II
No ignoramos
las equívocas sensualidades
nacidas de las aguas venecianas,
ni la desmesura de Brasil,
su estridencia selvática,
ni los temores del Origen,
ni las orgías que ocultaban las máscaras.
Sabemos
que el rey
o el dios
o el hombre
esperará hasta el martes
para morir
y observa, mudo,
la tenacidad del desfile.
Su palabra despierta,
su desafiante humor,
le han deparado
doble pena:
la expulsión del Olimpo
y el fuego sobre nuestro planeta.
¿Quién podría reír en estas vísperas?
V
Por las calles
que rodean la plaza
compartimos
-y ninguno lo dice-
la fiesta
más triste
de la tierra.
Muerte
Niña: ¿Quién es el que desfila, sigiloso
entre los que danzan?
Coro: El que enciende las lámparas del aire,
habla por las ardientes bocas,
entrecruza con hebras ácidas
el paño de las tejedoras
y escucha el sollozo de los puentes sobre la arena.
Niña: ¿Tiene nombre?
Coro: Infinito es el número.
Niña: ¿Los conoce el que usa su disfraz,
capa y capucha negra?
Coro: No entendería tanta sombra.
No soportaría tanta luz.
Niña: Hombre o mujer… ¿cuál es su destino?
Coro: Acompañar
el crecimiento de la hora,
el fervor de cada acto,
todo esplendor.
Apartar el lienzo húmedo de los enfermos,
la impaciencia de los solitarios,
vigilar las habitaciones nupciales
y saber
hacia qué desierto
discurre cada urgencia,
conduce cada viaje.
Niña: ¿Cómo haré para reconocerlo?
Coro: Donde te encuentres
leerás su presencia:
la escribirá
con tu mano.
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