Defensa de la poesía
Pedro Serrano
En una de sus más famosas sentencias T. S. Eliot dictaminó que la poesía tenía que ser impersonal, pero que sólo aquellos que poseen una personalidad extrema son capaces de alcanzarla. El balance entre las dos oraciones es tan calibrado que la frase tiene una cualidad parecida a la de los secretos que nos descubren los amigos mayores que nosotros, al final de la infancia o en la adolescencia. Ante tan abrumador descubrimiento del mundo, nos quedábamos perplejos, encandilados y mudos, sin saber qué responder. La veneración a ese amigo crece desmesurada hasta volverse irrespirable y luego, desaparece sin más. Algo parecido pasa con lo que dicen los poetas. Es tal la fuerza de su expresión y la tomamos con tal literalidad, que durante mucho tiempo nos es imposible salir de su encandilamiento. Después vienen los odios irracionales; o simplemente el olvido, cuando sin darnos cuenta, la frase en cuestión ha dejado de tener vigencia y termina arrumbada con los cachivaches a los que ya no les tenemos consideración. Es una pena, porque muchas de estas cosas podrían seguir resonando, si no les hubiéramos otorgado en su momento, una categoría de verdad incondicional y una fuerza insostenible. Al movernos un poco de lugar se desajustan, y en vez de buscarles justicia preferimos dejarlas por obsoletas. Esto sucede con muchísimo de lo que damos por sentado con respecto a la poesía. En un momento creemos una cosa y al cabo del tiempo aseguramos casi la contraria, sin pensar qué nos llevó de un lugar a otro, o cómo compaginar ambas creencias. Simplemente olvidamos que Eliot dijo que la poesía es impersonal y nos abrazamos a los versos de Eduardo Lizalde, de san Juan de la Cruz o de Juan Gelman porque sentimos que ahí hay una verdad incontestable e incondicional. Si regresáramos a la creencia anterior no sabríamos cómo defenderla, así que la tiramos por la borda y nos aferramos a nuestra nueva sentimentalidad. Salvo que lo que justifica esa entrega está concebido en la misma frase, sólo que no nos habíamos dado cuenta. El efecto tiene que ver con su calidad. La confusión viene de que esa calidad es a la vez expresada por ella y encarnada en ella.
La efectividad de la frase de Eliot radica en su contundencia, pero esa contundencia no la hace verdad, sino solamente, efectiva. Y la efectividad es una cosa con fecha de vencimiento. Creemos en la frase porque nos resulta convincente, por el prestigio que construye con los elementos utilizados en el momento en que se hizo, porque nos llena la boca con su categorización, su modernidad, su aguerrido vanguardismo, el colmillo que asoma; de la misma manera en que creímos en esas frases adolescentes, que después olvidamos, porque no hay manera de acomodarlas en nuestra experiencia propia --aunque probablemente, si regresáramos a ellas, comprenderíamos mejor lo que ahora nos sucede--. Como esas frases que no sólo nos encandilaron sino que nos marcaron, la frase de Eliot tiene razón, y aunque su contundencia obstaculiza el análisis, vale la pena realizarlo porque sólo así seguirá teniendo vigencia en un mundo en donde la diversidad poética es mayor que en sus tiempos. Entenderla permitiría entendernos mejor a nosotros mismos, al ampliar su abrazo e incluir estructuras poéticas con las que a veces no sabemos lidiar, o con experiencias poéticas que hubiéramos pensado que Eliot rechazaría. La impersonalidad del poema no está en la capacidad del poeta para abandonar la experiencia personal o los referentes personales, sino en hacer que esa experiencia y esos referentes se reconstruyan en la lectura. En ese sentido, dos grandes momentos impersonales son el Llanto por la muerte del mayor Sabines, o Diles que no me maten de Juan Rulfo, que también reinventa la muerte del padre. Sólo una intensa inmersión en lo personal puede alcanzar las cotas necesarias para que un poema sea activo en la lectura. Y eso no está en la persona sino en el poema, no es gracias al individuo sino a las activaciones del lenguaje. Esa impersonalidad activada en el lenguaje es lo que abre el espacio para que podamos hacer una intensa inversión de lo personal en su lectura. Hacerlos nuestros es hacerlos personales. Pero en ese acto estamos tocando cotas insospechadas. Al leer los poemas, esa impersonalidad se activa y nos hace el campo de juego en que se realizan. Podríamos poner al revés la frase de Eliot: sólo al alcanzar la impersonalidad se tiene acceso a una personalidad propia.
|