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No. 44 / Noviembre 2011 |
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Igor Barreto
(Venezuela, 1952) Annapurna (La montaña empírica) Icaro–escalador Desde aquí puedo ver la crisálida del Annapurna gobernando la zona de muerte de los ochomiles. Digo, que ahora vuelo como cualquier otro aro niquelado de la esfera terrestre, a 10.000 kilómetros de altura, mientras fijo mi vista en la montaña que es una epifanía de la Diosa de las cosechas. Ella, siega la cabeza de los escaladores, la corona de trigo con las semillas germinadas y las arroja al final de laderas y despeñaderos. Una montaña es un emblema del reino mineral —eso me han dicho— pero la soledad y el vacío del espacio a esta altura ha reinventado la tristeza por la ausencia de lo orgánico. Creo que se trata de un pattern síquico. Deseo ver a la tierra como una bellota, como un fruto empujado desde su interior por una semilla que es la cresta himalayística del Annapurna, bordeando imaginarios lugares del Tibet y Nepal. Un peine de hueso Muchos han muerto con los pulmones llenos de agua en una caverna de hielo azul, con palabras que no hacían falta. Es absurdo: ¿cómo una roca puede inspirar honor y llamar al espíritu? Aquí el viento sopla a 40° sub-cero, y todavía hay escaladores que se entrampan concentrándose en lo que ya no tienen. Algo como esto les ocurrió a Scott Fischer y a Chantal Mauduit que escuchaba a Haendel cuando probó la ceguera de la montaña al descender del techo de los ochomiles como las puntas más altas de un peine de hueso. En definitiva el escalador es una marca sobre la nieve. Pensemos en algo parecido a un punto y una coma: el punto fue el escalador, y la coma la cordada que sostenía a Fischer y a Chantal Mauduit. Una de las cuatro manos de una Diosa pálida e hindú al parecer trazó estos signos que el viento hizo vibrar con furia y miedos. David Sharp Cómo olvidar a David Sharp en su agonía por falta de oxigeno. Derretí agua con la boca y se la di. Era la faz del edema. En mi imaginación me pareció escuchar su voz: —Sal a mi encuentro y ábreme huella. También en mi imaginación había una pared que daba paso a una arista y luego otra pared y otra arista… Salí de aquella carpa —abrumado— y pensé que en estas montañas cuando ocurre una avalancha: no hay demonio, ni disnea, y el escalador queda envuelto en la formación de la pureza. Y si llegas a encontrarte muy cerca de la cumbre, digamos a 100 mts: o el viento (el Dios Vaiu o Anila) te arroja y caes al Nepal, o si prefieres desmembrado al Tibet: cantando sobre farallones verticales y altas terrazas. Tu sangre podría teñir los bosques de coníferas de Kashmir. De pronto las rocas han comenzado a moverse, muy próximas al helicóptero de salvamento y descendió un Sherpa que me habló en un inglés nepalí. Había pequeños remolinos de nieve que giraban sobre el suelo y las huellas donde hace apenas dos días encontramos enterrada una lámpara de queroseno. ¬Aquellos fueron signos terribles en un ambiente de mucha tranquilidad. Yo miré las cambiantes manchas de luz y los efectos iridiscentes del glaciar. No podía hacer nada. El sentido común animal regresaba al cuerpo de David Sharp. Pues… ahora, ya estaba seguro, de que podría llegar la Sexta Flota… y nadie lo sacaría vivo de esa carpa. Una lección En el caserío Khabang —luego de puentes que flotan sobre ríos de plata cruda— hay un templo y un Buddha tallado en madera. Los años mutilaron algunos dedos, incluso una mano, y continua con idéntica expresión sonriente: Silenciemos el ruego y pacifiquemos al que interroga. Al principio el Buddha de Khabang era famoso por sus colores, hasta que su piel se blanqueó mostrando una cavidad más profunda. La madera se abría en aristas rectas y dejaba ver su fibra: El hastío que conduce a la serenidad. Mutilaciones El tiempo mutiló la mano izquierda de la estatua de Meleagro, pero… complacido y sereno, permanece junto al enorme Jabalí de Calidón: como a Alvaro Túniz, a quien encontraron de pie con su misma postura de años junto a su equipo de escalada. Su cuerpo ya era de marfil, y el frío lo conservó para la eternidad. El Apolo del patio del Belvedere, lastimosamente, perdió el antebrazo derecho y su otra mano, y sin embargo posa glorioso. Igual que él, permanece apoyado al pedernal —con idénticas mutilaciones— el cuerpo de Richard Olvrich. O el muchacho romano del siglo III que corre sin cabeza, como le ocurrió al pequeño Alessio, que murió al despeñarse por una grieta y aún hoy lo podemos ver conservado en un cubo rectangular de hielo. O aquel torso romano, en mármol, sin extremidades: ¿no es igual a lo que resta de Tomasso Grimpolli en el recodo de una gruta?: ¿ustedes podrían imaginárselo? O la cabeza del atleta que fue esculpida sin ojos: ¿podrían preguntárselo?, ¿cómo es posible?... Convengamos en algo: Las mutilaciones acentúan el enigma de lo humano. |
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