No. 105 / Diciembre 2017 - Enero 2018
Parachoques
El ojo límpiale con el codo
Tercera parte
Pedro Serrano
El terremoto del 19 de septiembre sucedió a las 13:19. Yo salía de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y tenía que dirigirme a otro recinto de la Ciudad Universitaria, a dar una clase sobre poesía y traducción. Mandé un mensaje por el celular y apenas lo envié el teléfono pegó un brinco. “Está temblando”, y me eché a correr. Al pasar frente a la Dirección una cascarilla de cascajo pegó en el armazón de mis gafas. Miré al techo y pensé que podía ser el principio de algo peor. Iba, pensaba, adentro de los pasillos desiertos de El resplandor de Kubrick. Que ahora pienso que son intestinales. Por suerte no pensé en el cuadro Caballo y tren de Alex Colville, que aparece en la película, con la inminencia del choque. Habíamos tenido un simulacro dos horas antes, conmemorando el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Seguí corriendo hasta que me encontré con un tumulto y voces que repetían “no corran-caminen rápido”. Salimos todos al estacionamiento en el que apenas dos horas antes habíamos estado reunidos representando un terremoto. Estaba muy agitado. El golpecillo en los lentes me tenía ansioso. Todavía me pregunté si habría clase. No tuvo que pasar mucho para que me convenciera de que eso era imposible. Como las reverberaciones, las consecuencias de un terremoto tardan en ir llegando. Voltee a ver y me di cuenta de que, fuera de algún ataque de pánico, todo el mundo estaba bien. Pensé en lo que yo tenía que hacer. Me subí a mi coche y me fui.
Quince días después regresamos a clases. Estaba a punto de ver a mis alumnos y ese instante había tardado dos semanas en llegar. Ese día, la primera clase después del terremoto, hablamos de nuestras experiencias y reacciones. Muchos habían estado de brigadistas. Frente a las necesidades inmediatas de médicos o ingenieros, se cuestionaban sus estudios, sus intereses, su quehacer. ¿De qué sirve estudiar literatura, se preguntaban? Hablamos entonces de las reacciones que habían surgido, entre ellas del poema de Juan Villoro. La clase dio la vuelta. “Está escrito todo en segunda persona, nunca es el yo el que habla”, dijo Luis Mejía Méndez, uno de mis alumnos. “Estaba escrito para una catarsis no propia del autor, sino de quien la lee, para una identificación”, me escribió posteriormente. Había leído el poema y había también pensado en su forma. Su comentario muestra dos articulaciones. La primera, que quienes leyeron el poema y vivieron el terremoto lo hicieron como si estuviera dirigido a cada uno de ellos. Que esto fuera así es resultado de una estrategia retórica no del autor, sino del propio poema, que hizo uso de las facultades de su autor. La segunda, de regreso a su autor, es que si esto pudo ser así fue porque el poema que escribió Juan Villoro se inscribe en el caudal que corre en su escritura, hecha cada vez más hacia los otros.
Es de esta coincidencia de donde salió su efectividad. La escritura de Juan Villoro se ha ido decantando cada vez más hacia una escritura de otros y volcada a los otros. Si bien el suyo no es un yo de una sola sombra, sí que es un yo plural, repartido en conferencias, artículos periodísticos, comentarios en televisión, apariciones públicas. No por nada ha ido incursionando cada más en la escritura teatral, que implica desprenderse del imán del yo para arroparse en la voz de otros y desde ahí volver a ser. Y es precisamente en este torno donde radica la efectividad que su poema tuvo en la inmediatez del temblor. “El puño en alto” repite el gesto de los brigadistas, entre ellos mis alumnos, que inmediatamente después del temblor tomaron las calles y empezaron a sacar a la gente enterrada bajo los escombros de los edificios que se habían caído. Lo imperdonable no es el accidente. Lo imperdonable es el descuido y la corrupción. El poema comienza con un tú eres y termina en un poseído y desposeído murmullo colectivo. Su rapidísima difusión se debió a que quienes lo leían sintieron que en ese poema los estaban nombrando. Pero eso no fue pensado sino ejercido, y transmitido inmediatamente a otras y a otras.
Más similar en cuanto a la manera en que el poema de Juan Villoro surgió y se formó, es un poema relacionado con Guernica que Picasso escribió, dice T.J. Clark, en la navidad de 1937. Al leerlo ahora, en mí resuena primero el plástico que puse para cubrir la ventana que se quebró en mi casa, pero más aún los edificios que se derrumbaron por negligencia o corrupción. Ante esa violencia del poder y del privilegio, leo este fragmento del poema de Picasso y mi experiencia del temblor se transforma:
el trapo negro de la ventana golpea contra el cachete del cielo
llevado por el águila que vomita sus alas
arrancada de los dientes del muro de la casa la ventana sacude su
trapo en el carbón del azul de brasa de las lámparas
las uñas de las persianas
abandonan la lucha sus alas al azar.
Me interesa regresar, ya para terminar, al hecho de que nuestra experiencia personal, y más aún en casos extremos, es de una espantosa soledad, y que si no hay poemas nos quedamos más solos. A mí, por ejemplo, el mensaje que traía el poema de Juan me llegó no recuerdo enviado por quién. Al leerlo me afectó un verso en especial, no por su potencia lírica, sino por su singularidad, porque fue eso lo que me había pasado. “Tú eres”, escribió, “el que fue por sus hijos a la escuela”. Había sido yo, en efecto, quien al ver que no se le necesitaba en la universidad se enfiló rumbo a la escuela de uno de sus hijos para saber cómo estaba, y desde ahí preguntar por el otro, pues no había señal. Pero ese “eres” del poema es también el mismo Juan, porque fue él quien pensó en eso. Como Emmanuel Levinas ha mostrado, el pronombre tú es en realidad una extensión del yo. Pero se reafirma aun más su propia intromisión dentro de su propio poema cuando en un segundo pensamiento del tú, se desdobla y escribe: “El que pensó en los que tenían hijos en la escuela”. Juan Villoro señaló en la entrevista que el poema había surgido como “una especie de letanía con sensaciones que yo tenía en ese momento.”
Al comienzo del párrafo anterior, yo había escrito en un principio: “En lo personal me afectó…”. Borré inmediatamente la mención a lo personal, pero ahora vuelvo a esa frase. Un poema nos afecta ahí, en lo personal, con todos los desdoblamientos y máscaras e impersonalizaciones que la palabra implica. Lo afecta a uno porque a uno le ha pasado algo que se mueve al pasar ese poema por uno. Suena un poco a trabalenguas pero no hallo otra forma de decirlo. Me encuentro de nuevo al inicio de este ensayo. La forma de un poema pasa por mí y le da forma a lo que en mí pasa. Por eso es necesario que haya poemas, y que estén a la mano. Lo que sentimos los que vivimos el temblor en la ciudad de México, cada uno de nosotros, no lo podemos compartir, hasta que le damos forma. Es cierto que es una experiencia vivida de manera colectiva. Pero eso colectivo no lo hace en sí compartido. Sí es compartida la solidaridad, el trabajo en común, las brigadas, el hacer común por el bien común. Y las consecuencias de eso, espero, se van a ver en los próximos meses y los próximos años. El poema de Juan Villoro, y todos los que se escribieron en la inmediatez del terremoto, cumplieron su función. Él utilizó todos los conocimientos técnicos que ha ido aprendiendo a lo largo de varias décadas, y se aventó en una aventura desconocida. Por supuesto, con todo ese arsenal. Su poema circuló vertiginosamente porque en ese momento estaba tocando y dando forma a la experiencia de cada individuo que al leerlo lo reviró. Creó un ancla a su experiencia personal. Encajó.