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Luis Armenta Malpica
(Ciudad de México, 1961; vive en Guadalajara)



Migajas para una despedida
(fragmento)

            La poesía empieza                                                     
            cuando ya has olvidado qué es lo que te asustaba
pero aún tienes miedo.                                              
Benjamín Prado



No se ha muerto mi padre
pero casi. Es la palabra quieta
de este poema. Es el hijo
incompleto que me calla.

    Sombra del trigo estepa
sin pisadas. El invierno se siente
a cada impulso: un aire
dolorado de espigas
familiares y lobos en las sienes.
    Asombro que demora los relojes en las caras
adultas igual que las abuelas hicieron
con el péndulo (detenido cuando alguien nos dejaba más
solos en el mundo).

Esta su muerte empieza desde hace varios
libros y alguna rasgadura.
Los que no pueden ver
expresan sombras.

La tristeza es impropia de los hombres.


La lentitud de lo que no hemos dicho
se nos siembra en los ojos.

    Yo pienso en este frío en el que hundo las manos
con los aullidos párpados.
    Encuentro una palabra que aterida me llama. En la escritura
del corazón hay un empeño
por encontrar la tinta que en el pecho se amase.

Nos rendimos al viaje de polvo
revestidos. Mi padre y sus costumbres
tan dulces y dañinas. Yo y la ceguera por todo
lo que una huella quiebre.

    Desde la oscuridad escapan las palomas. Dejan mis manos
libres para asir el silencio que llegue
con la lluvia. Agua que nos responda
por qué se deja atrás lo que incendiamos
para que hubiera luz.

Un corazón de padre se agita en este poema.

    Por el llanto del pez conocemos los mares y esa suerte
de suponer que todo se renueva si horneamos otro pan contra las olas.

Él entra en la penumbra
guiado por las migajas que he dejado al azar
siguiéndolo en la muerte.

    Porque no sé si cavo (o quepo) en lo que soy de él
nuestro miedo es la vela.





Escafandra con fisura

                                Con los dedos del recuerdo
                                me palpé                              
                                lenta,                                    
                                despaciosamente,               
                                el pasado.                             
                                [...]                                        
                                Toda esa luz me duele.       
Lucian Blaga



La tristeza se negaba a morir con los ojos del padre.
La verdad yace abajo, entre las cicatrices
que dejaron la sal y los cristales.
Habría que ir al fondo, con los ojos cerrados
pues los olvidos flotan.

Yo solo veo las cosas recordándolas y las recuerdo
mal, distorsionadas no sé
si por la luz que a veces va imponiéndoles
el tiempo o las sombras
con que me protegía.

A los ojos no los puedo acostar
se les cae la mirada
y buscan en el pez de lo ya escrito
los lugares del padre.



tictac

Así como la luz no llega tan abajo
en mi pecho tardaba la alegría
(también dejó secuelas).
No me arrepiento (piaf) de asentir con un párpado
o negar con el mismo a todas las preguntas que me hicieron.
La mariposa también tiene dos alas y sale de un capullo.
El gorrión que se muere en la garganta
si yo me asfixio en ambos.

¿Por qué será que aquí, bajo los años, todo
recobra su natural desistimiento?



tictac

La mancha no es mi padre. Lo que ahoga mis ojos
no lo he visto en el fondo
inmaculado, enfermo de mis manos.
Este cielo de sal (mapamundi con armazón de carey
que utilicé en la escuela) resulta claro: no hay dios ni soberano
en la absoluta rigidez de nuestro cuerpo.
Por lento que sea el nado
ni la sangre
ni el gen
vuelven la vista
para que mis poemas cicatricen.

Lo hacen ojos adentro.




 

 


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