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Hábitos, Francisco Magaña

HÁBITOS
Francisco Magaña,
Instituto Tecnológico Superior de Comalcalco,
Comalcalco, 2006.

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De Antorchas

Primer fuego: donde el ayer

 

¡Dios mío, que conoces por su nombre a cada hombre desde antes que nazca,
acuérdate de mí, puesto que estoy escondido en la fisura de la montaña.
aquí donde brotan las fuentes de agua burbujeante,
y acuérdate de mi mano sobre la pared colosal de mármol blanco! 

Claudel

 

Mi padre despertaba con las fuerzas celestiales que abren los ojos al mundo y redimen el tedio oscuro del velo.

En su voz conocimos el badajo que anunciaba un nuevo amanecer. Lo escuchamos conversar con la ráfaga de viento y flor que nos refrescaba a través de la ventana abierta de la cocina.

Mi madre, una nube deslizándose en la sangre palpitante del comienzo: la música matinal del espíritu trascendiendo sus fronteras.

*


En las tardes calurosas de las confesiones murmuran que nunca has de volver como si no volvieran los muertos a vivir en la gracia del recuerdo.

Pero no estás muerto.

La resurrección aparece con la fuerza viva del milagro. Nadie ha salido ni saldrá de esta casa. Hoy, mientras entrabas con el viento a refrescarnos, te escuchamos decir:

 

La mirada verdadera es el corazón de otros mundos, palpitante.

*


Un día nuestro hermano preguntó por qué no había llegado la flor con la esencia desconocida de sus olores. Y mi madre le respondió: 

—Acaso anda velando en otros mundos o acaso consuela en el alboroto de los cementerios. Sólo ella sabe dónde pueden necesitar sus hechizos y dónde su idioma se transforma en gloria. 

Sin embargo, mi hermana dijo sentir el perfume de nuestro padre en la bodega. 

—Es cierto —exclamó mi madre—, porque hay voces de vida en todo el mundo.

*


También dicen que se abrió la puerta y que tú, desde entonces, permaneces bajo su dominio sin mirar más que la negra oscuridad de tu sepulcro.

¿Y cómo la luz con sus arbustos ramificados hasta la liturgia?

¿Y el agua y las palmeras, cómo?

¿Tendremos que ocultarte?

Dicen también que a partir de tu muerte hemos cambiado y que en la casa se escuchan ruidos que no son de este mundo, pero no logran comprender que el hastío es cada vez más tenue, más desapercibido, ya casi nada.

*


Hubo un tiempo que pareció eterno y son razones para vivirlo.

Mis hermanos se escapaban de la escuela para encerrarse en la bodega; mi madre, aparentando no verlos caminaba en los pasillos, en el jardín, en el cuarto del ausente. Desde la calle, yo acechaba para ver si aparecía, pero sólo me topaba con el desconsuelo. Nos sentábamos a la mesa ensimismados y con lágrimas y sollozos invisibles para no delatarlo. Hasta que de pronto apareció con la mañana, cantando para que volviéramos a cantar:

—El amor viene estremeciendo, montado sobre un corcel brioso y altanero. Contempla patios y ventanas; desnudo, entra en los ánimos más tiernos y templados y hace sonrojar a todos. Luego se aleja sonriendo, cuando ya ha dejado lo mejor de sí sobre la tierra.

*


Su mirada inaugura al mundo. Despierta y todo se descubre con la promesa: de sus dedos brotan conjuros y jardines desparramados, como si del oratorio los cantos hendieran su portento y llegaran hasta la partícula más ínfima del aire a prodigar sus dones. Una vez despierto el mundo, se levanta y dice: 

Los párpados se dejan nacer en la fe. 

Y mientras toma posesión de la vida, escuchamos en la ventana el trinar inconfundible de su lenguaje.

*

 

Nos mira desde el cielo y se transforma el orbe en un idilio fulgurante. La memoria nos habla de un espíritu que busca interponerse entre los dioses y nosotros. Pese a todo, su voz nace de la las entrañas de la eucaristía. 

El Señor nos alienta desde los ojos de la madrugada, dice,

para que sepamos que Dios quiso en su amor resucitar el milagro. Y así llega la palabra, a veces con nieve en las fisuras del corazón y a veces con los ojos inflamados en la lumbre. Por eso vuelven a crecer los labios macerados en la hoguera.

*

 

Hay una sola oración y un lugar donde los muertos pueden hablar con sus vivos, dijo,

para que no temblemos ante la palabra en los oídos de la medianoche y para no balbucear la presencia de reflejos atareados en la locura, porque únicamente el eco sabe del amor que se consume en su propia brasa.

Acaso quiera otra vez anunciarse el milagro, para que en el alba constelada de extrañeza volvamos a ver el insomnio de unos ojos que nos vigilan desde hace tantas encarnaciones. Por eso ahora sabemos que nuestro padre es el misterio mismo de las fuerzas celestiales: redimido, mortal mas nunca muerto.





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