No. 75/Diciembre 2014-Enero 2015


Diáspora(s) en/desde México y, digamos, Latinoamérica

Por Gabriel Wolfson



Ratas, líquenes, insectos, polímeros,
espiroquetas: grupo Diáspora(s).
antología (1993-2013)

Jorge Cabezas Miranda (editor)
Profética/Cabeza Prusia/ Conaculta/Fonca, 2014.


En 2003, me imagino que en el verano, hubo en Sevilla un “Encuentro de Escritores Latinoamericanos”, breve y tristemente célebre porque resultó el último de este tipo de eventos al que asistió Roberto Bolaño: no era un viejo pero sí ya una estrella no del todo distante, quizá en el último momento en que se lo asociaba más al prestigio que a la fama, y como tal encabezaba una lista de autores prometedores, una especie de vanguardia internacional hispánica. Al año siguiente, en las ‘actas’ que publicó Seix Barral, los organizadores describían el encuentro como “un hito generacional que perdurará con los años”. Pues bien: ¿algo perduró, más allá de la conjetura que mantendrán los fans de Bolaño sobre por qué decidió ir en ese grave estado de salud? ¿Qué perduró, pues? Nada. No quedó siquiera alguna anécdota belicosa, como las que adornaron algunos de los congresos o encuentros del boom. Nada. Ahora bien, no nos engañemos: ¿alguien en verdad pensaba en algún hito, alguien suponía que de aquellas vacaciones literarias iba a permanecer algún signo que rescatarían los jóvenes escritores o críticos del futuro? No, y los primeros en no pensarlo, seguramente, los organizadores del encuentro, quienes en cambio tendrían muy clara su labor: hacer ruido. Y también hacer un libro, claro: el enfadoso combustible de la industria.

Puede verse en este episodio un buen ejemplo de aprendizaje: aunque difieran los fines, se ha asimilado como información genética el proceder vanguardista, con su carga de escándalo, contundencia y publicidad, en algo que podríamos llamar pseudovanguardia. Conste que con ello no necesariamente cargo las tintas: se trataría en principio de una categoría neutra, descriptiva. Me refiero a que, más o menos a fines del XIX, una vez instaurada la lógica moderna de la ruptura, vuelta imperativa la originalidad, la renovación, el parricidio –la institucionalización de la anomia, diría Bourdieu, su conversión en estructura temporal–, cada emergencia de una generación o un grupo parece no conocer otro procedimiento que el de las vanguardias, su atrabiliaria o presuntuosa gestualidad. Un ejemplo para México: pocas generaciones han demostrado mayor apego a una noción continuista de la cultura, entendida como una gigantesca y pródiga biblioteca que sirve de refugio, armadura y sustento ético, que la del Ateneo de la Juventud; no obstante, en sus primeros años, y para justamente emerger como un grupo nuevo, recurrieron a manotazos, proclamas encendidas, soberbia y desprecio de los otros para concentrar los focos sobre sí mismos. Si se duda del carácter de pseudovanguardia del Ateneo pueden leerse, primero, las violentas páginas dedicadas a la segunda época de la Revista Azul, en 1907, bullentes de retórica vanguardista incluso en su estricto sentido militar, y después las sucesivas reconciliaciones con varios de sus ‘enemigos’ de entonces, como Rafael Cabrera o González Martínez, reconciliaciones diríamos fáciles, naturales, puesto que en realidad nada o muy poco los había opuesto en aquel primer momento.

portada-diasporas.jpgCada quien, claro, podrá pensar en sus propios ejemplos de pseudovanguardia para el resto del siglo XX. Lo que quiero resaltar es el aprendizaje, en dicho lapso, del procedimiento para constituir grupos, aun si varios de sus supuestos miembros no sintieran formar parte. Ahí están, en México, los Contemporáneos, el grupo Taller, la mafia en torno a Benítez, los infrarrealistas, etcétera. Ahora bien, una vez formado, un grupo puede hacer algo más: proponer públicamente (publicar, hacer público: antologías, revistas, cursos, lecturas, seminarios, performances, etcétera) un modo de concebir y practicar lo literario que se corresponda con su proceder inicialmente vanguardista. Lo que ha ocurrido a partir de los pasados años ochenta, sin embargo, es la aparición de grupos que, después de su golpe de efecto inaugural, no han tenido mucho que decir: se crea un grupo para contar con un grupo, para arroparse en la dura disputa simbólico-editorial, para coserse un escudo en el suéter, para dotarse de movilidad mercantil.

¿Será por eso que el grupo Diáspora(s), quizá el último grupo de vanguardia en Latinoamérica, en México ha pasado casi desapercibido: porque cuesta trabajo pensar en un grupo que vaya más allá de los manifiestos incumplidos o de las etiquetas para mejor acomodarse en los anaqueles de novedades? Hay más respuestas posibles, que explican, a la vez, por qué Diáspora(s) nos sigue interrogando. Por ejemplo, nuestro horizonte post-, que de unos años para acá ha terminado dándose por hecho: posmodernidad, postliteratura, y sobre todo el post- identitario, la postmexicanidad, con el que casi todos parecemos convenir, sea por un rechazo meditado o histérico al repertorio de ítems nacionales, sea por no habérsenos ocurrido una vía distinta de la que generosamente provee el mecano corporativo trans-post-nacional. Acaso se ha englobado aprisa toda Latinoamérica, como categóricas ocho columnas, bajo el paraguas postnacional, como si en efecto cada práctica literaria latinoamericana pasara a fuerzas por Barcelona, lo que, al extremo, orilla a no ver lo específico, es decir a no ver nada. ¿Qué es lo específico en este caso? Aquello no escrito, por muy diversas razones, bajo el paradigma postnacional, que puede ser mucho. Digamos, Cuba en plena década de los noventa, según Rafael Rojas, cuando “el discurso nacionalista recibió más aliento desde el poder que el discurso socialista”, es decir, cuando había que hacer frente de una u otra forma a ese neoimperio de nacionalismo y no sólo vagar en las estepas abandonadas por el dios nacional.

Resulta curioso, sin embargo, decir que en México el grupo Diáspora(s) ha pasado casi desapercibido cuando en este país se ha hecho mucho por poner en circulación sus escritos. En revistas como El poeta y su trabajo, Cuaderno Salmón o Letras Libres se han publicado textos de algunos de sus miembros, normalmente de los más conocidos, Rolando Sánchez Mejías y José Manuel Prieto. Y desde luego en Crítica, que entre otras cosas, en el número 148, de abril de 2012, presentó una muy buena antología a cargo de Idalia Morejón. Más: en Libros del Umbral apareció el, para mi gusto, libro central de Carlos A. Aguilera hasta la fecha, Teoría del alma china. Pero sobre todo habría que referirse a la editorial Aldus, que publicó Cálculo de lindes, de Sánchez Mejías, El mediodía del bufón y SilsMaria, de Rogelio Saunders, y la importante antología Memorias de la clase muerta. Poesía cubana 1988-2001, preparada por Aguilera, si no es que se me escapa algún título más. ¿Entonces? Por una parte, no es suficiente: muchos libros de Diáspora(s) fueron publicados en Cuba y son inconseguibles (¿cómo leer en México los libros de Pedro Marqués de Armas, Ismael González Castañer, Ricardo Alberto Pérez o Radamés Molina?); a la vez, aun aquellos producidos por sellos fuertes, como los de Prieto en Mondadori y Anagrama y los de Sánchez Mejías en Siruela, me imagino que no resultaron éxitos de ventas y no se reeditaron. Por otra parte, y más importante, la obra de Diáspora(s) se ha ofrecido de forma aislada, lo cual se explica al recordar que los grupos de vanguardia suelen aspirar secretamente a su disolución, pero lo que, a la vez, puede dificultar en algunos casos si no la lectura sí la comprensión de ciertas propuestas (el más renombrado a nivel internacional, Prieto, ha sido leído así, separadamente: no digo que sus novelas pidan por fuerza la contextualización, pero sí que el horizonte de Diáspora(s) las enriquece, las afila). Circunstancia que además, acaso sin ese propósito, contribuiría a reforzar un paradigma del que Diáspora(s) se aleja: el de la pureza del texto y su autonomía, sobre el que se ha sostenido la práctica literaria moderna. Junto a ello, en México los textos de Diáspora(s) –con excepción de Crítica y, oblicuamente, Aldus– se han integrado poco o nada a ninguna discusión; en cambio, han quedado como productos en el aire, la ampliación de un terso catálogo cosmopolita: uno tiene acceso a poetas coreanos, nuevos cuentistas serbios o ensayistas cubanos no exiliados o sí exiliados, sin habérsele extraído a Diáspora(s) el potencial de cuestionamiento a la plácida literatura postnacional, a la estandarizada muerte de las ideologías, al supuesto orden mundial post-11 de septiembre (otro post-), en fin.

Por supuesto que tampoco en Cuba –en “Cuba”, digamos– Diáspora(s) existe, o no mucho. Como explica Rafael Rojas, con el giro de la política cultural oficial cubana a partir de mediados de los noventa, un giro que deja a un lado el marxismo-leninismo y se centra en cierto nacionalismo ‘revolucionario’, a veces incluso un nacionalismo católico –y que ejemplifican como ninguno las lamentables, periódicas y ya clásicas rectificaciones de Fernández Retamar–, se han rescatado para el canon nacional autores casi siempre apartados: Lezama, Fernando Ortiz, Piñera, Baquero, incluso Sarduy, incluso Mañach. Pero siguen fuera tanto Reynaldo Arenas como Cabrera Infante: “autorizan el discurso étnico de la diáspora”, dice Rojas, “mientras persiguen el pensamiento político del exilio”. Uno estaría tentado a decir: los funcionarios cubanos autorizan el discurso étnico/subalterno y persiguen las diáspora(s): autorizan las narrativas emanadas de, o hermanadas con, los estudios culturales estadounidenses —de los que Retamar es ya una especie de padre-de-la-iglesia— en la medida en que pueden pasar por discursos intercambiables en el mapamundi, y persiguen las escrituras que, junto a otras pulsiones, se practican contra un régimen concreto. Aquí cabría, por cierto, una acotación sobre lo ilusorio que a veces puede resultar el horizonte postnacional: mientras que fuera de Cuba la tradición cubana es claramente la tradición de Lezama, Piñera, Arenas, Sarduy, Casey, Kozer, Cabrera Infante, etcétera, en Cuba la tradición central, muy distinta, ha sido erigida sobre dos grandes mitos: el mito origenista y el mito de la Revolución. Sigo aquí a Rojas, quien agrega: “el reto de la futura democracia cubana será precisamente ése: levantarse sobre un campo cultural desmitificado”. Ahora bien: ¿dónde se hallará una mejor obra de desmitificación? No tanto en las apuestas singulares, de personajes/identidades particularizados que no acaban de adscribirse a alguno de esos mitos pero a los cuales muy probablemente terminarán asimilados; más bien en un trabajo continuado no sobre el contenido de esos mitos sino sobre el carácter mítico de la cultura. En mi opinión, justo lo que hizo Diáspora(s), al menos en aquel espacio que ahora, aún, podemos conocer: su revista homónima, una publicación extraordinaria que, entre otras cosas, nos interroga sobre lo que vuelve notable a una revista –¿su diseño sexy, las renombradas firmas, los homenajes y centenarios, el trajín de las fichas biobibliográficas, o más bien la honda comprensión de la sintaxis de la revista y el empeño para convertirla en un espacio de acción, de hechura?– y que ahora se puede revisar a fondo en una edición facsímil que preparó Jorge Cabezas Miranda.1

Dado esto último, es obvio que en este texto no se presenta ningún descubrimiento: ahí están los ensayos sobre Diáspora(s) de Víctor Fowler, Idalia Morejón o el propio Jorge Cabezas, entre otros. Pero sí llama la atención que ni se analice ni prácticamente se mencione al grupo en dos libros enfocados en la cultura cubana contemporánea: Los juegos de la Escritura o la (re)escritura de la Historia (Casa de las Américas, 2007), de Alberto Abreu Arcia, y el que he citado de Rafael Rojas, Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano (Anagrama, 2006). Me centraré en el de Rojas, quien, desde el principio, enfatiza que en Cuba “la gravitación centrípeta hacia el sujeto nacional […] es todavía aplicable”, lo cual permite insistir en la posible dificultad del medio hispanoamericano para ver Diáspora(s) dada la obligación de lo post- o trans- nacional, y quien después traza un gran dibujo de una cultura cubana a medio siglo cuya amplitud ni imaginamos quienes leemos desde fuera una literatura compuesta sólo por los grandes y heréticos nombres. Sin embargo, hacia el final, Rojas narra la historia de las novelas ‘alemanas’ de Jorge Volpi e Ignacio Padilla y apunta que en la crítica mexicana hubo una reacción adversa contra ellas para preferir en cambio otras dos novelas contemporáneas: la obra magna de Daniel Sada, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, y El seductor de la patria, de Enrique Serna, de lo cual Rojas deriva la siguiente conclusión:

Ningún crítico se atrevió a decir que prefería estas novelas [las de Sada y Serna] a las de Volpi y Padilla porque postulaban relatos nacionales, es decir, porque éstas, a diferencia de aquellos divertimentos europeos, eran “narraciones correctamente mexicanas”. […] En sociedades como las latinoamericanas, donde una modernidad insuficiente todavía pugna por la integración del espacio público, las poéticas posnacionales, inspiradas lo mismo en un discurso de la exterioridad que en cualquier retórica multicultural, siguen vigiladas y castigadas por el sujeto nacional hegemónico.
Creo que Rojas yerra en varios sentidos. Supongo, primero, que muchos críticos habrán preferido la novela de Sada a las de Volpi y Padilla no por nacional sino por mucho más compleja, lingüísticamente estimulante, etcétera. Rojas implica aquí una lectura simple de lo nacional, donde tal categoría sólo puede percibirse en el nivel temático o escenográfico de las novelas –digamos: donde una novela sobre la Alemania nazi es postnacional mientras que una sobre un pueblo de Coahuila es nacional. ¿Por qué no prenacional, para el caso?–: no ve, en cambio, cómo la estructura y el lenguaje convencionales de una novela, incluida la intriga amorosa ligada a lo político (esta última idea es de Doris Sommer en Ficciones fundacionales) pueden contribuir mucho más a lo nacional que una narración como la de Sada, que, entre otras cosas, por su alambicamiento verbal, somete a un muy fuerte cuestionamiento uno de los pilares de lo nacional: el sueño de un lenguaje homogéneo. Así quizá se entienda por qué la escasa presencia de Diáspora(s) en el por otra parte gran libro de Rojas: si su modelo de literatura posmoderna o postnacional es el de Volpi y Padilla, es claro que el trabajo de Diáspora(s) incluso podría llegar a sonar, por su tratamiento así sea travestido de Cuba, como una rémora nacional. Y puede agregarse lo siguiente: acaso no sea lo mismo postnacional que antinacional: en lo post- cabrían posturas azarosas, sólo situadas por ligereza o por fatum en un horizonte efectivamente post-; en lo anti- tendría que existir un posicionamiento crítico frente a unos contenidos concretos con que se ha llenado determinado recipiente nacional, y también un posicionamiento contra un modo nacional –independientemente de su contenido: nacional como categoría– de practicar la literatura. Entonces se vislumbra otra clave: en la descripción que hace de la literatura cubana contemporánea, Rojas se fija sólo en la narrativa: ya desde ese corte no sólo se deja a un lado el trabajo sobre –desde, hasta, contra– lo nacional de Diáspora(s) en obras no narrativas –incluidas muchas de sus ‘narrativas’–, sino que se refuerza, muy oblicuamente, cierto, un tópico nacional: aquel que asimila literatura con narrativa, que reduce más bien la literatura a la narrativa –y claro, de preferencia a un cierto único modelo de narrativa– porque es ahí, en ese espacio, donde más fácil, más transparentemente pueden leerse las minificciones nacionales.2

En fin, a riesgo de que esto suene a artículo de fe –la mía, depositada en la propuesta de Diáspora(s)–, no termina de sorprenderme el enorme contraste entre la importancia de la obra del grupo y su casi nula asimilación en el ámbito hispanoamericano, donde se eluden sus nombres en muchos estudios sobre literatura hispanoamericana contemporánea (ya no hablemos de los top ten al estilo Granta o de las listitas al final de año o de década), y donde, digamos, la imagen de la literatura cubana actual más bien la copan Pedro Juan Gutiérrez o Wendy Guerra. Al respecto, podría pensarse también en el boom Bolaño: en tanto testimonio coral de la tristeza por la derrota de las distintas revoluciones latinoamericanas –y por los exilios a que condujeron las dictaduras militares de derecha–, acaso torne incómodas las réplicas a la única de aquellas revoluciones empeñada en seguir existiendo. Es decir: ¿será fácil casar la euforia ante la irónica nostalgia por algo que nunca fue con el interés por el irónico asco ante ese mismo algo que no sólo fue sino que, monstruoso, sigue siendo? Porque además, resulta que Diáspora(s) no representa el papel de opositor al castrismo desde el fácil folclor, las ‘esencias’ trópico-caótico-sexuales cubanas, la entrega irónica pero gozosa al mercado tan anhelado por años, por décadas. De hecho, si una de las lecturas que se han realizado del grupo subraya mucho más el blanco del totalitarismo para su actuación terrorista-literaria, habría que remarcar también el otro flanco: zafarse del polo mercantil posmoderno, que se habrá aparecido, me imagino, como promisorio y fascinante a quienes pudieron deslindarse del marco institucional cubano perestroika e internet mediante. En esta misma línea, aunque quizá en dirección inversa, otra pregunta: ¿no será también que Diáspora(s) se ha leído muy poco en el medio hispanoamericano porque echaban mano del posestructuralismo francés, una teoría descriptiva y contestataria del poder vigilante-disciplinante-controlador del bajo capitalismo, pero no para referirse –o no en exclusiva, sin duda– a ningún espacio de capitalismo terciario o postindustrial o líquido o de ficción, sino a un pseudocomunismo devenido totalitarismo de Estado, y justo cuando se suponía, de acuerdo con la pulsión conspirativa de cierta izquierda académica, que esa vigilancia y ese control ya no eran ejercidos por los Estados, qué va, sino por un nebuloso y absoluto entramado ideológico-financiero?

Y por no dejar, en esta presentación desatenta, me gustaría añadir una última conjetura para explicarme el contraste del párrafo anterior. Como fuentes del grupo, Idalia Morejón apunta a Francia (Barthes, Blanchot, Deleuze, Derrida), más Pasolini y Brodsky. Yo agregaría el componente básico de lo alemán/austriaco (Wittgenstein, Bernhard, Jelineck) y más autores rusos (Mandelstam, Bulgákov). Pero Morejón precisa un interés fundamental del grupo: “las llamadas ‘malas escrituras’”, para ella Piñera y Lorenzo García Vega. Yo diría: escrituras idiotas. No escrituras experimentales, complejas, transgresoras: escrituras torpes, mala leche, terreno de la vanguardia una vez superadas vanguardias y postvanguardias (en el epílogo de Memorias de la clase muerta, Aguilera se refiere a esa “cultura del sin estilo, del plagio, de la idiotez” como parte de una “tradición ‘moderna’ de lo conceptual”). Aquí cabrían como ejemplo las escrituras caprichosas de varios integrantes del grupo, plenas de insensateces, sinsentidos, diminutivos insidiosos, gratuidades, deficiente puntuación, o bien las escrituras maniáticas, seriales, mecánicas, herencia directa de García Vega, el origenista más reivindicado por Diáspora(s). De atenderse esta estirpe, habría que convenir en que Diáspora(s) –si existió una práctica de escritura más o menos común a todos ellos– ha trabajado menos en los niveles temático y estructural que en el lingüístico/prosódico y en el nivel conceptual de los textos. Ahora bien, si se hace explícito el paradigma de la lengua común –la lengua es una sola más allá de las fronteras: de España a México a Argentina–, paradigma construido y reivindicado de Menéndez Pelayo hasta Vuelta (y si me apuran, hasta Las ínsulas extrañas), puede nuevamente aclararse la desatención que ha rodeado el proyecto de Diáspora(s). Me refiero a que ese paradigma de la lengua común, que en ciertos momentos pudo constituir una especie de avanzada cosmopolita y crítica –el momento de Plural, por ejemplo, justamente contra la apuesta por la solidificación de lo conversacional/nuevatrova de la oficialidad cubana–, dejó de ser, como bien detecta Ignacio Echevarría, un canal de comunicación o un arsenal que esgrimir frente a los dictados culturales de los Estados, y se convirtió en cambio en una plácida nivelación verbal, idónea para el benévolo mercado internacional que acaparó el medio literario desde los noventa. A esa mutación de la lengua común Echevarría la llama “interlingua”: “sólo los libros escritos en esa interlingua obtendrían patente de difusión fuera de las fronteras del país en el que han surgido”. Lo interesante es que Echevarría piensa en la dificultad que encontrarían los textos trabajados en registros orales para ser difundidos en el nuevo circuito de compra y lectura; piénsese qué pasa cuando ni siquiera se trata de eso –que podría venderse como neofolclor o neoautenticidad–, sino algo así como lenguas-habladas-muertas (Saunders) o lenguas-escritas-maltraducidas (Prieto, Aguilera).

Me parece que a partir de esto último es posible perfilar mejor el carácter de vanguardia para el grupo. No sólo se trata de que en la actualidad se rechacen escrituras con registros orales/locales, como argumenta Echevarría, sino de la postergación de escrituras que suponen distintas nociones de literatura en beneficio de una sola noción: la literatura entendida como contar eficazmente historias (a esto apunta Aguilera en el epílogo al que me he referido, cuando señala que en los noventa se hace efectivo un corte en la escritura poética en Cuba “y se hace efectivo de modo curioso, poniendo entre comillas la institución poesía: su ideología arcádica, su verticalidad social; tachando de manera cómica eso que se ha llamado LiteraturaNación”). En todo caso, si nos resulta tan arduo caracterizar la posibilidad de la vanguardia en nuestros días, o siquiera creer en ella, podría partirse de algo simple: vanguardia, como la de Diáspora(s), significa no escribir como si no hubieran existido Joyce, Beckett, Hofmannsthal, Kraus, Vallejo, Parra, Bernhard, Piglia, también Duchamp, Schwitters, Brossa, los accionistas vieneses, etcétera; no escribir como si no hubiera habido polémicas, resentimientos, ridiculeces, candor, tanto candor; como si no hubiese habido lingüística, Wittgenstein, Foucault, historia cultural, poesía concreta, sociología dura. La vanguardia: una serie de negaciones, una serie de desvíos ante cada puerta clausurada por la asimilación irreflexiva y ante cada puerta abierta por los disparates, la obsesión y el delirio. Y en todo caso, como más limpiamente dice Idalia Morejón para nuestro caso concreto: vanguardia es “la continuidad de la ruptura” y “la proyección política (contra el nacionalismo de Estado)”.

Desde el incómodo lujo minucioso de José Manuel Prieto al irónico barroco hiriente de Radamés Molina, desde el piñerismogeometrizado de Ricardo Alberto Pérez al maniatado delirio de Rolando Sánchez Mejías, los textos de esta antología, esperamos, no dejarán de remitir a esa vanguardia pobre y vigorosa de Diáspora(s) que he querido bocetar aquí.

“Ratas, líquenes, insectos, polímeros, espiroquetas” es, por cierto, medio verso de Rogelio Saunders.3



 
1 Revista Diáspora(s). Edición facsímil (1997-2002). Literatura cubana. Barcelona: Linkgua, 2013.

2 Y otra inferencia de lo post- y lo anti-: tal vez así pueda también entenderse por qué no se habla de un grupo llamado Diáspora(s) en la sección final del libro de Rojas dedicada a la diáspora cubana (“Cuenta Guillermo Cabrera Infante que fue Calvert Casey quien primero aludió al exilio de la isla como una diáspora”, escribe Rojas): Diáspora(s) apunta no sólo a la diáspora cubana posrevolucionaria, sino también a la diáspora judía –ahí la maravillosa entrevista con José Kozer en el número 7-8 de la revista– y, en general, a una cultura sólo entendida como diaspórica.

3 Título de la antología que próximamente aparecerá publicada bajo el sello cabezaprusia, y de la cual este texto es el prólogo.