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Martín Espada
(Nueva York, E.U.A., 1957)




Neumáticos apilados en los pasillos de la civilización

Chelsea, Massachusetts



—Sí, Señoría, hay ratones
—dijo el casero al juez-,
pero consiento que el inquilino
tenga un gato. Además,
él apila sus neumáticos
en el pasillo.

El inquilino confesó
en titubeante inglés:
—Sí, Señoría,
soy de El Salvador,
y dejo mis neumáticos
en el pasillo.

El juez ahuecó
su toga
como un pájaro negro
sacudiéndose la lluvia:
—¡Los neumáticos fuera del pasillo!
No vives en la selva
ya. Este
es un país civilizado.

Así que se ordenó al demandado
retirar sus neumáticos
de los pasillos de la civilización,
y se le permitió conservar el gato.


La araña y el ángel

Escuela de verano de 1968:
los monitores nos condujeron a la azotea
de un edificio escolar en Brooklyn,
tiraron unos cuantos colchones mojados
Y nos dijeron que lucháramos.

Un niño de Puerto Rico,
enloquecido como una araña en un lavabo,
escuchó mi maltrecho español
y decidió que yo no era el puertorriqueño
que alegaba ser. Con sus pulgares
intentó saltarme los ojos de sus cuencas.
Los monitores fumaban y asentían.

Conservé la vista, y al día siguiente
los monitores me enfrentaron a Ángel.
Le arreé un codazo en la boca
y sangró como un mártir.
Si él hubiera podido volar a su casa en la isla
saltando desde la azotea,
habría extendido sus brazos y se habría lanzado.

El chico-araña se dio cuenta entonces
de que después de todo yo era puertorriqueño.
Permaneció cerca de mí aquel verano,
prometiendo hincar sus pulgares en los ojos
de cualquiera que me faltara al respeto.

Nunca señalé con mi dedo al enemigo
que habría sido inmediatamente cegado.
Estaba satisfecho. Éramos puertorriqueños,
luchando por la aprobación de nuestros guardianes,
a un paso de rodar fuera de la azotea.





No meter monos muertos en el congelador


Monos en el laboratorio,
monos haciendo infinidad de cabriolas
en toda la fila de jaulas,
monos engullendo Purina Monkey Chow
o cereales de colores con glotonas manos nerviosas,
monos aplastando la cara
contra la reja de acero,
monos aporreando los barrotes
y enseñando los colmillos,
monos y piel rosada
donde alguna vez hubo pelaje,
monos con números y letras
sobre sus estómagos desnudos,
monos sujetos con abrazaderas e inyectados, monos.

Yo fui una bata blanca y unos guantes de goma,
una mole entre las jaulas.
Limpiaba a presión las conchas de mierda de mono
que cubrían los barrotes, les daba biberones de leche maternizada
a criaturas con auténticos dedos,
examinaba termómetros digitales lubricados
en sus culos, y acarreaba cajas llenas de monos
al siguiente experimento.
Recopilábamos los Datos del Miedo, llevando la cuenta
mientras una cabeza mecánica
con ojos de parpadeantes bombillas rojas
y voz de alarma
asustaba a los monos que corrían en círculos,
aullando las órdenes
de sus cerebros desquiciados.

No pedí explicaciones,
ni siquiera cuando vi el cartel
pegado al frigorífico que decía:
No METER MONOS MUERTOS EN EL CONGELADOR.
Imaginé al médico responsable de la nota,
el instante en que la puerta del congelador
se abrió a ese otro rostro,
y su músculo cardíaco aulló como un mono.

Por eso entendí
al mono que saltó de su jaula
y me mordió el pulgar a través del guante de goma,
dejando un pegote de sangre brillante
como el glaseado de una pastita.
Y entendí también que un día, con los médicos ausentes,
un mono se saliera del gráfico de los Datos del Miedo
gritando a la revolución, embistiendo
contra la cabeza mecánica de los ojos rojos
ante la ovación de todas las batas blancas.

 

 


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