No. 92 / Septiembre 2016
Llamada
¿Quién llama en el silencio de la tarde?
¿Son las horas, tal vez, al resbalar
sobre tu cuerpo como el agua,
como el agua que anhelas y te anhela
bajo el oscuro nudo de la luz?
¿O es acaso esa luz, que se debate
en el aire inflamado,
en el aire sin pulso ni reflejo que humea?
No, te equivocas.
Es tu cuerpo, el latido de tu cuerpo,
tan cerca de su centro
que la vida lo ofusca,
como el arco y la diana
son uno y se confunden
tras la mano de sangre, tras el golpe de sangre
con que el asombro se dispara:
esplendor del suceso
que eres a cada instante.
Lectura de Marguerite Yourcenar
a Juan Ignacio González
La tranquila insistencia del agua en mi ventana
es también, esta noche, la calma del lector,
la intriga del que ha entrado en el secreto.
‘Cartas a sus amigos’: el arco del vivir
y su diana invisible, inalcanzable;
los pasos bailarines de la araña
sobre la red que teje y es el tiempo;
el debe y el haber de cada día
en un libro de cómplices y amigos
que acoge al visitante y no se cierra.
Conocemos los años que estas cartas
no predijeron:
los libros enlazados, los disturbios
del cuerpo y de la edad,
la compañera muerta y el compañero muerto,
los planes que planean su retraso
y se llaman sosiego, deber, resignación.
Los cartas no sabían el futuro
pero su voz, tan plena, algo avistaba,
segura de su rumbo y de su estela.
‘Mi sonrisa no es tanto de alegría
como un gesto cortés o de benevolencia...’
Un arte de la contención, quizá,
entre el orgullo y la elegancia,
o el sesgo con que dice lo que dice,
el hálito tenaz de lo que calla,
‘no abundan los oídos finos...’
El círculo de fuego de los íntimos
era un modo de conversar a solas,
de compartir su soliloquio austero.
Lo que resuena en estas páginas
con un tenue chasquido de hojarasca
-sus pasos al azar sobre la hierba-–
es la necesidad de la conciencia
y la conciencia de lo necesario,
el peso de los hechos que nos hacen
y son historia y son fidelidad,
no la ley excluyente de la sangre
sino el tiempo del fruto y de la herencia,
la cadena central de las generaciones.
Leer es despertar a otra existencia.
Yo regreso esta noche al invierno de Maine
y sus flores de hielo en las ventanas,
plana vegetación que alienta, prisionera,
sobre ‘la fina nieve del jardín’,
imagen del cristal de la memoria
y su rigor indescifrable.
Me guía el eco de un retrato,
el pañuelo que envuelve un rostro inquisitivo
y es un cetro de luz sobre la frente alzada.
La pienso en su retiro, en su fluir discreto:
un techo de rutinas, una isla de viento,
‘soy hija de la tierra y del cielo estrellado’,
la doble dependencia que fue su lema tácito
y puso en equilibrio su vida y sus palabras...
Cierro el libro y mis ojos;
la tinta de la noche se disuelve
y deja al retirarse un gesto, una silueta:
es su sombra que teje nuevas frases,
que palpa sus fetiches y sonríe con Buda.