No. 104 / Noviembre 2017


Parachoques

El ojo límpiale con el codo

Segunda parte


Pedro Serrano


Cada uno vive lo que nadie. Eso que nadie vive sino yo solo y sólo yo no se puede comunicar. Me mantiene en infinito aislamiento. No existe afuera ni el afuera. Está sólo en mí pero por eso mismo no para mí. No hay forma de compartirlo. No hay forma que compartir. Lo que se comparte es una forma. Un poema transforma lo que no está ahí en una forma palpable que transporta eso que antes no estaba ahí. Crea así una forma compartible. Al leerlo, mi experiencia única, personal, intransferible se vacía en esa forma. Un poema abre la cáscara de solipsismo de nuestra experiencia. No hay que pedirle más. Es su virtud.

Esto que he ido escribiendo de modo escueto viene de la reacción que ha suscitado en México la aparición pública de textos emocionales surgidos del temblor. Escribí textos emocionales y no poemas porque mucha gente ha reaccionado desconcertada o indignada ante su aparición, negándoles algunos su carácter de poema, negándoles otros su derecho a ser escritos. No todo el mundo, por supuesto. Muchos lectores de esos textos lo que han hecho es precisamente compartirlos, hacerlos bien común. Eso los hace poemas. Sin embargo la gente que ha reaccionado digamos negativamente es gente que tiene que ver de una manera u otra con la literatura. Lo cual hace más intrigante su reacción. Como si escribirlo fuera ilegítimo en momentos extremos, parece que pensaran. No es la primera vez que se argumenta esto pero ya que se repite vale la pena volver a preguntarnos qué significa y por qué sucede. Aventuro unas primeras conjeturas: quizás porque un poema nunca puede estar en un lugar de comodidad, quizás porque el lenguaje de un poema nunca es cómodo. En momentos de extrema necesidad, para la cosa práctica, se requieren instrumentos exactos. Pero no es lo único que necesitamos. Y los poemas son todo menos eso. Su penetración, y también su afectación, dependen en su carácter oblicuo, diría Fabio Morábito. Su necesidad está en su ubicuidad.

Es precisamente en momentos extremos cuando nos sentimos compelidos a escribir poemas. Extremos de felicidad o extremos de aburrimiento, no importa. Y también es en momentos extremos cuando recurrimos a ellos. No pensamos entonces en la calidad del poema sino que nos dejamos llevar por su impulso, su corriente, su oleaje. Es un momento a la vez liminar y abismal, de efectividad pura, sea en la escritura o en la lectura. Sucede sin que nos demos cuenta. De ahí la sospecha, la incomodidad y la deslegitimación por parte de los conoscitori, que se sienten con derecho a juzgar no el resultado sino la expresión. ¿Qué quería quien lo escribió al hacerlo? ¿Cuáles eran sus intenciones? ¿Qué fines tiene al publicarlo? Todas estas preguntas son válidas, por supuesto. Pero deben venir de regreso. Deben hacerse después, no antes de la lectura de un poema. Servirá para explicar si el poema funciona o no, más allá de su inmediatez. Para entender por qué lo hace y para mostrar cómo lo hace. O si en efecto es espurio, que también lo puede ser. Entonces sí que es válido calificar y descalificar. Para eso está la crítica. Lo que me intriga ahora, repito, es la reacción de antemano, el pre-juicio, no ante su lectura sino frente a su aparición.

La naturaleza misma del acto poético es sinuosa, incómoda, desajustada. De ahí su extrañeza y su carácter monstruoso. Pero ahí hay que regresar, y de ahí partir. Cuando no tenemos otra manera de salir de una experiencia, cuando no sabemos cómo ponerla enfrente de nosotros, cómo compartirla, recurrimos a un uso del lenguaje muy extraño. Y cuando ese uso aparece, a eso que surge lo llamamos poema. Un poema siempre está fuera de lugar, pero esto se exacerba en momentos extremos, como los de un temblor, una guerra, una tragedia. En circunstancias así, antes de la calidad de un texto, habría que pensar en su necesidad. En su necesidad para quien lo escribe y en su necesidad para quien se encuentra en él. Y es en este, digamos, doblaje y doblez del lienzo donde debemos fijar nuestra atención. En las razones de su escritura y los vientos de su recepción. Y desde ahí desentrañar lo que sucede. Lo que le sucede al texto, lo que nos sucede en nuestra lectura. El oleaje emocional de un poema nos va a llevar o a revolcar sólo si estamos a su merced. Como las corrientes marinas, donde un paso de distancia hace la diferencia entre seguir plácidamente en la orilla o ser arrastrados mar adentro. En momentos tales, hablar de la calidad de un poema es una inadecuación. Frente a los poemas escritos con motivo de un huracán, hay que ubicar cuándo y cómo fueron escritos, quién es testigo y quién es participante. Es decir, no se tiene un punto de vista crítico sobre un poema escrito al calor del acontecimiento si no incluye la conciencia de ese calor.

Una situación traumática provoca reacciones diversas, entre ellas suscitar la escritura de poemas. Juan Villoro escribió un poema al día siguiente del terremoto y lo publicó inmediatamente. E inmediatamente también hubo quien se preguntó por su legitimidad: la legitimidad de Villoro, un narrador, para escribir poemas, y también la legitimidad de escribir un poema en circunstancias tales. Ambas cosas dan tela de donde cortar, así que antes que nada hay que acomodar el género. Empezaré por decir que tales respuestas no son críticas, sino producto reactivo de la pura incomodidad. En lugar de entrar a su lectura se pone uno apretado. Sin embargo hay otras cosas, relacionadas con el texto de salida, por llamarlo de alguna manera, más interesantes que las suspicacias. Y sobre esas voy a hablar. No hay que dejar de vista que Juan Villoro trabaja en un periódico y como tal está obligado a escribir y publicar textos de manera regular. Como periodista que es, tiene que mandar sus artículos al diario, llueve o truene. Ese es su entrenamiento. Y sucede que el día del temblor Villoro tenía la obligación de escribir un texto. Pero ese día no sólo llovió y tronó y relampagueó sino que además tembló. ¿Cómo obviar o esquivar la realidad traumática que tenía enfrente? ¿Escribir sobre otra cosa? ¿Ponerse a dictar acciones y recomendaciones? Había que ponerse a escribir, como se pudiera y saliera lo que saliera.

En una entrevista que le hizo Julián I. Espinoza Rojas para El Tiempo de Colombia, Juan dijo lo siguiente: “‘El puño en alto’ es un texto que surgió por la desesperación de un columnista periodístico, que soy yo. Los jueves tengo que entregar mi columna y ese día solamente podía pensar en el terremoto, no podía pensar en otra cosa. No sentía que pudiera tener una capacidad de análisis especial, tampoco creía que pudiera hacer una crónica que superara lo que ya estaban viviendo muchísimas otras personas. Como tantos mexicanos, yo estaba en actividades de ayuda y demás, pero tenía que acabar mi columna. Me pareció que lo más honesto era escribir una especie de letanía con sensaciones que yo tenía en ese momento.” Yo no estoy tan seguro de que se haya puesto a pensar ordenadamente en qué cosa debía escribir y cómo debería de hacerlo. Me suena más a que se sentó, hizo lo que pudo, y luego lo mandó al periódico. Me interesa ahora pensar en lo que sucedió y cómo sucedió. En ese sentido, lo que sí sé, a partir de la lectura de su poema, es que en el momento de empezar a escribir coincidieron en él la pericia y el aprendizaje de varias décadas de escritor, junto con la imposibilidad de no aventurarse en aguas desconocidas.

En un reciente ensayo sobre el Guernica, el crítico británico T. J. Clark observaba lo poco preparado que estaba Picasso para hacer una obra política y lo ansioso que se sentía ante el compromiso asumido con el gobierno de la República Española de pintar un mural sobre la guerra civil. “Cuando Josep Lluís Sert y otros delegados de República Española llegaron a principios de 1937 a pedirle a Picasso que hiciera el mural, les dijo que no estaba seguro de poder producir una pintura del tipo que pedían.” Picasso, explica Clark, era un pintor de interiores. Su espacio era el del cuarto, rodeado de muros, ventanas, objetos: “El mural, podríamos decir, nos muestra el mundo cubista llegando a un final”. Es decir, sin el cubismo, sin su entrenamiento, sin su aprendizaje pictórico y vital, Picasso no habría sido capaz de crear el Guernica. Utilizó todos sus medios y todas sus protecciones para salir de ellas y salir de sí en una nueva creación. Y la fuerza del Guernica le viene en mucho, paradójicamente, de la destrucción de tales planos de contención. Ante Guernica, en Guernica, no sabemos si estamos adentro o afuera. Ahí explota su fuerza. El mural hace saltar los espacios cerrados que fundamentaban su obra y adentro de los cuales él estaba acostumbrado a moverse. Aclaro que no pretendo comparar el cuadro de Picasso con el poema de Juan, para empezar porque Picasso llegó a su forma final después de muchos bocetos, y por encargo expreso, mientras que Juan escribió su poema de una pura necesidad y en una sola sentada (el poema “Los muertos” de María Rivera, que fue escrito durante un periodo largo para hablar de las ejecuciones en México, sería un ejemplo más cercano de creación meditada y premeditada, pero eso es tema de otro ensayo). Lo que me interesa subrayar ahora es que tanto Picasso como Villoro se vieron obligados a internarse en un medio que hasta ese momento desconocían, y ambos tuvieron que recurrir a su propia destreza.

Juan Villoro es un escritor profesional, es decir sabe su oficio, está entrenado para ello, lleva muchos años practicándolo. Menciono esta serie de obviedades para remachar que cuando un autor incursiona en otra área de escritura, es inevitable que lleve consigo su propio bagaje, y que en su práctica se manifieste de una manera u otra lo que sabe hacer. Me imagino, y todo esto es pura conjetura, que cuando Juan se puso a escribir su nota lo que le fue saliendo fueron versos. Para alguien que no escribe versos esto debe ser una experiencia desconcertante. Las frases se recortan, las palabras vuelan en ritmo, lo que es pensamiento continuo se vuelve encantatorio. Por eso no me suena que su decisión de escribir un poema tuviera que ver con la honestidad, ni tampoco que el poema fuera resultado de una decisión. Más bien, digamos de un mandato interior. Supongo que habrá dudado ante el hipogrifo que le iba apareciendo. Pero siguió, y escribió su texto. Y lo mandó al periódico. Y al día siguiente salió publicado. Lo que siguió fue que el poema se volvió viral. Y empezó a ser traducido a otras lenguas.