Defensa de la poesía

Pedro Serrano 

defensa-r-varo-naturaleza.jpg Un poema es siempre una salida de tono. No puede ser de otro modo. En ningún caso es una continuidad, incluso cuando viene inmediatamente después de una experiencia, y pareciera que la enmarca o cifra. Un poema viene de un solo lado y no sólo de ahí. Siempre hay algo específico que lo acciona y mil motivaciones de las que surge. Aquello puede ser una piedra en el zapato, el ritmo del cantar, lo que se agolpa en el cuerpo o el corazón, las cosas que nos atoran o nos sueltan, el sol pegando en un borde. En la mayoría de las ocasiones no pasa nada. Pero sucede que a veces, en un momento dado, algo se visualiza o se escucha, se huele, casi siempre contradictorio, incómodo, de difícil asimilación, y entonces todos los antecedentes o descubrimientos que atraía el poema empiezan a girar vertiginosamente en torno a ese algo como un imán al que aferraran su impulso, como las frutas y platos alrededor de la mesa en el cuadro Naturaleza muerta resucitando de Remedios Varo.

 

Defensa de la poesía

Pedro Serrano

defensa-r-varo-naturaleza.jpg Un poema es siempre una salida de tono. No puede ser de otro modo. En ningún caso es una continuidad, incluso cuando viene inmediatamente después de una experiencia, y pareciera que la enmarca o cifra. Un poema viene de un solo lado y no sólo de ahí. Siempre hay algo específico que lo acciona y mil motivaciones de las que surge. Aquello puede ser una piedra en el zapato, el ritmo del cantar, lo que se agolpa en el cuerpo o el corazón, las cosas que nos atoran o nos sueltan, el sol pegando en un borde. En la mayoría de las ocasiones no pasa nada. Pero sucede que a veces, en un momento dado, algo se visualiza o se escucha, se huele, casi siempre contradictorio, incómodo, de difícil asimilación, y entonces todos los antecedentes o descubrimientos que atraía el poema empiezan a girar vertiginosamente en torno a ese algo como un imán al que aferraran su impulso, como las frutas y platos alrededor de la mesa en el cuadro Naturaleza muerta resucitando de Remedios Varo. Lo que entonces sucede, lo que hace que el poema suceda, es precisamente eso, el jalonamiento entre un algo específico que atrae la consolidación o condensación de una nebulosa de posibles, y el infinito universo de fuerzas que pujan por allí manifestarse y que, al mismo tiempo, en su tumulto también presionan para desdibujarlo. Por eso muchas veces, la mayoría de las veces, todo se queda en la descripción de eso que se ha percibido, al intentar fijarlo. O se pierde desvaído en la órbita vaga de lo que ahí intentó atraerse. Pero algunas veces sucede la rara conjunción de estas dos fuerzas, y su puja continua es lo que lo sostiene. No otra cosa quizás quiso apuntar Borges cuando, en el Poema de los dones, dice: “Algo, que ciertamente no se nombra, con la palabra azar rige estas cosas”. La palabra azar sustituye aquí al centro de atracción anecdotal del poema, lo que lo fija. Algo que al unirse a aquello que lo disgregaría, queda girando, intermintente, incidiendo. En este poema, había sido el ritmo de los pasos de Borges al recorrer la biblioteca y el recuerdo de Paul Groussac, ciego como él, recorriendo esos mismos pasillos en una época anterior, y en ese mismo momento. El poema utiliza esos elementos narratorios para expandirse por muchísimos entresijos, y son estos entresijos, no lo que se cuenta, los que permiten entrar en su universo y hacernos nuestros en él. Lo que importa no es la anécdota, sino el hueco que esta anécdota abre para que los lectores se internen en pasillos que no conocían y que también son suyos. En un poema de cinco versos, que forma parte de una serie titulada Cuatro cuervos, Jordi Doce escribe: “No existe el cuervo sino la nieve, el blanco abrazo de la nieve, la boca oscura de la nieve y su negro idioma impronunciado.” Los otros tres cuervos de la serie juegan a la obvia oposición entre los contrastes del negro del pájaro y la blancura de la nieve. No es difícil trazar la cercanía de estos poemas a las Trece maneras de mirar a un mirlo de Wallace Stevens. Pero la exactitud asombrosa de los versos que he citado va más allá de los otros poemas que forman la serie, y también eso los aleja con fuerza del universo propositivo de Stevens. No por lo que nos cuentan sino por lo que extrae ahí, por lo que a la vez concentra y desubica, por lo que atrae en la disolución de sus formas previas y lo que surge en ese pozo sin fondo que regurgita. El desdoblamiento de la nieve en oscuridad aguda y del pálpito de las alas abiertas del cuervo en abrazo congelado se vuelve vértigo. Todo esto, por supuesto, apuntalado en el acomodo de sus versos y el imbricado extendido de los sonidos de nieve y cuervo a lo largo del poema. Y sentimos el escalofrío de la nieve y el pavor del cuerpo del pájaro. Lavinia Greenlaw en A menos diez, que Carlos López Beltrán y yo tradujimos para La generación del cordero, hace un recorrido distinto por ese paisaje, en que las palabras parece que se van acercando a una orilla pero al final se ahogan en la garganta: “El aguanieve se hace hielo, congela la superficie en una sola afirmación. Hay que romper cristal a cada paso para llegar a un punto de partida. Y los hijos. ¿Qué de los hijos?” Todo se hunde en este poema de hielo quebrado. Pero en ambos casos, de muy distinta manera, la nieve ha servido de atracción para unas necesidades inmediatas que, sin ella, en estos dos poemas nunca nos alcanzarían. Pero también, sin ellas esa nieve no tendría la menor importancia. Lo mismo sucede cuando René Char escribe “Con la nieve lenta descienden los leprosos”, en la traducción de Jorge Riechmann, y nosotros sentimos en el deshielo la aparición de la vida y y el escurrirse, junto con la nieve, de lo que estaba oculto. La nieve en estos casos, y cualquiera que sea aquello que desencadena a un poema, para que suceda no se puede quedar en su propia manifestación. Es una prenda que permite surgir, pero que queda atrás, en el rastro de lo que se escribe. Si se quedara ahí el poema no levantaría, los leprosos no surgirían, la hondura de la pregunta sobre los niños no llegaría a aparecer. La nieve, había dicho antes Greenlaw, “cae como quien no pudiera dejar de hablar, en lastimeras ventiscas.” Y el origen del poema no está en aquello que lo acciona, sino más atrás, en lo que empuja a esa acción. Es como si ahí llegara para poder destaparse, explotar, expandirse. René Char en La muralla de ramitas, también en traducción de Jorge Riechmann, lo explica así: “rozamos, gracias al poema, la plenitud de lo que solamente estaba esbozado o deformado por las bravuconadas del individuo.” Es cierto que casi siempre esos mínimos restos, los que nos hacen temblar, habían sido prendas fuertemente individuales, cuyo valor era sólo importante para la persona a quien pertenecían, indescifrables e incalculables antes para los demás. Por eso ese equilibrio que es un poema es un acto mágico. Esos mismos elementos tan personales, que una y otra vez habían sido puestos en juego sin resultado alguno, sin emanaciones ni ecos, porque las palabras son las mismas para todos, de repente ya no sólo ejercen presión en quien las ordenó, sino en otras lectoras u oyentes, sorprendidas en curva por esas defensa-friedrich-die-winte.jpgextensiones inesperadas o inatendidas, y las mismas palabras son nuevas para todos. Lo que tenemos enfrente es una madeja que hay que desenredar, un mejillón arrastrado por muchas corrientes de agua que de repente cae en nuestras manos y hay por fuerza, perentoriamente, que abrir. “Cuando el mirlo se perdió de vista señaló el límite de un círculo entre otros muchos”, señaló Stevens, en la traducción de Raúl Gustavo Aguirre. Así, cada poema.



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