Defensa de la poesía



El puente

Pedro Serrano 


defensa-36.jpgLos poemas no surgen de la nada pero tampoco de un plan trazado de antemano. Son una acumulación de antecedentes que se levantan juntos en una sola ola y juntos explotan haciendo un sí original de esa confluencia o congestión. Por supuesto que en los poemas no hay olas, si no terminarían todos mojados, o sería un goteadero de palabras, pero la imagen sirve para mostrar ahora cómo un poema acumula orígenes diversos en un solo haz, y los hace funcionar en muy diversas direcciones y de muy distintas maneras. Quien se sienta a escribir puede tener en mente el probable trayecto, el tema que quiere trabajar, incluso una vista panorámica de sus posibles variantes o la proyección de un poema de largo aliento. También puede ser que lo que esté en el inicio no sea otra cosa que una aparente humildad puesta a armar un soneto, una villanela, unas décimas o un corrido. O que el motor sea un ejercicio de caligrafía, la búsqueda de los juegos visuales de las letras o la investigación en las posibilidades sonoras y físicas del video. También puede surgir de inquietudes inesperadas despertadas por nuevas tecnologías, actuales o aún por inventarse. O que simplemente sea una marea emocional sin asidero en busca de salida. Lo cierto también es que siempre tiene que haber detrás de ese impulso el manejo, si se quiere inconsciente o internalizado, de sus particulares elementos, de sus herramientas y materiales, de la corriente acumulativa que los reúne y pone en juego, cualesquiera que vaya a ser su despliegues finales. Si algo tienen en común todas aquellas acciones que desencadenan la partida de un poema, y que pueden venir tanto de los más convencionales espacios de creación como de otros totalmente impensados previamente, es que adquiere una manera de articularse en su resultado final capaz de convencer a algunos de quienes se lo topan de que aquello que hay ahí tan tersamente dispuesto, o eso que está sucediendo en tan raro burbujear, es un poema, así y otros vean con indiferencia, desprecio o rechazo eso mismo, y defiendan lo hecho en otras comarcas de la creación a la cual le dan el mismo nombre de poema.

 

Defensa de la poesía



El puente
Pedro Serrano

Los poemas no surgen de la nada pero tampoco de un plan trazado de antemano. Son una acumulación de antecedentes que se levantan juntos en una sola ola y juntos explotan haciendo un sí original de esa confluencia o congestión. Por supuesto que en los poemas no hay olas, si no terminarían todos mojados, o sería un goteadero de palabras, pero la imagen sirve para mostrar ahora cómo un poema acumula orígenes diversos en un solo haz, y los hace funcionar en muy diversas direcciones y de muy distintas maneras. Quien se sienta a escribir puede tener en mente el probable trayecto, el tema que quiere trabajar, incluso una vista panorámica de sus posibles variantes o la proyección de un poema de largo aliento. También puede ser que lo que esté en el inicio no sea otra cosa que una aparente humildad puesta a armar un soneto, una villanela, unas décimas o un corrido. O que el motor sea un ejercicio de caligrafía, la búsqueda de los juegos visuales de las letras o la investigación en las posibilidades sonoras y físicas del video. También puede surgir de inquietudes inesperadas despertadas por nuevas tecnologías, actuales o aún por inventarse. O que simplemente sea una marea emocional sin asidero en busca de salida. Lo cierto también es que siempre tiene que haber detrás de ese impulso el manejo, si se quiere inconsciente o internalizado, de sus particulares elementos, de sus herramientas y materiales, de la corriente acumulativa que los reúne y pone en juego, cualesquiera que vaya a ser su despliegues finales. Si algo tienen en común todas aquellas acciones que desencadenan la partida de un poema, y que pueden venir tanto de los más convencionales espacios de creación como de otros totalmente impensados previamente, es que adquiere una manera de articularse en su resultado final capaz de convencer a algunos de quienes se lo topan de que aquello que hay ahí tan tersamente dispuesto, o eso que está sucediendo en tan raro burbujear, es un poema, así y otros vean con indiferencia, desprecio o rechazo eso mismo, y defiendan lo hecho en otras comarcas de la creación a la cual le dan el mismo nombre de poema.

 


Pues si bien es cierto que todos estos disparaderos parten de muy distintas recolecciones de anhelos y precedentes, el resultado, a pesar de lo alejado de su consecución, y de ser tan distinto su puerto de llegada, comparte algo que lo separa del puro intento o de la mera intención, por más que lo acerque, a este o a aquel, la afinidad con otros intentos. A una exitosa y aguda galerista neoyorquina, representante de varios de los artistas de más activo reconocimiento, al repasar un libro de Francisco Toledo lo único que se le ocurrió decir es que “era tradicional”. Sus palabras muestran tanto la dirección de su mirada como lo escaso de lo que allí alcanzó a ver. Es cierto que Toledo es principalmente pintor, pero quien sea testigo, por ejemplo, de la reconversión que ha hecho recientemente del personaje mágico de Pinocho, se dará cuenta de que lo que allí sucede tanto para Pinocho como para Toledo es totalmente inusitado, que eso antes no sucedía, y que esa novedosa forma tradicional sigue siendo importante y actual, muy importante, por más que las técnicas utilizadas lleven siglos en uso. En el campo opuesto, quien tenga la oportunidad de ver el montaje cinematográfico de Phil Solomon titulado Las caídas estadounidenses (o si se quiere Las cascadas americanas, pues el título, The American Falls, da para ambos sentidos), se dará cuenta de que ahí también está pasando algo necesario. Equivalente a lo que sucede en un poema de Pierre-Yves Soucy cuando describe el cielo que ve: “al margen lo real el pantano de las palabras

desyuntadas de su deriva los ácidos de la lluvia cinchan eso que rechazamos del rayo perfil sacado del rostro su fondo impenetrable”. Imagen en la que hay que rascar y rascar para alcanzarla, y que está en el extremo opuesto, en construcción y exposición, de lo que nos pasa cuando José Manuel Arango escribe “La noche como un animal dejó su vaho en mi ventana”, y araña con escasez de medios una escalofriante perturbación atávica.

Como en los dos ejemplos de las artes visuales, en poesía pasan cosas en muchos espacios, tradicionales y no, vanguardistas o postemporales, pero antes de eso, en cualquiera de los caminos mencionados, sólo había incipiente voluntad. Eso los une por encima de cualquier intento que se queda a la mitad, pues la voluntad no es nada si no se llega a la otra orilla. Entre el deseo y el poema se abre un abismo que no se sabe cómo ni por dónde se cruzará, y que está más allá de las intenciones. Cuando se alcanza, no importa el modo o el género o la técnica, cada una de las acciones emprendidas en su lugar de manifestación aglutina una parecida correlación de fuerzas. A eso me refería cuando hablaba de la ola, porque así se levanta. Eso que esta correlación desencadena es un movimiento inusual, siempre nuevo, que lleva a reconocer que allí sucede algo. Ese algo es a lo que llamamos poema. Como un puente que apareciera súbitamente, e inesperadamente nos cruzara al otro lado. No una barca, un puente. Un puente que no estaba hecho de antemano, sino que se construye, casi en el aire, con ese hacer que son la escritura y la lectura. Lo que había detrás era la asimilación de obras anteriores y el impulso dado por ellas para realizar la propia aventura. Toda obra artística que alcanza su consecución es su propio puente. Quien va a escribir un poema, siempre, está en la confluencia de su propio lenguaje, con las herramientas escogidas y atado a su impulso. Es desde ahí de donde parte la aventura. También quien lo lee. El medio es lo de menos y el resultado no es comparable aunque sí compartible, si aceptamos esa diversidad, si podemos entrar en sus variantes.

La relación del ser humano con lo real tiene muchos caminos y muchas maneras de representarse, reconstruirse o fragmentarse. Cada poeta busca por distintos caminos esa asimilación. El camino del poema narrativo, por ejemplo, no es un camino segado, aunque corra el peligro efectivamente de quedar anegado en la marisma floja de unas ganas incontinentes de contar. Pero tampoco la ruta del enceguecimiento es una ruta desecada, si bien es cierto que muchas veces hay que golpear tres veces para que la roca del desierto emane un poco de agua. Pero tan recorrible es un camino como el otro. Para usar un ejemplo de la ciencia, tan importante es el viaje de Darwin y sus maravillosos descubrimientos en las Islas Galápagos como las desesperadas expediciones a la Antártica a principios del siglo XX. Ambos ejemplos son parte no sólo de la aventura del conocimiento, sino que representan algo más general y a la vez más particular, del esfuerzo humano de todos los días y de cada uno de nosotros, y también de todos los pequeños actos que nos van concibiendo. De la misma manera y como en toda expedición, ese momento o cruce se da a la mitad de un viaje, y se materializa en el vértigo de la corriente que está a punto de llevarse al poema, a quien lo intenta escribir y a quien entra en su lectura. Su aparición implica un obstáculo que se alza, pero que a la vez crea en su emulsión un puente inmaterial. Asido cada uno de nosotros con las uñas a la roca de sus propios conocimientos u antecedentes, descubriendo ahí el paso que quizás lo pueda llevar al otro lado, aparece ese puente surgido como si de la nada, porque en realidad nada lo antecede en el encuentro, y que es tanto la escritura como la lectura.

Cada viaje implica sus propios riesgos y su particular recorrido. Empezar a leer un poema no es un inicio, sino que se da siempre a medio camino. Para ese momento, las fuerzas están ya desatadas, y nosotros en medio de la tormenta. Quien empieza a leer está en el vano de un exiguo e inminente puente, inerme en un principio con el bulto exánime de su propia experiencia, expuesto por ella a esa escritura. La lectura no lo deja ni descubierto ni a salvo, sino estático en el vértice entre el agua y la tierra, al inicio de un puente cierto y a la vez inexistente. Lo que sigue es el salto al vacío, que es cuando en realidad empieza todo. Y el vacío, mágicamente, se convierte en puente, como en El mago de Oz. Enfrente hay una vía imaginaria, hecho de varias confluencias, que nunca se sabe a dónde lleva.


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