Defensa de la poesía
Pedro Serrano
La manera en que funciona un poema es siniestra. Prefiero usar este término a decir que es oscura, pues la primera palabra avanza un poco más allá, de manera imperceptible, a un punto de no retorno que la oscuridad no alcanza. Digamos que la oscuridad se puede atravesar, iluminar, resolver. En cambio, lo siniestro es abismal e inconmensurable. Por eso un buen poema es siniestro aunque no sea oscuro, y no se define en oposición a los malos poemas. Acercarnos a esa palabra, y desde ella verlos, ayuda a entender qué es lo que hace que un poema sea bueno. Pero aceptar lo siniestro es también asumir que nunca atinaremos a saber verdaderamente qué pasa en un buen poema. Podemos decir, en uno de esos movimientos figurativos que sirven para tocar lo insondable, que a un buen poema lo palpamos, pero a pesar de todos los esfuerzos que hagamos, nunca podremos decir que hemos terminado de abarcarlo, ni de desglosarlo, ni de resolverlo. Un poema, un poema bueno, o si se prefiere un poema efectivo, es a la vez una totalidad y un infinito. Cuando Juan Gelman habla en su “Nota XXIV” de ese lugar “donde descansen bellos mis muertitos que siempre amaron rostros como vos”, lo que ahí se despliega es insondable. En cambio los malos poemas se reconocen por la sencilla razón de que tienen finitud, es decir, se resuelven, se neutralizan, o para decirlo en otros términos, se banalizan. Por eso un buen poema es siniestro y los malos no. Para entender esto, sirve reflexionar en cómo funcionan los poemas en su lectura. Si bien es cierto que a todo poema se entra en una apreciación progresiva, letra por letra y palabra por palabra, como cuando leemos los créditos de una película, sólo los malos poemas se recorren escalón por escalón. Es decir, sólo los malos poemas responden a un orden puramente temporal. Por ellos, efectivamente, podemos bajar y subir, los podemos glosar y desglosar, recorrer de la pe a la pa, deshacer y rehacer como un rompecabezas exacto. Pero en el caso de un buen poema esto es imposible. La naturaleza de cómo se asimila no es secuencial sino que se da de golpe, su efecto es desconcertante, e impredecible su forma. Pensemos en las “ráfagas agoreras: volar de paraqués” de Gabriel Zaid en su poema “Cuervos”. Si bien, como a los malos poemas, lo podemos recorrer escalón por escalón, a diferencia de aquellos, el resultado de un buen poema siempre va a ser distinto, y los cuervos de Zaid salen volando en diferentes direcciones. La aparente temporalidad que el poema recorre, oculta en realidad una turbulencia estática, de ramificaciones, repeticiones, discontinuidades y agolpamientos que empieza a funcionar desde el primer verso pero que no se desarrolla algorítmicamente, sino que continúa reverberando desde el principio y sigue reproduciéndose después de terminar de haber sido leído o escuchado. Para explicar el algoritmo, dice la wikipedia, “dado un estado inicial y una entrada, a través de pasos sucesivos y bien definidos se llega a un estado final, obteniendo una solución”. Eso, precisamente, es lo que nunca pasa en un buen poema. Y tal diferencia debería servirnos para clasificar y descalificar. Un poema efectivo queda en nosotros no enumerado sino acumulado, como una caja de cristales en la que todo se viera y todo funcionara al mismo tiempo. Esto hace que confundamos lo que en realidad es un amontonamiento con lo que al principio percibimos como secuencial. Como en los dibujos animados en los que un personaje se detiene y todos, uno por uno, van chocando contra él. La percepción de un poema no se despliega sino que se acumula. Digamos que el modo en que vamos entrando en un poema bueno no se despliega ni desarrolla sino que se apelotona, como si el hecho real de bajar cuidadosamente unas escaleras fuera sustituido, sin que nos diéramos cuenta, inmediata y continuamente, por otra percepción del mismo acto en la cual, en lugar de bajar, nos despeñáramos; y los escalones o versos quedaran hechos o estuvieran haciendo un acordeón de sí mismos: nosotros rodando hacia abajo y estuviéramos al mismo tiempo ya en el suelo, desconcertados y aturdidos. Un poema efectivo es a la vez derivativo y simultáneo, y nunca se empareja. La temporalidad real de la lectura se tergiversa y se vuelve del revés, un vez hecho el recorrido. Lo que sucedió primero pasa a ser posterior incluso hasta a diluirse. Y en la perspectiva que alcanzamos, allá lejos, muy al principio, se vislumbra no la lectura paso a paso, o como dice el poema, golpe a golpe y verso a verso, sino en un conglomerado, si se quiere, de brillantes retazos, pero nunca en serie. El proceso de apreciación aparentemente lineal es en realidad mucho más perturbador. La experiencia final de leer un poema es más parecida a la de un tapiz que a medida que lo vamos viendo y recorriendo nos envuelve, hasta que una vez terminado, de leer y de ver, nos es ya imposible salir de él. Y entonces, en ese instante, nos damos cuenta de que hemos terminado no sólo envueltos por el poema sino integrados en sus imágenes, y el tapiz es puesto de nuevo adentro de su caja, el poema en su lugar, y nosotros en él, ya estampados también en su despliegue, incorporados por la rueca a los hilos con que se tejió originalmente. Siniestro todo esto, ¿no?
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