Defensa de la poesía


Pedro Serrano 


defensa-34-montesinos.jpgLa manera en que los poemas se organizan es siempre recovecosa y a la vez también siempre deslumbrante. Como la Cueva de Montesinos en la que penetra medroso don Quijote, para perderse maravillado en sus miles de brillos y brotes reales. Esos recovecos, que en don Quijote se desdoblan en mágicos, parten de un sitio real, puro y duro, terroso y fantasmal, que aparece descrito en las guías de la siguiente manera: “Situada en el camino de Ossa de Montiel hacia las Lagunas de Ruidera, concretamente a una altitud de 920 metros sobre el nivel del mar, al Sureste y cerca del punto geodésico "Cabeza de San Pedro" (cota 948 m.). Dista la gruta 6 km. de Ossa de Montiel y 14 del pequeño pueblo de Ruidera. De titularidad privada, por estar incluida en la finca "San Pedro Alto", fue cedida al Ayuntamiento de Ossa de Montiel, por su propietario Félix García en 1982. Es una pequeña cavidad kárstica de muy poca profundidad generada por los procesos de disolución que las aguas de lluvia han originado en el roquedo de la zona. En su interior existe una pequeña charca y unos techos desprovistos de estalactitas. Grandes bloques de piedra obstruyen parcialmente la entrada quedando, no obstante, suficiente espacio para irse adentrando en el recinto subterráneo, prácticamente erguidos. Próxima al ‘umbral’, a la izquierda, está la oquedad ‘portal’, que en otros tiempos llamaban de los Arrieros, por guarecerse en ocasiones éstos, a su paso por los parajes, en circunstancias de inclemencias climatológicas. Es todavía por tanto, y pese a que en el suelo se van estratificando desperdicios y arrastres, un habitáculo natural suficientemente amplio como para dar cobijo a personas y caballerías.” El lenguaje hace cosas mágicas. No sé si por derivación o por irradiación propia, este breve texto parece más bien sacado de los paisajes de Pedro Páramo....

 

Defensa de la poesía

Pedro Serrano

defensa-34-montesinos.jpgLa manera en que los poemas se organizan es siempre recovecosa y a la vez también siempre deslumbrante. Como la Cueva de Montesinos en la que penetra medroso don Quijote, para perderse maravillado en sus miles de brillos y brotes reales. Esos recovecos, que en don Quijote se desdoblan en mágicos,  parten de un sitio real, puro y duro, terroso y fantasmal, que aparece descrito en las guías de la siguiente manera: “Situada en el camino de Ossa de Montiel hacia las Lagunas de Ruidera, concretamente a una altitud de 920 metros sobre el nivel del mar, al Sureste y cerca del punto geodésico "Cabeza de San Pedro" (cota 948 m.). Dista la gruta 6 km. de Ossa de Montiel y 14 del pequeño pueblo de Ruidera. De titularidad privada, por estar incluida en la finca "San Pedro Alto", fue cedida al Ayuntamiento de Ossa de Montiel, por su propietario Félix García en 1982. Es una pequeña cavidad kárstica de muy poca profundidad generada por los procesos de disolución que las aguas de lluvia han originado en el roquedo de la zona. En su interior existe una pequeña charca y unos techos desprovistos de estalactitas. Grandes bloques de piedra obstruyen parcialmente la entrada quedando, no obstante, suficiente espacio para irse adentrando en el recinto subterráneo, prácticamente erguidos. Próxima al ‘umbral’, a la izquierda, está la oquedad ‘portal’, que en otros tiempos llamaban de los Arrieros, por guarecerse en ocasiones éstos, a su paso por los parajes, en circunstancias de inclemencias climatológicas. Es todavía por tanto, y pese a que en el suelo se van estratificando desperdicios y arrastres, un habitáculo natural suficientemente amplio como para dar cobijo a personas y caballerías.” El lenguaje hace cosas mágicas. No sé si por derivación o por irradiación propia, este breve texto parece más bien sacado de los paisajes de Pedro Páramo. Cargado de magia, envuelve en su vaho los registros topológicos, el nombre mismo de su propietario y su propia historia geográfica Sin verla, ya la Cueva de Montesinos nos llena de mundo, con su charca, sus arrieros, sus grandes bloques de piedra, y su descripción objetiva encaja entonces con la elaboración de Cervantes de una manera extraña, pues no hay que dejar de lado que él contaba a la vez tanto con un conocimiento real de la cueva como con la certeza de que para sus lectores su Cueva de Montesinos era un elemento más de la riqueza de su ficción. Esto, que no tiene nada que ver con un supuesto realismo español, tan querido por los críticos chovinistas, muestra el inevitable entrelazado, éste sí cierto, de experiencia real y pulsión imaginaria, tanto de quien escribe como de quien lee. Tan real es la estancia de don Quijote en la Cueva, como mágicas las menciones del camino de Ossa de Montiel o de las Lagunas de Ruidera, que sirven de molotes para ubicarla.

defensa-34-3.jpgIncluso en el caso propio de Cervantes, esos recovecos alucinatorios no sólo surgen de lo real. Su cueva de Montesinos es  a la vez un sitio que sin duda visitó, como también imaginó, gracias, entre otras cosas, a las lecturas que él mismo había hecho de los libros de caballería, pero quizás, por qué no, a las representaciones grotescas que pudo haber visto en las pinturas de su época. Si bien es cierto que, en el caso de Cervantes, esto es puramente especulativo, en el caso de Rulfo tenemos el dato duro de sus propias fotografías para saber cómo se construía el mundo imaginario que iba a desplegar en su obra. Y esto nos sirve como un primer ejemplo para ver cómo las escrituras y las obras visuales nos habitan de manera tan poderosa como las experiencias reales, y se tejen con ellas amasando significado. Nuestra experiencia no deriva solamente de lo real, ni solamente del lenguaje, sino que es acicateada o plasmada por otras observaciones. Recientemente vi un par de dibujos hechos por un artista alemán de principios del siglo XIX, Julius Schnorr von Carolsfeld, que se quedaron, no fijos o activos, sino activando y fijando mi mente. Digo esto porque algunos días después, caminando por la calle, vi unas hojas en el suelo, enroscadas como nunca las había visto antes, pero tal como las aparecían en el dibujo, que en ese instante recordé. Los dibujos de von Carolsfeld no son mucho mayores que una hoja de tamaño carta, y muestran unas hojas secas, a lápiz, sin el menor comentario ni proyección explicativa. Aparte de la delicadísima calidad de su trazo, y del encoruscamiento de su representación, que fue lo que me atrajo en un primer momento, lo que me sorprendió de los dibujos es que me hicieran o me permitieran ver las hojas marchitas, en el mundo natural, como nunca antes las había visto. Y lo extraño, como ya dije, es que la conciencia de esta realidad de las hojas no la tuve ahí, en el momento de ver los sombreados y los énfasis grises, sino unos días después, cuando descubrí o me fijé en cómo las hojas reproducían la imagen que había visto en el dibujo, y me di cuenta de que nunca antes las había observado de esa manera. Escribo “caminando” y recuerdo una reflexión del escritor Josep María Espinàs, que dice que la manera más cercana a quedarse quieto es ir caminando. Y quizás la mejor manera de habitar una obra de arte sea moverse en ella hacia otros brotes artísticos, y esta movilidad, este ir hacia otro lado, permita ver mejor lo que aparentemente dejamos atrás pero sigue enfrente. El implante mental que hasta entonces había tenido yo de las hojas secas era el de una superficie plana, una o miles de hojas en el suelo si se quiere, sueltas o acumuladas, ya fueran los fresnos de mi infancia, los plátanos de Barcelona, las higueras de los poemas de Anna Crowe o los maples de la bandera de Canadá. Así es como las había imaginado siempre, y así es como las veía desde uno de los primeros poemas que escribí, que se titula precisamente “Las hojas”.

defensa-34-2.jpgPero ahora que vuelvo a regresar a él, súbitamente, esas hojas que en el poema “estallan al caer llenando de sepia el color de su muerte” ya no son meramente planas en una superficie también llana, ni caen más como hojas de papel meciéndose lentamente, o ya no caen sólo así, sino también circunvolando, contorsionándose en su caída, hasta depositarse quietas en su propio y hueco volumen. Y soy consciente de que esto tiene que ver con las hojas que von Carolsfeld dibujó, pero también con la reciente muerte de mi hermana María, inesperada y inescapable, que influye en mi descripción ahora de las hojas, casi como capullos abandonados. Pero la influencia de esta experiencia emocional, real y estética no termina ahí. Mi memoria se abre ahora a otras representaciones de hojas de otoño, esta vez de los libros ilustrados que me pasaba horas viendo en mi infancia, en las que, efectivamente, las hojas giraban y se torcían en su vuelo, llevadas por las ráfagas de un viento siempre presente. De modo tal que la irresistible fuerza de la imagen vista en las dos dimensiones manipuladas de los dibujos de von Carolsfeld han cambiado para siempre mi percepción de las hojas vistas en la realidad, de las hojas de uno de mis propios poemas, de las hojas de mi propio recuerdo infantil y de mi hermana desaparecida. Y a partir de ese momento he ido fijándome en las distintas conformaciones de las hojas, a veces enroscadas como cunas, a veces como féretros, siempre con rasgos distintos en el momento de identificar su individualidad. Y me doy cuenta de que, si bien ahora descubro nuevas maneras de ser, en alguna parte de mi imaginario las hojas siempre han tenido esa identificación. El ocre, el amarillo, el desprenderse del árbol, el caer, el desperdigarse, el desaparecer, son parte de una relación que yo tengo con la vida y con el mundo. Y que no es lo mismo una hoja que dibuja von Carolsfeld en todo su detalle, que la acumulación de hojas que quedan a la deriva, inidentificables en su excepcionalidad, unas encima de otras hasta volverse, en su confusión, una masa informe y otra materia.

defensa-34-4.jpgEl crítico Michael O’Sullivan, que como yo se fijó especialmente en estos dibujos en una nota sobre una exposición del dibujo alemán en la Nacional Gallery, señala que a pesar de que el estudio de hojas era un ejercicio común de la época, “hay algo diferente en estas amorosas obras. Ni ilustraciones botánicas ni, hasta donde se puede apreciar, que intenten evocar el simbolismo de la muerte, son lo más cercano a la abstracción pura que te puedes encontrar en el siglo XIX.” Esta reflexión me ayuda a explicarme, de manera inobjetable, lo íntimo de la conexión entre abstracción y realidad, su emoción doblemente originaria. Como si el movimiento en la abstracción fuera necesario para fijar la representación más exacta de lo real, aquella que es capaz de modificar todos los aspectos y todas las direcciones de la percepción, como en mi caso con estas hojas inmarcesibles, pero también en el de las fotografías de Juan Rulfo y en el de Cervantes con su cueva de las maravillas.

 
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