Me enorgullece lo que no gobierno en mí, lo que se escapa a mis manos. Arraigado, el lugar común que no puedo controlar; siempre se esconde en alguna arista lejana o tan inmediata que no la percibo. Lo cierto es que disfruto saber que existe la palabra enterrada en la idea, antes de mí, antes siempre: está en la médula, en lo más profundo. (La médula. Casi alma la sola palabra: médula.)
En los aires, con el hueso en la garra, el hueso nunca blanco, nunca limpio, va planeando el quebrantahuesos. Desde la distancia uno es como todos.
Alejarse de las cosas ayuda a tomar buenas decisiones: un mapa es un retrato expresivo antes que un buen guía, tal vez incluso más expresivo que el paisaje: recorrer desde las alturas el fluir de los ríos y carreteras que desembocan en los perfiles de las penínsulas y los golfos, en la línea impredecible de la costa y en el perímetro de las montañas y en la baba roja hirviente que las montañas escupen fecundando los ángulos de las rocas. Líneas y siluetas y surcos y más líneas que se penetran, rompen y dividen; sesgan la ruta de la mirada, reproducen su destino.
Nombras fractal a la naturaleza por las cicatrices: las decisiones que algún dios ha tomado sobre ella.
Finalmente he quebrado un espejo. No decidí romperlo. Decidí, hace ya mucho tiempo, escribir poemas sobre espejos rotos. La imagen se gestó en mí antes de la experiencia, antes siempre; brotaron raíces y se formaron telarañas, todas sus líneas se partieron, sus esquinas se multiplicaron y multiplicaron mis ojos y mis labios, y se redobló todo en la pupila y en el cristal la pupila se vio reflejada. Un espejo roto es un fractal inexacto, un fractal para mis ojos inexactos.
En las garras, el hueso agrietado. Amarillento o rojizo el fémur que de algún cadáver fue recogido, va por los aires. Cruza las nubes que se repiten a sí mismas, rompe la perfección infinita de los espirales que el viento, acariciando al vapor, forma.
El sol y los buitres planeaban sobre mí. Cerca, algún animal muerto. Todo era blanco, la yerba sequísima tronaba bajo mis pies.
Había llegado al final del camino. Me habían dicho que no avanzara más. Seguí caminando.
No fue ni un kilómetro más adelante en donde estaba; encorvado, con el pecho naranja y plumas blancas en la cabeza. Su figura no se resolvía entre un águila y un buitre. Con las garras tomaba el hueso descarnado de una res.
Disfruto los movimientos involuntarios que decido fabricarme. Lugar común: cuando golpeo la parte baja de la rodilla y el pie se mueve; un movimiento que no expresa, salvo el cuerpo. Pero hay un dedo que señala a la nada, una mano que trata de tomar algo que no está, una garganta que se abre para decir palabras inconexas. Me gustaría verme dormir. Ansío que mi médula le juegue bromas a mi cuerpo. Las premoniciones deben venir de la médula: los párpados delgados visten la silueta de un par de pupilas que se mueven agitadamente. Luego un grito: una casa me caerá encima, por ejemplo.
Desde la distancia todas las decisiones parecen ser la misma, tienen siempre el mismo principio. El albedrío es la semilla de un árbol de bifurcaciones que se suman y se suman y se suman y se suman y se suman y
incluso muy adentro las cosas se repiten y parecen confirmarse. Pero el ojo no alcanza. La vida se proyecta y crece. La fuga es emperatriz del transcurso, todo se muestra parcial como para ser descrito en términos geométricos. Vida es una palabra muda, sus raíces atraviesan el tiempo y llegan a la boca de un dios. La palabra cuajada sobre la primera lengua, antes siempre. Dios habla con lugares comunes.
Regreso a los poemas de los espejos. De una u otra forma reescribo los mismos poemas. Hablaban sobre la identidad: trabajo inútil. Clavado en la mente antes el yo, con la justa medida de quien lo pronuncia, con su volumen y sus detalles a cualquier escala, injustificables, inconmensurables, inútiles.
Supongo que abarqué demasiado. Quise que toda mi vida cupiera en cinco poemas. Ahora soy autorreferente en cada texto que escribo. Autosimilar como un fractal, pero descompuesto. Como un espejo quebrado.
Tengo que decidir si lo que vi aquella tarde era un quebrantahuesos. Aún cierro los ojos y en mi memoria aparece, a punto de volar, con un largo hueso en las garras, idéntico a las fotografías de las enciclopedias. Yo había escuchado que comían médula, que volaban alto y dejaban caer los huesos sobre las rocas para quebrarlos y devorar su centro. No lo hacen. Además sólo habitan lugares como los Pirineos y los Alpes. Pero aún cierro los ojos y en mi memoria aparece un quebrantahuesos. Tengo que decidir si vi o no aquel ave o si ha sido todo un acto reflejo, una imagen que poblaba mi memoria antes de suceder.
Trabajo inútil: secretamente monótonas las cosas se resuelven a sí mismas.
Pequeño era el ojo del ave que planeaba en círculos. Había decidido ya el punto sobre el que dispararía lo que entre sus garras llevaba. Sobre las rocas, encadenado estaba el hombre que se negó a obedecer los designios. Poco después, sobre su cráneo cayó el caparazón de una tortuga.
Sobre las cimas de estas rocas escarpadas, espero. Levanto la vista, el sol la cubre. Se definen a contra luz las grandes alas que sobre mí, en círculos, vuelan. Un fémur, nunca blanco, nunca limpio, va por los aires.
Las heridas del descuido, el descuido heredado: las ojeras. El cuerpo, propio e irrelevante.
Hay días en los que sin mirarme en el espejo, sé que mi cuerpo es distinto porque miro mis manos y cambian. Mis manos son un rostro que recuerda a mi madre. Miro sus manos y me reconozco. Pero reconocerme en ella, no es reconocerme.
Soy como todos: un desconocimiento. Proyecto mi cuerpo sobre el tuyo, encuentro partes de
mí empotradas en los otros: definen un cuerpo hinchado de insatisfacciones. Una espera.