Defensa de la poesía

Pedro Serrano

defensa-respira.jpg Los signos de puntuación, en general, sirven para señalar cadencias, detenciones, sesgos y giros. Son sustituciones que, en la lectura más que en la escritura, buscan rearticular un texto. Históricamente, la puntuación nace como una codificación posterior a la escritura. Las primeras escrituras no tenían puntuación por una razón muy simple: quienes las escribían eran también quienes las leían, lo que hacía que la escritura no fuera un descubrimiento sino un soporte de la memoria. Lo que en el lenguaje escolar se llama en algunos lugares “un acordeón”, y en otros “una chuleta”, es decir, una serie de cifras que saltan como resortes nemotécnicos. Lo que estaba ahí se sabía de antemano. Poco a poco, los signos de puntuación, las separaciones de palabras, las fijaciones silábicas, fueron ocupando el lugar del ritmo, y dieron lugar a que quien leyera, se sintiera cómodo y pudiera seguir la lectura sin entrar en sus abismos. Los signos de puntuación sirven para llenar huecos. Pero en poesía todo es signo y todo es puntuación.

 

Defensa de la poesía

Pedro Serrano

defensa-respira.jpg Los signos de puntuación, en general, sirven para señalar cadencias, detenciones, sesgos y giros. Son sustituciones que, en la lectura más que en la escritura, buscan rearticular un texto. Históricamente, la puntuación nace como una codificación posterior a la escritura. Las primeras escrituras no tenían puntuación por una razón muy simple: quienes las escribían eran también quienes las leían, lo que hacía que la escritura no fuera un descubrimiento sino un soporte de la memoria. Lo que en el lenguaje escolar se llama en algunos lugares “un acordeón”, y en otros “una chuleta”, es decir, una serie de cifras que saltan como resortes nemotécnicos. Lo que estaba ahí se sabía de antemano. Poco a poco, los signos de puntuación, las separaciones de palabras, las fijaciones silábicas, fueron ocupando el lugar del ritmo, dando lugar a que quien leía se sintiera cómodo y pudiera seguir la lectura sin entrar en sus abismos. Los signos de puntuación sirven para llenar huecos. Pero en poesía todo es signo y todo es puntuación. En los poemas no hay huecos. O más bien, son ellos todos una oquedad que nos absorbe y llena nuestro balbuceo sustancial. Un poema, por más alejado de la oralidad que parezca, tiende siempre hacia ella. Puntuar, en él, significa ritmar. Un poema no tiene, sino que da, signos de puntuación. El ritmo de un poema se alcanza con todos los elementos que den señal de su manera de respirar. Como cuando decimos que alguien vuelve a dar “signos de vida”. Cualquier marca tipográfica en el espacio que ocupa un poema se convierte de manera inmediata en un signo de puntuación. Puntuar significa pinchar, es decir, incidir. Los cortes de los versos son signos de puntuación. Las estrofas son signos de puntuación. La ausencia de puntuación es una puntuación. El inicio de cada uno de los versos con mayúscula es un signo de puntuación. La ausencia de puntuación es su propia puntuación. Un signo de puntuación es tan importante dentro de un poema como una palabra. Los espacios blancos, los cambios de verso, los escalonamientos, los dos puntos en medio de la nada, las palabras prendidas al vacío o aglomeradas en un bloque, todas, al espaciarse, desarrollan sistemas de puntuación. En un poema todo cuenta porque todo es extensión; porque todo permite el regreso, la repetición. Todo cuenta pero también todo está permitido. Siempre que sea efectivo. Por eso un poema puede prescindir absolutamente de puntuación, o de espaciado. En este caso, la maraña que nos presenta es su propia puntuación. No hay reglas en poesía que no sean intrínsecas al propio poema, y cada poema establece sus reglas. Cuando las reglas son una convención, como en las formas tradicionales, donde aparentemente la regla es exterior y está establecida, un poema asume esas convenciones. Pero incluso en esta situación, en el someterse a determinadas reglas, el poema impone sus condiciones. Por eso un soneto de Quevedo no se parece a un soneto de Borges, ni los de Borges a los de sus imitadores. A fin de cuentas, un poema es una consistencia, y no hay ninguna regla que diga cuál consistencia es válida. Ahora bien, ese uso debe ser forzosamente efectivo, y también, por eso, forzosamente necesario. Cualquier cosa que distraiga en un poema es un estorbo. Que distraiga quiere decir que no venga a cuento, porque una distracción puede ser parte esencial o carga de profundidad de un poema. Una distracción, en ese sentido, no distrae. Un poema es irrepetible porque es pura repetición. Por eso no es nunca un discurso. El habla de un poema es siempre su balbuceo, en el sentido en que el balbuceo es repetición, inacción, tamborileo. Todo en él es repercusión. Y los signos de puntuación, en un poema, son su propio cosquilleo. La ambivalencia significativa siempre está ejerciéndose. Por eso la ruptura en estrofas, en versos, en microversos, la extensión en versículos, o la división en estrofas, son puntuaciones, piquetes, maneras de ser del aliento. Como cuando alguien abre la boca, en un gesto, sin decir nada. Ese no decir nada es su propia puntuación. Acentúa la significación, no el significado. Los vestigios, en un poema, son su única realidad. No podemos prescindir ni del autor, ni del poema, ni del lector. Un poema es pisar una huella con nuestro propio pie, y que la huella se amolde. O que amolde al pie. Los signos de puntuación, en los poemas profundizan la desestabilización del signo, y por lo tanto de cualquier significado. No ayudan a clarificar las cosas. Al abrirse paso en la densidad de lo escrito lo hacen circular. No abren caminos, sino agujeros, hoyos de sentido. Cada respiración es diferente. La puntuación es lo que permite que un poema respire, y lo que permite que un lector respire en un poema. Como un poema es la cosa más idiosincrática (en el sentido inglés del término, es decir individual, peculiar, excéntrica) que existe, cada poeta está en todo su derecho de utilizar los signos de puntuación como se le antoje. Y por supuesto, cada lector también, salvo que no puede olvidar que están ahí. Cuando leemos un poema, al principio, entramos a saco con nuestras propias herramientas, y creemos que funcionan, y que ayudan a hacerlo legible. Pensamos que leer significa abrirnos paso a hachazos claros de significación, y que así entenderemos el poema. Pero un poema es como un bosque encantado, y los árboles que cortamos vuelven a aparecer, como si nada, cada vez que regresamos al acomodo mágico de sus palabras siempre ahí, siempre distintas. Un bosque encantado, por eso, no habita la temporalidad, sino la repetición. El uso de la puntuación, en nuestra educación es un engaño que debemos sujetar. Creemos que el punto y aparte significa un corte; que el punto y seguido significa una continuidad; que la coma significa una detención clarificadora o un sesgo; que los signos de interrogación señalan una pregunta y no una afirmación; que el punto y coma, que los guiones, que las comillas... Creemos que todo tiene un destino, que todo sirve para algo. Pero en los poemas esto es al revés. Los signos de puntuación en un poema no son añadidos sino sus elementos naturales. Tan engañosos y verdaderos como las propias palabras. En los poemas de Emily Dickinson, por ejemplo, los guiones son elementos constitutivos, bisagras al vuelo, abismos de significación. Lo sorprendente, lo desconcertante, es que algunos traductores se empeñen en pasar al sistema métrico decimal del español esos gestos a la vez sutiles e indescifrables de Dickinson. Como cuando dice “I mesure every Grief I meet With narrow, probing, Eyes — I wonder if It weighs likedefensa-dickinson.jpg Mine — Or has an Easier size”.  Claribel Alegría lo traduce de la siguiente manera: “Cada pena que encuentro la evalúo con mirada analítica; me pregunto si pesa como la mía o es más llevadera su carga”. Un poema de Dickinson traducido al español puede seguir siendo un poema de Dickinson, pero un poema de Dickinson que prescinde de sus guiones ya no es un poema de Dickinson. Lo siento, pero hay que traducir el español a Dickinson, y no al revés. O, como dice Tomás Segovia en "Andante giusto" sin comas y sin puntos. "Para hacer caso del espacio Para dejarnos alcanzar Por las olas que el tiempo arrastra en su memoria Para acordarnos como hermanos  tras mil años reunidos de que estar aquí vivos siempre fue el fundamento".  En esa fijación está su continuo reverberar. La poesía no es un arte temporal, porque no discurre. Se atora, se estremece, hace olas en una misma rinconada. La puntuación es la respiración del espacio estático en que el poema se mueve. El espacio, no el tiempo, da forma al aliento del poema. Por eso, el poema es ensimismamiento. Lo que hay que sentir es  — ónde.



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