Defensa de la poesía

Pedro Serrano

defensa-ventana01.jpgEl mastique es una pasta de color gris verdoso, como una masilla apretada, con un suave olor acre y atractivo, que sirve para fijar los cristales una vez puestos. Lo utilizaban todos los vidrieros de México, ya fueran en bici o llevaran vidrios más grandes en aparatosas camionetas, ambas con una armazón en forma de V al revés, que sirve para acomodarlos y protegerlos. Recorro las ventanas de mi casa y me doy cuenta de que en las casas nuevas ha dejado de usarse. Durante mi infancia, en la que repentina y repetidamente rompíamos cristales a balonazos, era el material que se usaba siempre. De consistencia parecida a la plastilina, la pasta blanda se unta al borde del marco, una vez que el vidrio ha sido puesto. Se aplica una capa, se aprieta, se alisa, para que apenas y se note. Al endurecerse, el cristal queda fijo; no se mueve ni tiembla ni se cae...

 

Defensa de la poesía

Pedro Serrano

defensa-ventana.jpgEl mastique es una pasta de color gris verdoso, como una masilla apretada, con un suave olor acre y atractivo, que sirve para fijar los cristales una vez puestos. Lo utilizaban todos los vidrieros de México, ya fueran en bici o llevaran vidrios más grandes en aparatosas camionetas, ambas con una armazón en forma de V al revés, que sirve para acomodarlos y protegerlos. Recorro las ventanas de mi casa y me doy cuenta de que en las casas nuevas ha dejado de usarse. Durante mi infancia, en la que repentina y repetidamente rompíamos cristales a balonazos, era el material que se usaba siempre. De consistencia parecida a la plastilina, la pasta blanda se unta al borde del marco, una vez que el vidrio ha sido puesto. Se aplica una capa, se aprieta, se alisa, para que apenas y se note. Al endurecerse, el cristal queda fijo; no se mueve ni tiembla ni se cae. A diferencia de la plastilina, que en mis manos servía para hacer figuras que luego destruíamos, el mastique es un material serio, poco apropiado para jugar. Tiene una utilidad si no imperecedera sí de larga duración. Una vez puesto queda liso y brillante, y sólo hay que esperar a que termine de endurecerse para que pase al olvido, simple elemento de utilidad y uso, ni siquiera objeto, que ayuda a que se pueda ver a través del cristal. Si se llena de polvo, se limpia y ya. Y si no, no se nota ni existe. Como el lenguaje, que a veces sólo pasa por nuestra boca para comunicar, secamente. Pero mientras eso sucede, cuando está fresco y lo acaban de poner, es todavía un material maleable y resinoso que ejerce una atracción ambigua, necesaria, como si estuviera ahí para ser visto y tocado y sentido. Como el lenguaje. Al ir recorriéndolo, el niño hace presiones sutiles en distintos puntos y con cuidado --sin echarlo a perder, claro, porque entonces el cristal se caería- le imprime con los dedos a la superficie una ductilidad personal, no una incisión sino una ligera depresión en la lisura. Esta relación entre utilidad y juego, esta anomalía excepcional que a veces se da, hace que en el mastique quede la huella del niño, ahí y para siempre, aunque esto no sea más que un decir. Cuando tiempo después regresa, la depresión sigue ahí, sorprendente, aparentemente seca y estática, pero al mismo tiempo llena de vida, con sus líneas dactilares dejadas. Y si vuelve a pasar la mano por ella, como por arte de magia el recuerdo de la presión ejercida regresa, como si el acto al haber quedado allí registrado, a la vista y sorpresivo a la vez, pudiera repetirse, mágicamente: el material dúctil y duro. Si alguien más se acerca y pasa distraída su mano por el mastique seco, puede sentir cómo en algún punto de esa superficie plana, otro ha hecho presión y modificado, para siempre, la naturaleza y textura de ese borde. Puede poner los dedos sobre las huellas y sentir su contacto, y si se queda allí por un momento, viendo a través de la ventana, percibiendo los dedos que allí se han puesto, algo extraño sucede. Quien hace esto descubre que ha quedado impreso un toque o quizás una experiencia, de algún momento ya indescifrable, como jugando en serio, de alguien más, quizás desconocido. Escribir un verso es parecido al acto del niño que recorre con el dedo la línea de mastique recién puesto en una ventana, y que de repente presiona en un punto la materia como si cualquier cosa; entonces cambia imperceptiblemente todo el curso liso del mastique, del lenguaje, en su utilidad y su significación. Leer un verso efectivo es repasarlo de la misma manera. Nos ayuda a que nos detengamos y veamos atentos, no a defensa-nino-ventana.jpgtravés, sino en el cristal, con cuidado, lo que ahí está; a la vez en el tacto y en la vista, medio atorado en la lengua que lo pronuncia. Un verso no destruye el flujo del lenguaje pero sí le da un toque inusitado y personal, induce un atoro nuevo que cuando se repasa o relee vuelve a activarse, como una sorpresa íntima, como un caramelo de anís en la boca, en donde lo que se ve contiene la huella de quien allí se puso a presionar el mastique, a sentirlo, a decirlo...

 

 


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