen Villoro, porque en sus poemas hay siempre como un esfuerzo de las cosas por arrancar… por arrancarse de la inmovilidad de la figura, de la definición del diccionario, de la fotografía mental. Están primero quietas, como dormidas en su evocación, y luego, poco a poco, comienzan a moverse, a palpitar, como si las animara la primera luz de la mañana, como si amanecieran al movimiento, a la utilidad, al verbo de la oración donde aparecen, a la significación misma… Escuchen por ejemplo este poema, que dice:
La mañana es un tigre que entra por la ventana. Con movimientos felinos avanza por el piso de la habitación, restriega su lomo rayado contra los muros, sube lento y silencioso por los muebles levantando acaso diminutas polvaredas que brillan a contraluz: husmea los objetos, los despierta del nocturno letargo con su lengua tibia, se tiende, amarillo y perezoso, sobre la alfombra. Su presencia convierte tu recámara en estepa africana y hace que todas las estaciones sean verano.
Es la primera hora del día; es temprano, en la mañana; la luz del sol acaba de cruzar por la ventana, oblicua y ámbar, y se cuela por los barrotes de la ventana para iluminar poco a poco la habitación. Es la hora del Jugo de naranja, cuando las cosas salen de su aterimiento y empiezan a moverse (las que se mueven) o a quedarse vivazmente quietas (las que no se mueven)…
En esto, creo, se distinguen los poemas en prosa de Carmen Villoro de los de otro atento observador de las cosas, Fabio Morábito. En su Caja de herramientas, Morábito medita también sobre las cosas, pero su meditación ahonda en el reposo de las cosas (por más que no ignore su movimiento) y se detiene ahí donde las cosas arrancan. No sé si me explico: Morábito sabe, desde luego, como yo, que las cosas se mueven, que son útiles, y medita en ello con calma y brillantez, pero ese movimiento parece estar más en su saber que en el mundo donde las cosas se mueven y, sobre todo, donde nos mueven y conmueven. Por decirlo de algún modo, las cosas de Morábito habitan en su pensamiento, mientras que las de Villoro se rebullen frente a sus ojos, en el mundo que se ve, más que en el mundo que se piensa. Las reflexiones de Morábito van a la esencia, al nombre de lo evocado, y miran su utilidad de la misma manera en que se mira su esencia; es decir, mirando en reposo no solo el significado sino aun la utilidad. De ahí extrae él una imagen nítida del hombre y de su relación con los objetos… A Carmen Villoro, en cambio, le interesa el movimiento de las cosas en cuanto motivo de una animación del alma —si vale decir esto—; le interesa lo que anima al ánimo, al ánima, al alma de las personas. Sus cosas son siempre, de algún modo, recipientes o metáforas de las emociones humanas. Por eso, quizá, muy a menudo comienza sus poemas con una declaración de identidad entre dos cosas (tal cosa es tal otra), para luego considerar que esa identidad es una metáfora y sacar de ella todo el partido posible. He aquí algunos ejemplos: "Una llave es una palabra mágica" (y por eso, a solas, habla en secreto, aunque, al juntarse con otras llaves, cante), "La muerte es un licor" (cuando te lo terminas, la muerte te mira desde esa especie de ojo que es el fondo de un vaso vacío), "La mecedora es una silla siempre a la deriva" (y por esto puede estar al principio de una vida, meciendo al bebé que su madre amamanta, pero también al final, meciendo a la vieja que teje sus recuerdos sentada en ella), "El salero es una pequeña mezquita de cristal" (y a través de ella la luz sazona las mil y una noches de esta vida nuestra), etcétera.
No es pues que a Villoro le falte la inteligencia analítica de Morábito, como no le falta a Morábito la sensibilidad de ella; es que cada uno prefiere subrayar estilísticamente una de las dos cosas. Dicho de otro modo, no es que ella no tenga un "método poético" como el de Morábito; es, simplemente, que en ella el procedimiento es evidente e inicial y casi nunca ocupa el centro del escenario. Sin embargo, a veces lo hace, y eso nos permite verla en el ejercicio de ese procedimiento. Por ejemplo, en un poema donde dice:
Tu almohada conoce los secretos de tus sueños. El caracol de la oreja canta su eco milenario sobre ese océano regular y profundo.
Uno podría usar este ejemplo para mostrar cómo se desdoblan lógicamente las metáforas en la cabeza de un poeta: si la oreja tiene un caracol (un caracol marino, un caracol donde suena un susurro), y la oreja se posa en la almohada como los caracoles en el mar, entonces la almohada es el mar; pero, además, como la oreja se posa en la almohada para dormir, entonces el caracol es el punto donde se oye el rumor del sueño, la membrana que permite la ósmosis entre quien duerme y ese tesoro de susurros (de sueños) que es el mar...
Digo que esta secuencia de ideas constituye un procedimiento porque es casi inevitable que, dadas las mismas premisas, encontremos el mismo resultado... O casi... A Xavier Villaurrutia, por ejemplo, se le ocurrieron esas mismas premisas en un poema titulado "Nocturno amor", aunque él acabó escribiendo algo muy distinto. Dice él: "y maldigo el rumor que inunda el laberinto de tu oreja sobre la almohada de espuma"... Lo más notable aquí es que Villaurrutia nos deja sentir al mar en toda su potencia sin siquiera mencionarlo, sin pronunciar la palabra mar. Con todo, en su caso parece haber una sustitución: el caracol de la oreja es remplazado por el laberinto de la oreja, y, aunque lo inunda, el mar se queda en solo espuma (espuma de almohada)... ¿Por qué las diferencias? Porque a Villaurrutia le importa maldecir la reserva en que se queda el sueño de su amante, irremediablemente oculto para él, mientras que a Villoro le importa resaltar la sabiduría del mar, que es quien guarda todos los sueños. Esto apunta a algo más profundo y radical: mientras que en Villaurrutia es el mar quien le susurra al que duerme eso que luego él dirá que son sus sueños, en Villoro es quien duerme el que le cuenta al mar sus sueños. Esto es un poco extraño, pues implica que se los cuenta susurrando, no con la boca sino... con el oído. Para ella, es el caracol quien le susurra cosas al mar, no el mar quien le susurra cosas a quien duerme... Para Villaurrutia, el mar dispensa sueños, susurrándolos; para Villoro, el mar atesora sueños, escuchándolos...
Sería fácil para mí decir que hay aquí un indicio de la profesión de Carmen Villoro, que además de escribir poemas es psicoanalista, pero supongo que, al decirlo, se interpretaría que, como es psicoanalista, Villoro encuentra la escucha más interesante que el habla, y la verdad es que casi creo lo contrario; es decir, que como siempre le ha parecido más importante escuchar que hablar, y entiende que el oficio del poeta consiste no tanto en decir como en escuchar, a fin de cuentas le interesó el psicoanálisis. El poeta —dice Rilke en sus Sonetos a Orfeo— es quien nos enseña a escuchar. No voy a discutir aquí si lo que escuchamos es divino o es humano. Bien podría ser que la poesía nos enseñara a escuchar "el lenguaje olvidado" de los dioses, o que nos enseñara a escuchar nuestras propias palabras. No importa. El caso es que, para Rilke, la labor del poeta es devolver las palabras a su origen. Si suponemos que ese origen está en los dioses, entonces el poema tendrá algo de ritual, de sacrificial; si suponemos, en cambio, que está en el alma de los hombres, entonces tendrá algo de revelación psíquica. En ambos casos, me parece, el poema es una promesa de sentido —como lo es también, a su manera, el psicoanálisis...
Antes sugerí que, para cumplir esta promesa de sentido, Morábito y Villoro eligen caminos diferentes. Simplificando, esta elección significa que los poemas en prosa de Morábito tienden a ser pequeños ensayos poéticos mientras que los de Villoro se inclinan hacia la fábula. No necesitan recurrir a los dioses de Rilke, y ni siquiera a los mitos, pero no pueden renunciar a presentar su circunstancia como un caso cotidiano, sí, pero ejemplar y, en ese sentido, mítico. Escuchen, para el caso, este poema, en donde la utilidad del utensilio queda como sepultada por su incontenible humanidad:
Los paraguas fueron hechos para ser olvidados; en la butaca de un cine, en la casa de un amigo, en la oficina de un notario, en el asiento de un camión, cumplen su riguroso destino. Caballeros como son, saben quedarse solos y servir, con la misma prestancia y cordialidad, a su nuevo dueño. Pero, bajo la lluvia, dejan salir un discreto y silencioso llanto que se confunde con el aguacero, y despliegan ampliamente su tristeza sobre las calles de la ciudad.
Digo que estos poemas son como fábulas porque, como todos sabemos, las fábulas suelen hablar de un tiempo en que los animales, las cosas y las personas compartían un mismo mundo… La fábula, es cierto, no se coloca en el tiempo del mito, in illo tempore, al principio de todo, pero hace algo parecido. Si va a retratar la astucia de la zorra, nos cuenta una historia ejemplar para mostrarla. No nos presenta el origen de la astucia sino que nos pone un ejemplo típico en donde se muestran sus rasgos principales. Si el ejemplo gana antonomasia, acaba sirviendo como una explicitación de lo que es la astucia y como nuestro principal medio de evocarla… Así, si una madre quiere explicarle a su hijo qué es la astucia, puede ahorrarse la definición que le ofrece el diccionario (demasiado abstracta, seguramente, para un niño) y mostrársela de bulto, aconteciendo en el relato de la zorra… Así funcionan también los poemas de Jugo de naranja. En ellos las cosas son, están, pero sobre todo son y están aconteciendo. De ahí que los poemas comiencen a menudo, como hemos dicho, con el verbo ser: tal cosa es tal otra. No por nada se dice que ser es un verbo estativo; es decir, que expresa más un estado que una verdadera acción. En este sentido, los poemas de Villoro arrancan declarando el ser de las cosas para luego pasar a mostrarlas en su hacer. Lo que a ella le interesa es mostrarnos cómo las cosas pasan del mero estar de la evocación al estar aconteciendo en la vida y en el ánimo (en el alma) de las personas… Le gusta ese arrancar, ese amanecer de las cosas, cuando el sol es aún niño —y desconfía del cenit racional del sol adulto. Escuchen, a modo de ejemplo, este poema, donde el mundo emerge del caos de la noche al orden de la mañana:
En la mañana la ciudad mojada es memoria de la noche lluviosa. Caminas por las calles: el aire fresco sobre la piel te hace sentir el gozo por haber vencido los embates del desorden. El mundo existe. Serenos, los edificios lanzan destellos de heroísmo; los árboles escurren victoriosos los resabios de la violencia. Los coches susurran sobre las humedades del asfalto y tú recuerdas otras palabras, levedades, insomnios; los charcos prometen ciudades luminosas que la tibieza del sol irá convirtiendo en espejismos.
Al principio de este poema, ella camina por las calles, pero el mundo está quieto y pasivo: "El mundo existe" simplemente, dice Villoro. Pero, apenas lo ha dicho, el mundo comienza a acontecer, a actuar: los edificios destellan, los coches susurran y los árboles escurren sus resabios. En esta última oración no solo es notable la aliteración (escurrir resabios) sino también el uso transitivo de verbo escurrir. No se trata aquí de que el agua escurra por los árboles sino de que los árboles escurren agua; los árboles son el sujeto del verbo escurrir, y lo que escurren es agua… O, por poner un ejemplo de uso intransitivo tomado de sus propios poemas, no se trataría aquí de "la armonía que chorrea en gruesos acordes de agua" sino de la armonía que chorrea acordes de agua...
Pero en el párrafo anterior dije que al principio del poema ella camina por las calles, cuando en realidad el poema dice "caminas por la calle". Esto merece siquiera un comentario... Los poemas de Carmen Villoro están redactados como si fueran entradas de un diario personal, y por eso no es del todo extraño que recurran a la segunda persona, como cuando uno hace recuento de sus cosas y se regaña a sí mismo. Por ejemplo, como hice yo en una entrada muy reciente de mi diario, que dice: "Ay, Francisco ¿cómo te atreves a presentar un libro al que nunca podrás hacerle la justicia que merece?"... Segunda persona, pues, con la que uno se habla a sí mismo; segunda persona que es la misma que la primera, como si se desdoblara en ella para mirarse a la distancia... Carmen Villoro echa mano de ella muy a menudo, pero muchas veces lo hace en masculino. Y así dice, por ejemplo, que los árboles son poseedores de cosas "que tú, madrugador, pudiste observar dispersas sobre las calles"; o, mirándose cantar bajo el chorro de la regadera, dice: "eres un barítono improvisado". Sí, un barítono… ¿Podría decirse que en esos casos describe a otro, a un hombre que vive con ella? No lo sé, pero no lo creo. Creo, en cambio, que, mirándose desde fuera, se mira como si fuese otra. Pero tan otra que de hecho es otro. ¿O no es la otredad más otredad si implica al género y, con el género, al sexo? Es como si Carmen Villoro, siendo mujer, adoptara para sí, intacta, la famosa frase de Rimbaud "Yo es otro", pero nos sugiriera a los hombres que la modificáramos para decir algo un poco más radical: "Yo es otra"... No, no es fácil enmendarle la plana a Rimbaud, y menos en eso de la rebeldía y el radicalismo, pero ella lo hace aquí sin grandes aspavientos, así nomás, como quien no quiere la cosa…
¿Como quien no quiere la cosa?... No sé... En los poemas de Carmen Villoro cada cosa es... como quien no quiere la cosa. Se trata casi siempre, como hemos visto, de cosas humildes, cotidianas, a las que les prestamos poca atención. Pero las cosas solo hacen como que no... Porque en realidad ¡claro que quieren la cosa! Por eso Villoro las saca del lugar donde parecían simplemente existir y las pone a actuar, a significar, a cambiarnos el alma... De ese modo humilde nos muestra que las cosas le susurran a ella sus secretos —como se los susurra ella al mar— y que cada cosa no solo sí quiere la cosa sino que las cosas todas la quieren a ella, la aman y se le entregan...