Lumbres y deslumbres (África)
Por Miguel Pérez Maldonado
(fragmentos de un diario personal)
Cuando supe que el camino al puerto de Mombasa, partiendo de Nairobi, permitía contemplar cientos de Baobabs a pie de carretera, decidí ir tan pronto como fuera posible. Así lo hice el pasado 10 de abril. Los Baobabs me hicieron recordar la primera ilusión que tuve por conocerlos, cuando leí el libro El principito. En un principio creía que eran árboles imaginarios. Después, cuando leí la vehemencia con que Octavio Paz se expresaba de los banianos, sospeché que, en efecto, existen los árboles fantásticos. No son los árboles del conocimiento, bíblicos, son los árboles del sentimiento, el árbol familiar (…)
En abril de 2004, murió el baobab más grande que se ha registrado en África, se encontraba en los alrededores de Tsumkwe en Namibia, lo llamaban Grootboom [gran árbol]; Grootboom seguramente era el ser vivo más longevo del Continente. Quizá ahora ocupa su lugar el grandioso Chapman, de Botswana. En francés, el nombre común del baobab es arbre de mille ans [árbol de mil años]. Y no se equivoca, hay baobabs que han sido datados en miles de años –aunque el ahuecamiento de su tronco impide fechar con precisión-. Tampoco su nombre común se equivoca: Baobab significa fruta llena de semillas, se han llegado a encontrar hasta 600 semillas en un solo fruto. Saber que también fue el paisaje de los primeros hombres, que una tarde pudieron ver la majestuosa silueta del baobab a contra luz en el ocaso, es una suerte de hermandad milenaria. Uno intuye que desde la noche de los hombres, existe el asombro por la naturaleza, que el mundo nos sigue sorprendiendo (…)
¿Cuáles son los baobabs en que me abismo, los que me hacen fijar la mirada en el vacío y entrar de nuevo en el ensueño? ¿Acaso el baobab sobre papel y el de tierra firme no comparten un mismo elemento? Quizás, al final de todo, la realidad concreta y el mundo imaginado están hechos de la misma materia. En sus ramas alambicadas, a la manera de un coloso que recién nace y realiza ejercicios de estiramiento, igual que un monstruo que se arrepiente y en su estático nos estremece por su misteriosa belleza, habita el imperio de la forma. Un sencillo imperio. Una vez más, para llegar al sueño de la rosa, con poco basta.
Mancala
Marzo de 2009. Siempre he admirado a los exploradores. Esos ornitólogos que no sólo se conforman con contemplar las aves y se regalan el arte de dibujarlas. Yo he cumplido con mi pequeña ornitología: he conocido uno de los juegos más antiguos de la humanidad, el Mancala. Acostumbraba a jugar Mancala en México, en un tablero muy sencillo de dos columnas, las semillas que usaba eran de Café, ahora serán del fruto del baobab. Los tableros más antiguos se han encontrado en esta región, en Kenia y Etiopía. He adquirido el Mancala en su versión Zanzíbar, más complicado de jugar que el que acostumbro. Sin embargo ambos guardan una bella metáfora: su regla principal es que las fichas se comparten sin distingo, es decir no son de un contrincante. El vencedor no es el que derrota al enemigo, sino aquel que administra sus propias semillas, el que sabe sembrar y cosechar de la mejor manera. Es un juego solitario jugado a dos manos. Acaso el primer juego del mundo entendía desde entonces que no hay mejor convivencia, incluso lúdica, que aquella del compartir y de anular de la mejor manera la idea de enemigo.
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