Por José María Espinasa
De la generación de poetas mexicanos que se abre con Alí Chumacero (1918) pocos están ya entre nosotros, en el año 2011, recién concluido, murieron Tomás Segovia (nacido en 1927) y Félix Dauajare (en 1919). Segovia había alcanzado en los últimos años de su vida un reconocimiento nacional e internacional acorde con su extraordinaria calidad. Félix Dauajare, en cambio, llevaba un buen tiempo olvidado, aislado en su natal San Luis Potosí, y apenas rodeado por el cariño de sus discípulos, amigos y fieles lectores. Los últimos años de su vida su salud se había visto afectada severamente por distintas enfermedades.
Pagó sin duda con ese olvido el permanecer ligado a su terruño, no emigrar a la ciudad de México o salir al extranjero. Las noticias sobre su fallecimiento apenas han salido del ámbito local. Sin embargo su poesía tiene una relevancia notable y el lector interesado en esa generación debe rescatarlo del olvido. En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, el momento de mayor creatividad de su escritura, Dauajare fue publicado por el FCE, y reconocida su importancia, pero pronto –al no estar en los tejes manejes del protagonismo literario- fue reducido a la idea de un poeta provinciano –ese mismo “provinciano” que tradujo espléndidamente las Elegías de Duino y que publicó El reino milenario, texto inspirado en Robert Musil hace más de medio siglo, cuando pocos hablan en castellano del gran narrador austriaco.
Hace unos quince años se publicó su poesía reunida, preparada por David Ojeda, especialista en literatura potosina y uno de los amigos más cercanos a Dauajare, en la editorial Verde Halago, bajo el título La vida del relámpago. Dicha edición sigue siendo el referente para juzgar su obra, pues son pocos los poemas que publicó posteriores a ella. En 2008 se publicó en Zacatecas, una antología dirigida a los jóvenes, titulada La palabra de todos y preparada y prologada por el poeta Juan José Macías, con un éxito sorpresivo entre los lectores.
En la generación de los nacidos en los treinta, donde reinó el barroquismo y el culto a la metáfora, una poesía tan seca como la de Dauajare llamó poco la atención. Su concisión conceptual, deudora de su coterráneo Manuel José Othón, no encontró seguidores, y el silencio de su “hermano mayor”, Chumacero, afectó también su escritura y la recepción de ella entre los lectores. Esa poesía reunida, hoy inencontrable salvo en librerías de viejo, debería ser retomada y puesta al alcance de los lectores, sus destinatarios y en quienes recae la responsabilidad de que no se olvide. Leamos a Félix Dauajare, vale la pena.
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