Defensa de la poesía

Pedro Serrano 

defensa-29.jpgDespués de una larga navegación, una tortuga que al fin sale a desovar empezará a depositar lo que casi seguramente serán sólo cascarillas. Para otra cosa no saldría del mar, que es su continuidad y medio natural. Afuera hay dificultades, violencia, rastrojos. Sin embargo, sólo ahí puede la tortuga dar continuidad a su especie. Miles de huevecillos blandos van cayendo húmedos a un hoyo enarenado con la esperanza de que en ese hueco se protejan hasta su maduración. Ésa es su apuesta. Si después surgen las nuevas y pequeñísimas tortugas y se echan por ellas mismas a andar es otro cantar. La enorme tortuga ya estará muy lejos, arrastrando primero su cuerpo de regreso a las aguas, navegando hacia quién sabe qué arrabales en busca de plancton o de algas, avanzando ligeramente, pesadamente, como queramos imaginarla. Las tortugas bebés saldrán del hoyo y afrontarán el peligro de las águilas, los perros, la cenicienta luz, y unas cuantas, si acaso, encontrarán el lento camino al mar, sentirán el alivio de la ola madre que las recibe, se sumergirán en ella e iniciarán el viaje hacia sí mismas, y finalmente llevarán después su propia voluntad al mismo sitio, desovarán. Todo esto lo sé pero también tuve la suerte de verlo, hace unos años. En aquella ocasión mi hijo Mateo, de tres años, se puso a llorar porque las tortugas que se metían al mar no estaban con su madre. Sentía la soledad en la que se sumergían. Tenemos muchas maneras de aproximarnos a la realidad, y de interpretarla. Esa fue una de ellas.

 

Defensa de la poesía

Pedro Serrano

defensa-29.jpgDespués de una larga navegación, una tortuga que al fin sale a desovar empezará a depositar lo que casi seguramente serán sólo cascarillas. Para otra cosa no saldría del mar, que es su continuidad y medio natural. Afuera hay dificultades, violencia, rastrojos. Sin embargo, sólo ahí puede la tortuga dar continuidad a su especie. Miles de huevecillos blandos van cayendo húmedos a un hoyo enarenado con la esperanza de que en ese hueco se protejan hasta su maduración. Esa es su apuesta. Si después surgen las nuevas y pequeñísimas tortugas y se echan por ellas mismas a andar es otro cantar. La enorme tortuga ya estará muy lejos, arrastrando primero su cuerpo de regreso a las aguas, navegando hacia quién sabe qué arrabales en busca de plancton o de algas, avanzando ligeramente, pesadamente, como queramos imaginarla. Las tortugas bebés saldrán del hoyo y afrontarán el peligro de las águilas, los perros, la cenicienta luz, y unas cuantas, si acaso, encontrarán el lento camino al mar, sentirán el alivio de la ola madre que las recibe, se sumergirán en ella e iniciarán el viaje hacia sí mismas, y finalmente llevarán después su propia voluntad al mismo sitio, desovarán. Todo esto lo sé pero también tuve la suerte de verlo, hace unos años. En aquella ocasión mi hijo Mateo, de tres años, se puso a llorar porque las tortugas que se metían al mar no estaban con su madre. Sentía la soledad en la que se sumergían. Tenemos muchas maneras de aproximarnos a la realidad, y de interpretarla. Esa fue una de ellas. Por mi parte, imaginé la escritura de un poema parecido a la voluntad de la enorme masa de la tortuga al abandonar su medio y salir penosamente a tierra. Y a las palabras del poema como esas tortuguillas recién nacidas que casi por azar encuentran su destino, su acomodo, su eficacia. “Letras y palabras, buscando la comprensión”, dice en algún momento la enigmática mujer del tronco que inicia los capítulos de Twin Peaks, la serie de televisión de David Lynch. Las palabras de un poema se encaminan hacia su posible lectura como las tortugas recién nacidas hacia el mar. Comparar las palabras del poema con las pequeñas tortugas que surgen solas de la tierra --la madre hace mucho ausente-, es a todas luces un exceso. Lo era menos, en todo caso, la interpretación de mi hijo. Las palabras no son ni por asomo continuidad vital de una especie. Punto. Y sin embargo sí lo son, de la nuestra, en la necesidad envolvente que provocan, en la iluminación que alcanzan en quien las oye o las lee. En cierto modo, y aquí estoy tocando otras aguas, gracias a los poemas en los que aparecen, también lo son de la de ellas, las tortugas. El exceso de ese gesto gutural que nace de nuestras bocas y se vuelve lenguaje es en los seres humanos a la vez continuidad y sustitución. La tortuga que nace ocupa el lugar de la madre y repite en sí misma el gesto de aquella, para bien de su especie. En nosotros las palabras abren espacio mediante a la presencia de esas tortugas, las sustituyen, las acompañan, las hacen nuestras. Nos hacen a nosotros también y nos hacemos con ellas, con las palabras, con las tortugas, con las palabras tortugas. Siniestramente. Y no tan sólo alcanzando la conciencia de que todo esto que ha sido escrito aquí no es tortugas sino simples palabras, lo que manidamente se suele llamar “el giro lingüístico”, doblado el lenguaje sobre sí mismo, representándose en un vacío inalcanzable, ajeno a nosotros y enajenándonos a la vez. La obviedad que esto señala no resuelve la fractura sino que simplemente la ahonda más. Pero es ahí donde cala. El lenguaje en el poema se desdobla en una continuidad animal, en una recurrencia verbal que es también física, ventral, que nos altera y nos une, que nos hace especie y también filum cordata, universo. En la poesía, o más bien en eso que aparece en el poema, y que lo hace aparecer, se haya nuestra característica altruista, de especie. Pensemos en la tortuga. La manera como recurrimos a esa esplendorosa bestia es variadísima, y en cierto modo ayuda a su conservación. Y cuando ya no es posible, por lo menos la evoca, como el preciso dibujo en la piedra de hace cuarenta mil años nos trae al león europeo, del tamaño de un buey, ya extinto. La manera en que, con palabras, rodeamos, atraemos y de alguna manera salvamos a las tortugas al hacerlas nuestras tiene muy variadas aproximaciones, por supuesto. “Verde, lenta, la tortuga” aparece en una nana de Rafael Alberti, y se mece en la rima de un caramelo escrito por una niña que se llama Cristina: “La tortuga tiene el caparazón tan dulce como un bombón.” (http://www.slideshare.net/cramata/poemas-a-las-tortugas). Pero también alcanza giros rocambolescos cuando Pablo Neruda dice: “La tortuga que comió aceitunas del más profundo mar”. Finalmente toca su declinación, cuando al final, en el mismo poema, Neruda describe su lenta entrada en entropía: “De tan vieja se fue poniendo dura, dejó de amar las olas y fue rígida como una plancha de planchar.” Para terminar con su estasis: “Cerró los ojos que tanto mar, cielo, tiempo y tierra desafiaron, y se durmió entre las otras piedras.” En un magnífico y atroz poema D. H. Lawrence la describe en el coito, que en español, en traducción de José María Moreno Carrascal, dice: “La tortuga macho, encaramada y tensa como un águila de alas desplegadas, penetra el muro de cloaca de la compacta hembra, como queriéndose salir del caparazón, en una desnudez de tortuga”. (Renacimiento, Sevilla 1998). La relación entre la tortuga y el águila es fulgurante, exacta en el acto y por supuesto falaz en su continuidad como símil. Sin embargo, en ambas escenas son ellas, las tortugas las que aparecen, y nosotros, los que nos expandimos, tortuguescos, actuales. Michael Ende en Momo hace que, sin hablar (porque las tortugas efectivamente no hablan) en su caparazón surjan las letras y palabras que, como el tronco de la mujer en Twin Picks, guiarán a la niña Momo en su escape de los hombres grises que se roban el tiempo. Necesitamos de esa extensión hacia el mundo para explicarnos y para, oscuramente, protegerlo. En todos estos casos, la tortuga es su propia manifestación y resultado de una pulsión profunda, ajena a ella, en quienes la escribieron y describieron. También en quienes la leemos. Como dice Kay Ryan, en traducción de Argentina Rodríguez, “Quién querría ser una tortuga si pudiera remediarlo” (Líneas conectadas, Sarabande, 2006).

 

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