Defensa de la poesía

Pedro Serrano

La poesía, como su nombre lo indica, no es música. La relación que establecen las palabras con los sonidos es muy distinta a la que construye la música. La sonoridad, que es lo que tienen en común, lleva sus aguas a diferentes ríos y funciona de muy distinta manera en cada una de estas dos actividades. Para decirlo brevemente, si se analizan los elementos sonoros de un poema, con lo que tenemos que lidiar es con la prosodia, que es una rama de los estudios de poesía, no de la música. La emoción a la que nos lleva el juego de los sonidos de un poema, incluso en los que consideramos más “musicales”, es de índole muy distinta a la emoción trabajada por la música, sea esta melódica o dodecafónica. Y sin embargo, es tan larga la tradición que las pone en el mismo saco, y son tantos los espacios en que se juntan, que se tiende a pensar que nacieron juntas, o que crecieron juntas, o que se pueden explicar una a la otra.

 

Defensa de la poesía

Pedro Serrano

La poesía, como su nombre lo indica, no es música. La relación que establecen las palabras con los sonidos es muy distinta a la que construye la música. La sonoridad, que es lo que tienen en común, lleva sus aguas a diferentes ríos y funciona de muy distinta manera en cada una de estas dos actividades. Para decirlo brevemente, si se analizan los elementos sonoros de un poema, con lo que tenemos que lidiar es con la prosodia, que es una rama de los estudios de poesía, no de la música. La emoción a la que nos lleva el juego de los sonidos de un poema, incluso en los que consideramos más “musicales”, es de índole muy distinta a la emoción trabajada por la música, sea esta melódica o dodecafónica. Y sin embargo, es tan larga la tradición que las pone en el mismo saco, y son tantos los espacios en que se juntan, que se tiende a pensar que nacieron juntas, o que crecieron juntas, o que se pueden explicar una a la otra. Cuando Borges, en el “Otro poema de los dones” da gracias “por la música de la lengua alemana”, “por la música de la lengua inglesa”, está hablando de algo más cercano al ruido que sin oírlo, imaginamos al saber, también por Borges, que los pueblos nórdicos hablaban del mar como “el camino de la ballena”. O a lo que nos sucede cuando, al dar Borges gracias por su existencia en ese mismo poema, reconocemos al fuego, “que ningún hombre puede mirar sin un temor antiguo”, y que el continuo y repetido chasquido de la humanidad ha recogido en español en los ruidos acumulados en la palabra “crepitar”. O a lo que me suscita en esa misma lengua, y por la aclimatación martillada desde el náhuatl, con la relación emocional que yo tengo con  cierto tipo de lluvia, lenta y continua y para mí urbana, o más exactamente defeña, acanalado en la palabra chipichipi, que no está incorporada en la palabra llovizna que, también para mí, acarrea la humedad de grisalla de los techos de pizarra. Una cosa parecida sucede de manera indudable en México y en Centroamérica cuando se describe, también llegado desde el náhuatl, cierto tipo de cuchicheo vacuo con la palabra güirigüiri. Y no estoy hablando, aclaro, de los acercamientos sonoros a la realidad producida por las onomatopeyas, sino a algo más complejo, que es la reunión del vuelo visual y del giro sonoro de la imaginación, como por ejemplo cuando Machado describe el otoño de Soria con una imagen de doble cobertura al ver y decir: “Estos chopos del río, que acompañan con el sonido de sus hojas secas el son del agua, cuando el viento sopla”. Porque una cosa es el sonido que la imagen descrita convoca, y otra, que aquí va junto con pegada, la realidad que las palabras escogidas atraen, en donde, además de lo dicho, se remueve el ruido quebrado de las hojas secas, el sonido líquido del agua y el silbido zigzagueante del viento. En otra dirección, esta vez de la reunión entre concepto y sonido, sucede en esa otra construcción versal de Borges, cuando después de preguntarse “Si, como dijo el griego en el Cratilo, el nombre es arquetipo de la rosa”, afirma de manera doble, “en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra nilo” en el primer caso separando mediante la referencia a los fonemas la constitución formal de los pétalos, y en el segundo alargando la sonoridad de lo descrito para atraer la realidad dilatada del río serpiente. Hablar de música y poesía, por otro lado, puede llevarnos a imaginar, entre otras cosas, el armonioso espacio de enriquecimiento mutuo que conocemos como ópera. Pero cualquier poeta que haya trabajado con un compositor sabe, la relación es más complicada de lo que a primera vista parece. No sólo por el simple hecho de que quienes están practicando esa colaboración son dos individuos distintos, ni porque cada uno de ellos está aferrado a su propio instrumental y campo de acción, además de a sus manías, costumbres, procedimientos y horarios de trabajo, sino porque el encaje entre las palabras y las notas pone en tensión opuesta la fuerza expresiva de la música y la enunciación sonora del lenguaje. Esto sin contar con que cada uno de los involucrados está totalmente convencido de que lo que el otro hace es suplementario a su propio trabajo, independientemente de qué digan los créditos y qué porcentaje se le pague a cada uno. Como lo va trazando la ópera de Richard Strauss Capricho, la cantidad de cosas que se oponen no a la colaboración, que efectivamente se da, pues si no, no habría óperas, sino a la convivencia de ambas artes en un mismo producto es inevitable. Por eso, la relación es muy elaborada. Si ese trabajo, que por un eufemismo decimos que es hecho en común, y no su resultado fuera traducido a lenguaje musical o a lenguaje poético, produciría chispas o jeroglíficos. Capricho, en una nada oculta alegoría, trata de la historia de dos enamorados que cortejan a la misma dama. Ya esto debería llevarnos a pensar que poner en relación ambas actividades es causa de problemas, no sólo prácticos sino también conceptuales. Y sin embargo, hablar de música en poesía es una licencia que ha corrido con suerte a lo largo de la historia. Hay poetas cuya obra toda está basada en una redacción de símiles musicales, como la de León de Greiff (“¡La inmersión en tus aguas calladas, ¡oh propio ser! antes que el ruido que inane asorda! Húndete en el silencio! —sola Música—). Y uno de los más inteligentes y equívocos ensayos de T. S. Eliot, “La música de la poesía”, estudia las distintas maneras en que el poema se desenvuelve en una larga comparación musical. Eliot, además, es un poeta en quien desde sus primeros poemas aparecen personajes, imágenes y trasposiciones musicales, como por ejemplo Chopin tocado por el último polaco, en Retrato de una dama. Pero ninguno de estos dos ejemplos es música.Los Cuatro cuartetos de Eliot es un engañoso aparador musical, que ha llevado a no pocos diligentes estudiosos a rastrear una y otra vez la supuesta relación, y a terminar siempre por perderse en el elaborado espejismo de su construcción no musical. En realidad, la música y la poesía son hechuras que van por distinto camino, aunque se toquen mucho, y en lo que más se parecen está muy lejos de lo que aparentemente las acerca, que es el sonido. Eso no quiere decir que no haya correspondencias, similitudes, traslapes, contigüidades y colaboraciones. Con que le rasquemos un poco las vamos a encontrar, pero estaremos hablando de relaciones, no de símiles. Sin embargo, es precisamente esta serie de líneas de contacto, todas distintas, lo que ha inducido a construir esa ecuación bajo la que se oculta, como las basuras debajo del tapete, sus abismales diferencias. Y si bien es cierto que mucha de la poesía se ha dado en compañía de la música, no sólo en la ópera, como ya señalamos, sino en las canciones, y que en ellas su compañía tiene una dilatada vida y una enorme variedad, como se ve en los poemas provenzales en el inicio de la lírica occidental, en los villancicos renacentistas, en los poemas musicalizados o en los corridos del narco, cada vez que se siente su cercanía podemos intuir una docilidad de las palabras que encaja con una docilidad semejante por parte de la música. Pero esto no es así. Y no lo es ni siquiera en los poemas cuya gran virtud es su sonoridad, como los de Berceo en la Edad Media, los de Rubén Darío a principios del siglo veinte o, para no irnos tan lejos, en el poema “Radiografía de Pelvis” de Mariano Flores Castro, recogido en el número 8 del Periódico de Poesía. Para dejar esto claro vale la pena salir de estos ejemplos de alta sonoridad, y acercarnos por ejemplo al Poema del Cid, que responde a un aliento que no es empañado por una métrica fija ni está empotrado tampoco en ninguna exactitud o repetición musical. El peso sonoro de un poema  es llamado así por facilidad de uso o economía de conceptos, pero su dirección va en otro sentido que el acuerdo de los sonidos en la música. Cuando logran coincidir el resultado es un objeto cúbico, en el fondo indescifrable aunque nos fascine, una tercera vía, como la rosa cúbica del poema de Borges, recogida en otro poema de Alfonso Alegre, que da nombre visual a su revista.




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