Tomas Tranströmer. La lógica del sueño |
Por Jordi Doce |
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Tomas Tranströmer. La lógica del sueño |
Por Jordi Doce
![]() Cuando volví a casa, me hallaba en estado de embriaguez. Me recibió el abuelo. Mi madre, desesperada, estaba en comisaría (…) El buen talante del abuelo no falló: me recibió con naturalidad. Estaba contento, pero no dramatizó. Todo era seguro y natural. Seguro y natural. La seguridad casi sonámbula del niño y el aplomo del abuelo tienen mucho de esa atmósfera onírica, algo nebulosa, que envuelve los poemas de Tranströmer. Poemas en los que todo sucede de forma inapelable, como si una fuerza misteriosa dirigiera los hechos sin atender a unos protagonistas que, por lo demás, no pierden nunca el equilibrio, la medida más o menos exacta de sí mismos y de su lugar en el mundo. En nuestro poeta cohabitan con extraña concordia la ingenuidad temerosa pero también esperanzada de ese niño que se descubre perdido, y la calma del adulto que no dramatiza y recibe lo extraordinario como si tal cosa, al menos de puertas afuera. Esa entereza, esa capacidad para mirar de frente y hasta demorarse en los aspectos más sombríos de la realidad para luego volver a casa y hacer recuento mientras se limpia la nieve de las botas, tiene mucho que ver con la pasión de nuestro poeta por la imagen, el modo en que las metáforas detienen el flujo del tiempo, aíslan un instante y permiten que lo veamos desde varios ángulos. En su prólogo a El cielo a medio hacer (Nórdica, 2010), Carlos Pardo llama la atención sobre el poder de estas imágenes (“oigo las constelaciones piafar en sus establos”, “una orquesta hindú de ollas de cobre”) y les otorga una función “sanadora”; son el modo en que Tranströmer vadea el obstáculo de sí mismo, limpiando la percepción de adherencias egotistas y haciéndose a un lado para que el mundo comparezca con más fuerza. Pero este hacerse a un lado no es una desaparición: el yo sigue estando presente, sólo se aparta para organizar mejor los materiales y obtener una perspectiva más amplia, un ángulo propicio. Así ocurre en Soledad, donde Tranströmer evoca un accidente de tráfico con imágenes enérgicas que parecen sustraerle del desastre para verlo –verse– mejor, al menos por un instante, antes de regresar brutalmente al flujo del tiempo y coincidir de nuevo con su nombre, sus ropas, la identidad prosaica del día a día: Mi nombre, mis bolsillos, mi trabajo Como en el sueño, la exactitud de los detalles convive con la vaguedad o tenuidad de los contornos. Tranströmer cuida los pormenores, mira con lupa cada paso y lo perfila con imágenes hiperbólicas, pero deja las transiciones en la niebla, inexplicadas, acaso inexplicables, como si la vida exigiera una cuota de ignorancia y aceptación, un dejar las cosas como vienen, un no preguntar demasiado. Quizá Tranströmer piense, algo supersticiosamente, que narrar la existencia es desustanciarla, quitarle su misterio; o que el empeño –legítimo– de rellenar los huecos de la narración, de dar plena respuesta a las preguntas que la originan (esos quién, dónde, cuándo y cómo que son el pan y la sal de los narradores), falsea la pureza de los hechos, su belleza exenta. Ordenar los hechos en una serie de causa y efecto –asignarles un sentido, en última instancia– es ensillarlos al caballo de las buenas intenciones, moralizarlos. Hay que mostrarlos en toda su riqueza y concreción, dejar que irradien su propia luz. Su sentido, si es que lo tienen (si es algo más que una encarnación del misterio, de lo incomprensible otro), surge de su interior y no puede forzarse. Lo más que puede hacer el poeta –llevado de una intuición que recuerda el modo en que a veces, en la vigilia, administramos el sueño– es yuxtaponerlos y esperar que de su contacto surja la chispa. ![]() La evolución de Tranströmer nos presenta a un amante de las palabras que cada vez concede más peso a esa dimensión de lo real que escapa a la palabra, o que la palabra es incapaz de apresar. Su afán de concreción, su amor por los detalles, convive con una visión maravillada de ese “imposible mundo” –en palabras del poeta John Burnside– que desafía nuestras tentativas de cartografiado, nuestro afán por segmentarlo en palabras. Es tentador incurrir en la falacia biográfica y asociar esta evolución a la hemiplejía que padeció en 1990 y que lo tiene sumido en la afasia (aunque no le ha impedido seguir escribiendo). Creo más bien que es el fruto de una idea algo escéptica de la palabra que rechaza su degradación social (la sombra de Pound es larga) y siente nostalgia de un tiempo inexistente –todas las edades de oro lo son– en el que las cosas coincidían con sus nombres y las palabras brillaban como recién hechas; una nostalgia que suele mirar a la infancia, pues solo entonces el mundo se ofrecía intacto, innominado, y los nombres no estaban manchados por el uso y la incuria. Lo dice mejor en un breve poema, De marzo del 79, visión admirable que habría complacido por igual a Basho y a Thoreau. Decir lo justo, y a la vez generar sentidos, multiplicarlos: tal es la lección –fecunda y paradójica– que Tranströmer ha ido afinando con maestría en cada libro, desde aquellos remotos 17 poemas que un joven psicólogo publicó en 1954. Cansado de todos los que llevan con palabras, palabras, pero no lenguaje, |
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