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LEY NATURAL |
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La casa habitada 1 Esta mañana no te ha despertado la alegre algarabía de los loros –que siempre están dejando en bola el barrio, yéndose de vacaciones a la playa–; esta mañana te has quedado en las nubes de tus sueños, en un ala delta, entre las sábanas…
Y yo estoy sentado al borde de la cama oyendo cómo a ti te sopla suave y en silencio el viento que a mí me ha desvelado –a medias dichoso y a medias desdichado.
Tu despierta a tu frescura y yo acunado seriamente en mis ojeras queriendo para mí entre dientes que no despiertes, que me dejes tratar una vez más de quedarme dormido junto a ti.
No había nadie ahí cunado me fui. No me fui yéndome de nadie. Tal vez sólo la breve tolvanera que hacen las hojas de los fresnos del agua muda del aljibe y el reflejo de un jardín del que me estaba yendo como se va la imagen de un espejo cuando la luz declina y termina el simulacro.
¿cómo es entonces que me fui?...
de las hojas de los fresnos que no duró un instante. El agua muda que aún miro fijamente.
El silencio recorre los pasillos y se remansa en las habitaciones –¿Eres tú? ¿Eres tú? ¡Acércate!–. Un aire de otro invierno despelleja los muros veleidades y promesas… A cada cosa le deja entre las manos el gélido desierto que cada cosa es…
La casa sigue puesta y firme. Pero ya no para nosotros sin raíces. ¿O no adivinas en las manchas de los muros la hiedra viva que nosotros fuimos? De sus meandros verdes sólo quedan esas vetas negras y esos pozos de humedad donde bebieron –y eran nítidas– las flores del papel tapiz.
la casa y sus cosas aún están ahí: la mesa puesta y la maleta lista para el viaje. Somos tú y yo quienes ya no saben mirar su solidez. Tú y yo…: una figura borrosa tras el paño del tiempo una vaga nostalgia que va disolviendo el ocaso –¿lo ves? ¿por qué no me miras?– un silencio que se emposa en el frío socavón de nuestra sala ahora que el sol se ha puesto.
Nadie –sino acaso tú– ve la luz con que leo en la butaca. Y nadie va a tener ojos –sino tú– para el desenlace de la escena que está ocurriendo a todas luces en el pabellón de ese marco vacío…
Hace días que tengo hecha la cama.
Lo que desolló el estuco y despintó los cuadros no fue el tiempo. Lo que aún cala en las rendijas y carcome la argamasa no es tampoco el tiempo. Los siglos no han pasado nunca por aquí: se estancan y contemplan en su estanque las raíces descuajadas la seña inútil que levantan contra el cielo ese reflejo donde a las claras ven que no son sino naturaleza y tierra alzada sobre su propia espalda: tiempo que no tiene tiempo de huir de sí mismo y dejar su caudal de figuras fantasmales abstractas y delgadas como un rostro en el espejo y la vida cotidiana: tiempo que se queda materialmente entero en su raíz volteada mirando hacia el vacío
como se queda un muerto. esas piedras la montaña. Pero no son hoy de ese ayer ni su nostalgia: son –como las ruinas– el vestigio de algo que no fue para nosotros…
en todo entonces un despojo?
en un mundo de cosas que son rastro de otras cosas y otro mundo no podemos hablar sino de cosas nuestras (este árbol esta piedra esta casa) y sólo de eso hablamos: de esto que nos queda
de todo esto…
bajo el diente rapaz
en la azotea. ¿Qué cosa iría mejor con el rápido arañazo de sus garras afelpadas que la súbita sordina con que gritan sus anginas?
–que sabrán ellos quién ganó– queda en el aire de la noche sólo ese lento remolino de polvo hojas y silencio que se cierne y no acaba de asentarse
en el áspero poso de la tierra… a la vez en ruinas y recién pintado después del chaparrón de anoche. De una hoja de la tibitina cuelga el hilo suelto de una telaraña. ¿Por qué no lo mueve el aire? Lo mantiene tenso el peso de las gotas de lluvia que aún corren por él –o no corren pesan: abalorios de un rosario.
donde estamos tú y yo mirando su carrusel: una cae empujada por otra que se añade…
si estamos figurándonos ahí la vida entera o ahí la vida entera
se nos muestra como es? no vuelve a la cima por sí sola: su ley ama la inercia y su condena la profundidad del Hades.
los dioses me sujetan de otra suerte…
lo que me lleva a poner toda la vida en subir una y otra vez la misma cuesta –como sube el sol todos los días– pero es mi condena –no mi obediencia– empujar la vida contra su propia ley. Ver reseña del libro |
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