Clásicos

eduardo-lizalde.jpgHablar de la obra de un poeta mayor significa entrar en la heredad de otros poetas mayores. El mismo Maestro Lizalde lo ha dicho: “Soy  deudor de un gran cantidad de personajes, escritores, de influencias, orientaciones y desonrientaciones que también se padecen en la convivencia con los grandes de la literatura mexicana”. La poesía de Lizalde es asimilación de voces, no glosa de ellas. Su obra supone otra voz en la asamblea hispánica. Una experiencia vital, un chorro de furia en la precisión de un tono como consecuencia de un temperamento, alto temperamento de quien observa desde los sótanos o las cumbres de montaña.

Echo memoria atrás, a los primeros años universitarios cuando el maestro Benjamín Valdivia me dijo: “Hay que leer a Lizalde pero hay que leerlo con la cabeza fría”. Así, comencé la indagación de una obra que me sigue acompañando. El primer deslumbre fue magnífico en tanto inocente: la imagen del tigre, del disidente, del filósofo. Después, ya con la cabeza fría, el asombro y la admiración fueron aún mayores. La obra de Lizalde es a la vez diálogo con generaciones, conjunto de registros que van desde el temple marxista hasta las retóricas latinas, vocablos de su tiempo, tonos inmemoriales, el siglo de oro español, las vanguardias de principio del siglo XX.

eduardo-lizalde.jpgMemoria del Tigre
Por Francisco Meza Sánchez.



Hablar de la obra de un poeta mayor significa entrar en la heredad de otros poetas mayores. El mismo Maestro Lizalde lo ha dicho: “Soy  deudor de un gran cantidad de personajes, escritores, de influencias, orientaciones y desonrientaciones que también se padecen en la convivencia con los grandes de la literatura mexicana”. La poesía de Lizalde es asimilación de voces, no glosa de ellas. Su obra supone otra voz en la asamblea hispánica. Una experiencia vital, un chorro de furia en la precisión de un tono como consecuencia de un temperamento, alto temperamento de quien observa desde los sótanos o las cumbres de montaña.

Echo memoria atrás, a los primeros años universitarios cuando el maestro Benjamín Valdivia me dijo: “Hay que leer a Lizalde pero hay que leerlo con la cabeza fría”. Así, comencé la indagación de una obra que me sigue acompañando. El primer deslumbre fue magnífico en tanto inocente: la imagen del tigre, del disidente, del filósofo. Después, ya con la cabeza fría, el asombro y la admiración fueron aún mayores. La obra de Lizalde es a la vez diálogo con generaciones, conjunto de registros que van desde el temple marxista hasta las retóricas latinas, vocablos de su tiempo, tonos inmemoriales, el siglo de oro español, las vanguardias de principio del siglo XX.

Leer a Lizalde implica excavar dentro de una disciplina cultural y emocional que desde el soneto Martirio de Narciso hasta nuestros días viene levantando estatuas en el reino de Cervantes, incomodas visiones de piedra sonora que golpean la percepción de su lector, piezas para el deleite de un oído y también otras piezas para la agudeza de la mente o la meditación sobre los densos humores.

La biografía del maestro Lizalde, vista a la distancia desde mis diferentes provincias, admite eso de leyenda, de vértigo, que uno busca en la vida de sus héroes o anti héroes. En su primera juventud intentó transformar la poesía de su lengua junto con Enrique González Rojo y Marco Antonio Montes de Oca, fundando un movimiento al que llamaron Poeticismo; en Autobiografía de un fracaso, él mismo narra esa historia de juventud que termina en una y mil guerras perdidas. Barítono bajo, alumno de Gaos y por ello alumno de Ortega y Gasset, militante de la izquierda y a la vez crítico de su misma militancia, compañero de José Revueltas con quien vivió los diferente exilios del Partido comunista, de la Liga Leninista Espartaco y del Partido Obrero Campesino, catador de vinos según cuentan y, tantas y tantas otras cosas que amplían los márgenes de su personaje latinoamericano. Vemos cómo todos esos trazos biográficos toman forma en su poesía; se incorporan en el nivel de la tensión  hasta romper  su condición de datos para convertirse en un tipo de sabiduría, de posición frente al mundo, de bitácora de la existencia, sin enturbiar la inmanencia de los poemas. Actualmente el poeta Lizalde habita y dirige, un paraíso borgeano, la Biblioteca de México.

En Cada cosa es Babel, publicado en 1966, enfrentamos la lectura de un poema monumental que entra en la estirpe de otros poemas, como lo ha apuntado Evodio Escalente: Muerte sin fin y Canto a un dios mineral. Me atrevo a decir que en esa misma línea podemos colocar La muerte de Narciso y Estudio en cristal de Enrique González Rojo. Aventura titánica, Cada cosa es Babel, aborda el dilema del contenido y el continente que supone la palabra misma, esa arbitrariedad que existe entre el lenguaje y el mundo denominado, pero a la vez, la certeza de que el lenguaje es la única vía para habitar las cosas; en ese sentido estamos frente al drama y la contemplación del “decir”. “Pervive el nombre/ como espejismo de la cosa muerta”. Nos dice Lizalde.

Este poema mayúsculo, críptico, extenso y arquitectónico, es como gritar un dilema en el interior de una caverna para que los ecos del mismo vayan escriturando un canto reflexivo y sensual sobre esa contemplación que es música del juicio. De pronto, la duda que se va desarrollando en la obra nos recuerda las meditaciones de Heiddeger. Sin embargo, este sustrato teórico y filosófico no ensucia la belleza, es decir, la voluntad estética de sus versos, los cuales, son deleite para el oído y estímulo para la inteligencia. Cada cosa es Babel, simultáneamente nos recuerda que la poesía es una fuerza transformadora de la realidad por su condición de lenguaje potenciado. El epígrafe que se incluye de Pedro Garfías es revelador: “El verso humano pesa/ yo lo cojo en mis manos/ y siento que me dobla las muñecas”. A su vez, el hombre que choca dos silencios uno contra otro, igual que los primeros que domesticaron la lumbre para cantar a su alrededor, nos advierte que la poesía es un retorno al origen. Quizá tengamos que recordar que la raíz etimológica del vocablo verso significa “par de surcos”, lo cual nos habla del movimiento de ida y vuelta, es decir: el retorno. En sí, cada cosa es designada por mil idiomas, mil idiomas designan cada cosa. “Ven, cosa, yo te diré tu nombre”.

Después de Cada cosa es Babel. El maestro Lizalde da un salto a una poética que en lo personal es la que más me apasiona. Me refiero al El Tigre en la casa y Caza mayor. Dos célebres libros de poemas que leo y releo por placer, y en ocasiones, por sobrevivencia, digamos que para mantener la barca a flote. Una poética que versa sobre el instinto y los calabozos del amor; de la vida en pareja, una suerte de historia de aquel que en aguas profundas se reconoce en el momento de la violencia amorosa; de la rutina de la catástrofe; de la memoria de una mujer que pueden ser todas; de la duda que asalta; de la tensión del soltero; de la corrupción que sufre ese alto sentimiento por aquellos que son los que lo alimentan. Hay en esta etapa de la obra de Lizalde una contra cara de la idea paciana del amor. Mientras que para Paz, el instante amoroso elevaba a sus protagonistas a una suerte de divinidad: “si dos se besan el mundo cambia…/brotan alas en las espaldas del esclavo”. O, “nombras el árbol niña y el árbol crece, lento, alto deslumbramiento”; Lizalde aterriza su voz en lo terrenal, en la fricción de la incertidumbre, en los pantanos que van creciendo bajo un mismo techo; condición humana de aquellos que se desearon y después enseñaron sus armas hasta lastimarse, sus arteros humores, su egoísmo, las bajas emociones: la desgracia de los amantes. Más allá del momento de plenitud se evoca el hartazgo y el desasosiego. “Hay un tigre en la casa/ que desgarra por dentro al que lo mira/ Y sólo tiene zarpas para el que lo espía/ y sólo puede herir por dentro”.

La idea del soltero como ser meditabundo, intranquilo, cerebral e instintivo, como un tigre haciendo ochos en la soledad del cuarto, tiene su origen inmediato, es decir, su fuente, en Ramón López Velarde, en Obra maestra, prosa que aparece en El Minutero. Lizalde expande vertiginosamente la intuición velardiana, le da sus señas milimétricas, sus rasgos íntimos, su visón personal, su ritmo, su tono;  desde un trazo crea un universo. Como dice Salvador Elizondo sobre la obra de Lizalde en el Museo poético: “la percepción agudísima de los estados más nefandos de la vida”.  El tigre en la casa, nos da esas quebraduras para observar a nuestras propias bestias, las que nos merodean los sueños, las que nos acompañan en los silencios prolongados, en los pensamientos malignos como relámpagos sucios, perdigones perdidos que súbitamente nos atemorizan. Porque esa fiera que camina en sigilo con nosotros, esa que abre heridas, es la misma que lee en las cicatrices la voluntad de su amor. Así los poemas del maestro Lizalde, son esos espejos donde podemos reconocer nuestro propio dolor, espejos con esencias de garra.  

En Caza mayor se hace presente el tema de la depredación, el hombre es lobo del hombre. Un libro donde aparecen otros tigres como Sabines, el itinerario por los cielos inferiores de las cantinas en compañía del gran amigo. Congregación de otros tigres, el de William Blake o el de Rubén Darío.

Lizalde, es uno de los altos capitanes de la máxima expresión verbal en nuestra lengua. Sus epigramas, elegías heroicas, odas, poemas extensos; acuñados con todas las gamas de versificación castellana; su tono y temperamento tan personal, su elocutio pulido en los hornos de la razón y experiencia vital han dejado una huella poética que permitirá la conversación con las siguientes generaciones y causará estremecimiento en ellas.     

“La luz no muere sola/ arrastra en su desastre todo lo que ilumina/, así el amor”.

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