Defensa de la poesía

Pedro Serrano

defensa-01.jpgLa relación de la poesía con la muerte ha sido vista desde los más disímiles ángulos. Es al mismo tiempo una obviedad y un abismo, presente e inalcanzable, asible y que se disipa siempre. La teoría, es decir, el pensamiento sobre la escritura en su más fina expresión, la planta en el corazón de sus excursiones y la sitúa en central pulsión de las aventuras de quien escribe, almendra y huella, concentrado presente y marca dejada para la posteridad. Quien escribe lo hace para seguir ahí y para alcanzar lo que no está, lo dejado atrás, lo que viene. Y las estrategias de la escritura, el acomodo de las palabras para que tengan una carga de tiempo emocional, lo que se llama comúnmente retórica, el escribir “Canta oh Diosa la cólera de Aquiles el pélida”, por ejemplo, pero también la voluntad percusiva que en una postal fechada en Tamuco, el 30 de junio de 1915, un niño de once años llamado Neftalí Reyes escribió a mano: “De un paisaje de áureas regiones yo escogí, para darle querida mamá esta humilde postal”, sirven para que eso llegue...

 

Defensa de la poesía

Pedro Serrano

defensa-01.jpgLa relación de la poesía con la muerte ha sido vista desde los más disímiles ángulos. Es al mismo tiempo una obviedad y un abismo, presente e inalcanzable, asible y que se disipa siempre. La teoría, es decir, el pensamiento sobre la escritura en su más fina expresión, la planta en el corazón de sus excursiones y la sitúa en central pulsión de las aventuras de quien escribe, almendra y huella, concentrado presente y marca dejada para la posteridad. Quien escribe lo hace para seguir ahí y para alcanzar lo que no está, lo dejado atrás, lo que viene. Y las estrategias de la escritura, el acomodo de las palabras para que tengan una carga de tiempo emocional, lo que se llama comúnmente retórica, el escribir “Canta oh Diosa la cólera de Aquiles el pélida”, por ejemplo, pero también la voluntad percusiva que en una postal fechada en Tamuco, el 30 de junio de 1915, un niño de once años llamado Neftalí Reyes escribió a mano: “De un paisaje de áureas regiones yo escogí, para darle querida mamá esta humilde postal”, sirven para que eso llegue. Tanto Homero como Neruda buscaban con esas palabras en ese acomodo, no sólo contar sino alcanzar con su voz. Los poemas son una prolongación de la presión del pie al caminar y de la capacidad pulmonar, del tacto y del grito, de la corporalidad pura y de la voluntad extrema de decir que se está ahí. Pero también de la imposibilidad de la permanencia y al mismo tiempo, paradójicamente, de la capacidad para prolongar esa permanencia por otros medios. Ésa es una de las herencias que nos da la especie para nuestra supervivencia colectiva. Y esto, para no hablar de aquello que se ve en donde la mirada se acordona con lo visto y deja con la palabra noticia, caldo y cultivo. La relación, al mismo tiempo explosiva y asfixiante, se manifiesta en la serie de sustituciones a las que recurrimos, y a las que llamamos, por facilitar el asunto nada más, figuras retóricas. No otra cosa que un descanso de explicación en un viaje abisal. Un poema es, desde ese sentido, equivalente a una lápida. Representa la voluntad de quien escribe, por lograr que quede en su lugar el aliento que se tiene. Es decir, está pero no es; en el sentido en que la escritura va como proyección lineal de su producción a su alcance. Porque, como el aliento, como la persona, como la piedra, también el lenguaje tiene una finitud, un punto terminal. Y como en las lápidas, la inscripción primero y después, la propia lápida, termina por borrarse. Quizás ésa es la parábola que los dos versos de la moneda Un poeta menor, de Jorge Luis Borges quieren alcanzar cuando dice “La meta es el olvido, yo he llegado antes”. El momento inevitable en que una expresión deja de vibrar y percutir. Es decir el instante en que un poema, ya no el poeta, deja de significar y de ser presente; el punto en que alcanza a su autora, se dobla sobre sí mismo, calla y desaparece. Los físicos hablan de eso, que es de lo que saben. Es también, en otros alcances, una suposición y una alegre paradoja borgiana, inquietante y eficaz, que asimila a quien pergeña unos versos, caducos en el mismo momento de su escritura, con Shakespeare o con la Biblia. Posiblemente así sea y todas las palabras organizadas, incluso las más poderosas, alcanzarán su propia caducidad y dejarán de sonar unas con otras para siempre, para todos. La duda es si eso sucederá antes o después de la desaparición. Pero el sólo imaginarlo hace que el lenguaje dé un coletazo, dé la vuelta y regrese hacia nosotros con nueva intensidad. La perspectiva de la caducidad de lo que nos ha dado vida hace que eso mismo que así se llama, vuelva a encandecer. Porque un poema es también, desde el otro lado del aparente espejo, la manifestación del ahora. Se presenta a quien lo lee con una nueva temperatura, más fría o más caliente, distinta de quien la recibe. Es decir, es y no está. Por ahora, claro. Como la muerte misma, que está ahí, rotunda, y en un instante desaparece; como la poesía, también. No las encontramos y se nos plantan de sopetón. “Entonces, entonces sentimos la muerte como la más profunda venida, entonces nos soltamos sin prisa en el botón del cuerpo”, dice en un poema sin título de Craig Arnold, un poeta estadounidense que acaba de desaparecer, como Empédocles en su volcán, sólo que él en uno de Japón; y a diferencia de Empédocles, parece que inadvertidamente. Un poema busca conservar unas mínimas señales que al agruparse, den vida y sentido a una constelación de imágenes, ensoñaciones y realidades, a la vez precisas y vagamente íntimas; de ahí su alcance, sea el silencioso defensa-02.jpgvuelo de pájaros en el cielo, sea la risotada estentórea que nos remueva las tripas. “Tu pelo de ceniza, Sulamita, tu cabello dorado Margarita”, reúne Paul Celan en Fuga de muerte. La relación entre poema y muerte es continua y recurrente y, en ese sentido, no hay poema que no se desdoble en el acoso. A veces lo hace desesperadamente y otras en forma por demás entonada. Llega en la crudeza de la descripción de un cadáver o en un rayo sublime que materializa todo e inmediatamente lo hunde en la más negra oscuridad. Quizás por eso, casi intuitivamente, se dice que un poema es un epitafio o una urna: una caja que guarda huesecillos, a veces alguna piedra preciosa, pero también trapos raídos, cuchillos contrahechos, manchas de sangre o jeringuillas, cenizas, para recomponernos.


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