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Mauricio López Noriega
(Ciudad de México, 1969)



El hombre a la mitad

El sol era mejor,
era el primero.
¿Recuerdas, hermano,
cuando en las largas tardes
el sol teñía de vida el firmamento?
Sin soltar los juegos,
subíamos, corriendo,
a mirar el bostezo del ocaso
a recibir la noche que brillaba.

Hoy despiertas
de tus noches terribles recubierto
de sangre casi oscura
casi llena
a la luz de la luna,
e interrogas con dureza tu pasado
porque ahí, solo, encuentras evidencia
y el silencio es de pena obligatoria.

El sigilo entremuros se resuelve:
bajas los ojos
te levantas vencido nuevamente
odiando,
con ganas de burlar el universo
para volver
a la inocencia cálida, perdida.

El sol era el primero.

Todo seguridad
bajo su manto.



Si fallor, sum

Que lo que se mantuvo
dentro del fango, oculto,
salga a flote;
que se levante el mar
que el mar se incendie:

caiga el palacio de la imagen
aunque llegue el desierto,
el ondulado desierto.

Tiempo de descender a los infiernos,
de que mis plantas hollen
las arenas heladas
todo lo no resuelto,
lo que no ha sido redimido
todavía.

Se descoyunta
la sombra del ayer,
esa amueblada capa quebradiza;
se adelgazan
sus límites, se apagan.

Es bueno estar aquí.

No he sido abandonado,
y no han sido olvidados, de igual forma,
la brisa tibia
ni la marina eterna que en la noche
se sujeta a la luna
con finos pensamientos.

El futuro está atrás:
¿no puedes verlo?
Baja las escaleras, desciende
tan sólo un poco más:
está muy cerca.
No te puedo decir
‘no tengas miedo’;
sólo puedo esperar en la confianza
que nace en otro lado.

Cuando se abra, estaré.

Cuando por fin
la más temida puerta
te muestre lo que esconde.


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