Defensa de la poesía


La playa y el risco
Pedro Serrano 

defensa-33.jpgLos procesos de apropiación y entrega que hacen los poemas no surgen exclusivamente del lenguaje, ni de la realidad, ni de la experiencia, sino de un juego de continua recomposición en el que todo está activo y en el que se incorporan múltiples placas de realidad. La particular perspectiva que un poema adquiere y otorga, si es efectiva, es una intervención en la mente, equivalente a los grafitti con los que Franco Aceves interviene los murales prehispánicos de Cacaxtla, o a las monumentales ovejas de bronce con las que Moore interviene el paisaje real. Una vez insertadas las particularísimas secuencias de un poema, sus intervenciones se instalan irremisibles en la estructura mental de los individuos, reacomodan sus previas experiencias y las marcan con una indeleble huella que va a modificar sus posteriores interpretaciones. Esto quiere decir, para decirlo brevemente, que los poemas afectan, más que nuestro modo de pensar, el modo en que actuamos en el mundo, la manera en que cogemos un pan, o lo que estamos sintiendo cuando algo nos roza. Por eso, la idea de que vivimos en un universo de lenguaje, que somos sólo lenguaje, que nada que no esté ahí puede existir es por supuesto cierta, pero tiene más recovecos de los que a primera vista salvamos. Concebir o aceptar esa idea no significa acceder a un puerto seguro, una bahía cerrada de significación fuera del proceloso mar de las arbitrariedades. Muy al contrario, nos encontramos con un escarpado risco en el que hay mejillones grumosos como naufragios, cangrejos escondidos y alerta, algas secas y humildes, y mucha, mucha espuma. El mundo del lenguaje que habitamos está más lleno de objetos y fantasmas de lo que nos tranquilizaría suponer, y una vez en su universo, nos tropezamos continuamente con ellos.

 

Defensa de la poesía

 

La playa y el risco
Pedro Serrano

Los procesos de apropiación y entrega que hacen los poemas no surgen exclusivamente del lenguaje, ni de la realidad, ni de la experiencia, sino de un juego de continua recomposición en el que todo está activo y en el que se incorporan múltiples placas de realidad. La particular perspectiva que un poema adquiere y otorga, si es efectiva, es una intervención en la mente, equivalente a los grafitti con los que Franco Aceves interviene los murales prehispánicos de Cacaxtla, o a las monumentales ovejas de bronce con las que Moore interviene el paisaje real. Una vez insertadas las particularísimas secuencias de un poema, sus intervenciones se instalan irremisibles en la estructura mental de los individuos, reacomodan sus previas experiencias y las marcan con una indeleble huella que va a modificar sus posteriores interpretaciones. Esto quiere decir, para decirlo brevemente, que los poemas afectan, más que nuestro modo de pensar, el modo en que actuamos en el mundo, la manera en que cogemos un pan, o lo que estamos sintiendo cuando algo nos roza. Por eso, la idea de que vivimos en un universo de lenguaje, que somos sólo lenguaje, que nada que no esté ahí puede existir es por supuesto cierta, pero tiene más recovecos de los que a primera vista salvamos. Concebir o aceptar esa idea no significa acceder a un puerto seguro, una bahía cerrada de significación fuera del proceloso mar de las arbitrariedades. Muy al contrario, nos encontramos con un escarpado risco en el que hay mejillones grumosos como naufragios, cangrejos escondidos y alerta, algas secas y humildes, y mucha, mucha espuma. El mundo del lenguaje que habitamos está más lleno de objetos y fantasmas de lo que nos tranquilizaría suponer, y una vez en su universo, nos tropezamos continuamente con ellos.

Cuando empecé a entrar en las imágenes del mar para ejemplificar este argumento, me di cuenta de que estar hablando del lenguaje como un puerto que nos abriga y enfrenta al infinito mar de la insignificancia es un desdoblamiento, y esperaba avanzar un poco más para llegar al momento de mencionar o exponer este doblaje. Pero en el proceso mismo de su escritura, estaba yo abrevando en varias experiencias personales, entre ellas una en especial, en la playa de San Agustinillo en Oaxaca, en que una corriente me empezó a llevar, subrepticia e inesperadamente, mar adentro. Cuando me di cuenta yo ya no podía regresar y cada brazada me iba alejando más de la playa en la que estaba mi familia y mis amigos, a pesar de que nadaba y nadaba. Un risco, que por suerte estaba muy cerca, me hizo darme cuenta del movimiento imperceptible de la corriente, y lo vi como tabla salvadora. Grité primero, porque nada es mejor que la sensatez en el peligro, y luego volví a gritar. Sospechoso no del lenguaje, sino de que el sonido no alcanzara a los otros, antes de averiguar si venían o no por mí, intenté nadar hacia el risco que me servía de referente y me hacía darme cuenta de que me estaba yendo. Hay que decir que el mar estaba bastante en calma, y el entrechocar de las olas contra las rocas no era demasiado amenazador, así que lo mío no era un acto de temeridad sino de pura e infinita precaución. Me agarré a la roca y con dificultades, agitación y alivio pude salir. Con una pequeña herida en la mano, eso sí, que terminó por infectarse, pues los riscos, como el lenguaje, son siempre ríspidos y rugosos, y no se dejan asir como unas escaleras.

 

Aura Estrada, una amiga que de entre todo el grupo fue la que primero se dio cuenta de lo que sucedía, se había lanzado a salvarme. Cuando llegó, yo estaba ya en la roca, así que terminé ayudándola a subir. En ese momento se acercaron, corriendo por el risco y agitados, los salvavidas, tablas y boyas en mano, que la regañaron por lanzarse al agua sin precaución. Con todas estas cosas, gente corriendo, gritos, la escena colectiva debió ser bastante fuerte, y a mi hijo Nicolás, que tenía entonces cinco años, se le gravó de tal modo que no la ha olvidado. Exactamente un año después, en una siniestra recurrencia, Aura moriría en esa misma playa, levantada y azotada contra la arena por una ola neutra. Aura, que luchaba con el lenguaje. Al escribir esto vuelvo a ver su sonrisa luminosa en ese mediodía, su cara mojada y sorprendida saliendo del agua, y pienso que somos como los mejillones entre los escarpados, a veces sumergidos, a veces fuera del agua, siempre a punto.

La playa y el risco. En un momento dado de la escritura, no como proceso sino como acumulación, la percepción del lenguaje y la experiencia del mar forman no una unidad de sentido, sino una masa emocional de significación con muchísimas derivas. Como lo vio Mateo, mi hijo de siete años, al toparse de repente, desde lo alto  de la kasbah de Tánger, con el mar extendido en el Estrecho de Gibraltar, le hizo decir: “qué grande es el mar, ¿verdad, papá?” Lo que me lleva a la siguiente pequeña joya de José Gorostiza, que siempre reverbera y no termina nunca de estabilizarse: “El mar, el Mar, dentro de mí lo siento. Ya solo de pensar en él, tan mío, tiene un sabor de sal mi pensamiento.”  Antes de llegar a lo que la escritura de mi propia experiencia abrió, había recordado un poema de Glyn Maxwell, “El mar llega como sólo lo puede hacer el mar”, que desde el principio pensaba utilizar como ejemplo, pues habla precisamente de esa dicotomía, no muy distinta a la del cíclope frente al mar. Verán qué significativo está siendo el poema, casi mágico, en el proceso de lo que yo estoy queriendo decir. Es un poema que traduje hace algunos años, pero cuya impronta rítmica e imaginativa sigue estando fresca en mi mente. Dice Maxwell queEl mar llega como sólo lo puede hacer el mar y, aunque sabe lo poco que añaden las palabras, enfrente del oleaje las reordena una mente, y ante el mar las trasiega. Lo que debe sonar es agua penetrando en el revuelto espacio que la mente ha clareado. Los claros de esa mente nada son para el mar. El modo en que las cabras fueron seleccionadas nada son para el dios, que únicamente pedía que respiráramos, para, si lo dudaba, saber que ahí seguíamos”.

A medida que la reflexión derivaba, tuve que repensar que si bien Maxwell habla del lenguaje y del mar, una vez que yo entro con él en mi propia memoria, la sinestría del poema hace que adquiera resonancias inesperadas. ¿La mente de quién? Como si las personas involucradas en la anécdota de mi propia vida fueran las cabras que en su poema aparecen, pero también las del cíclope de Góngora: “Su horrenda voz, no su dolor interno, cabras aquí le interrumpieron”. Y esas cabras siguen dando vueltas en la mente del poema de Maxwell a ese ruido, ese ritmo y esas roturas de la vida, de tal modo que el proceso de reflexión, memoria y experiencia que el poema provoca continúa ampliándose, como el mar, y recogiéndose, como el puerto. Y me doy cuenta, finalmente, de que mucho de lo que yo buscaba estaba ya dado en esa enorme Fábula de Galatea y Polifemo, en la cual no había pensado cuando comencé esta Defensa. De ahí, sin que yo lo recordara explícitamente, salió el énfasis mío en la espuma del lenguaje, del “espumoso mar siciliano” de Góngora, a la vez real y lingüístico. Parece, de una manera extraña, que tanto el poema de Maxwell como el de Góngora hablaran de lo que allí pasó, y eso hace que la mente que rige esos dos poemas, y mi propia experiencia, quede cada vez mucho más oscurecida.

 
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