No. 36 / Febrero 2011

 

Fracternidades 
Por Jorge Fondebrider

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No. 36 / Febrero 2011


Eufonía

 
Fracternidades
Jorge Fondebrider
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En uno de los versos de Escrito sobre una mesa de Montparnasse –acaso entre los más hermosos poemas de la poesía argentina–, Raúl González Tuñón dice: “Quisiera ir a Turkestán porque Turkestán es un bonita palabra”. El suyo es un programa simple que no se apoya en la pompa del sentido –lo que nos permite prescindir de las voces “dios”, “patria”, “revolución”, “amor”, “familia”, “madre”, etc.–, sino en el sonido, en las posibilidades evocativas y perfectamente caprichosas que tiene la eufonía.

Como en el caso de “Turkestán”, algunas palabras que consideramos eufónicas nos remiten a la geografía. De hecho, creo haber leído en algún lado que a Borges le gustaba como sonaba Inverness, capital, y única ciudad del condado de Highland, en el norte de Escocia. Comparto esa preferencia, pero me permito añadir otras. Por ejemplo, Aran, que es el nombre de un breve archipiélago que cruza la desembocadura de la bahía de Galway, en la costa oeste de Irlanda, y que, de norte a sur y de oeste a este, está conformado por Inishmore, Inishmaan e Inisheer, anglicismos que nombran las tres islas a las que los irlandeses llamaron Árainn, Inis Meáin e Inis Oírr, respectivamente.

Esas tres islas minúsculas –en su conjunto, apenas unos 29 km cuadrados–  tienen mucha historia. De hecho, hay evidencias de que están ocupadas por humanos desde hace unos cuatro mil años. Esos vestigios se acumulan en capas y capas que configuran un mundo fascinante del que resulta muy difícil sustraerse. Bajo su hechizo cayó el dramaturgo John Millington Synge (1871-1909), quien las visitó durante cinco veranos, entre 1897 y 1902. Allí encontró inspiración para su pieza teatral Riders to the Sea así como para The Aran Islands, un diario de ese viaje, publicado por entregas, cuya edición definitiva como libro data de 1907. Otro que sintió la fascinación de las islas fue el cineasta estadounidense Robert J. Flaherty (1884-1952), quien, a lo largo de dos años, filmó en Inis Meáin Man of Aran (1934), considerado por la crítica como un magnífico ejemplo del realismo documental. Sin embargo, es posible que quien mejor haya entendido esas piedras que insisten en robarle espacio al mar sea el inglés Tim Robinson (1935), un matemático egresado de Cambridge y también artista plástico quien, en 1972, harto de enseñar y del mundo del arte, decidió instalarse en las islas para escribir y realizar mapas de éstas. Fruto de su trabajo son dos magníficos volúmenes, unánimemente celebrados en el mundo anglosajón –e inéditos en castellano–, que se llaman Stones of Aran. Pilgrimage (1986) y Stones of Aran. Labyrinth (1995), dedicados, respectivamente, a describir la costa y el interior de las islas. Con esas lecturas y el privilegio de ser guiado por la poeta Moya Cannon, este año, viajé a las Aran.

Moya Cannon nació en Donegal, en el norte de Irlanda, pero está radicada en la ciudad de Galway. La traduje para una antología que publicamos con Gerardo Gambolini en 1999, en Libros de Tierra Firme, el sello de José Luis Mangieri. En el 2006, gracias al Irish Literature Exchange (ILE), una institución estatal que se ocupa de la promoción de los autores irlandeses en el exterior, ella vino a la Argentina, con Harry Clifton, hoy poeta laureado de Irlanda. Los dos habían sido invitados por el XIV Festival Internacional de Poesía de Rosario, donde el público local tuvo la oportunidad de oírlos, antes de que ambos se presentasen en uno de los inconstantes festivales de poesía que se organizan en Buenos Aires. En ambas oportunidades pude comprobar que la poesía de Moya, incluso traducida, suele entusiasmar a quienes la leen y escuchan. Tiene mucho que ver con su propia versión de lo que es Irlanda y, a la vez, con los problemas que a todos nos traen las palabras. Esto, por ejemplo, puede verse claramente en Estorninos, un texto que traduje en esa ocasión: “Algunas cosas no pueden ser atrapadas en palabras, /los estorninos sobre un río de octubre, por ejemplo:/ el modo en que se elevan desde el borde de un tejado en una nube/ dirigida por un coreógrafo oculto;/ el modo en que suben, se agrupan y descienden,/ tirando de alguna arteria desconocida del corazón humano;/ el modo en que la nube se rompe y fusiona/ las partes inferiores de las alas recogiendo toda la luz/ que quedaba en el cielo del crepúsculo;/ el modo en que vuelan hacia el tejado de un depósito,/ un pájaro marrón tras otro.”

Un año más tarde, volví a encontrarme con Moya en Clifden, donde Gambolini y yo habíamos sido invitados para leer en el festival de literatura y música que todos los años, desde hace más de treinta, se organiza en ese pueblo de Connemara. Luego, en 2008, a pedido de Sinéad MacAodha, la directora del ILE, me tocó presentarla junto con otros poetas irlandeses en la Feria de Guadalajara. Allí surgió la idea de traducirla para que fuera publicada en Buenos Aires. Me postulé a una beca, la obtuve y después de dos días en una Dublín conmocionada por la crisis, llegué a Galway y nos pusimos a trabajar.

Antes de mi viaje, Moya y yo habíamos intercambiado mails. Le había escrito diciéndole que esta vez quería ir a las islas. Para mi sorpresa, me dijo que podía hacer los arreglos del caso y también acompañarme. Así que, terminada la semana que pasamos cotejando mis traducciones con sus originales y previo viaje a los acantilados de Moher, en el vecino condado de Clare, Moya pasó a buscarme por mi hotel y al cabo de una media hora llegamos a Ros a' Mhíl, nombre del pueblo que anglizado se llama Rossaveel –y que en irlandés significa “Península de la Ballena”– para tomar el ferry que una hora y cuarto más tarde nos dejaría en Kilronan –en irlandés, Cill Rónáin–, que es el puerto donde atracan los barcos que llegan a Inishmore. Allí, a poco de dejar atrás el muelle todo tipo de vehículos –autos particulares, camionetas, colectivos, carretas y sulkies– esperan a los que llegan. Grupos de hombres colorados y de gorra obligada les ofrecen sus servicios a los turistas y, a medida que los transportes se van llenando, los conducen a sus posibles destinos. Moya se acercó a un hombre rengo, algo mayor que los otros, y se pusieron a hablar en irlandés. Subimos así al colectivo y allí nos quedamos esperando. Pero por alguna razón que no comprendí, al cabo de diez minutos de silencio incómodo, tanto nosotros como cuatro turistas estadounidenses y un alemán, todos viejos, tuvimos que bajar para terminar en una camioneta, con otro conductor quien, apenas arrancamos y para el fastidio de Moya, empezó a comportarse como lo que el público de una película norteamericana se imagina de los irlandeses: charlantes profesionales que tienen una historia para contar sobre casi cualquier cosa. Digamos que el tipo no defraudó a sus pasajeros e inventó todo lo que pudo como para justificar que Nancy, una jubilada de Nueva Jersey, no dejara un minuto quieta su flamante cámara de fotos, obligándonos a parar en cada recodo del camino. Cuando ya casi estábamos llegando a nuestro destino, Moya, a punto de estallar, le pidió al conductor que se detuviera y me indicó que bajáramos para seguir caminando, mientras Nancy fotografiaba a un gato que pasaba, los cables del teléfono, la ropa colgada en el fondo de una casa y vaya a saber uno qué otras cosas, con la esperanza de que en la foto resultante hubiera algún duende.

–Qué vergüenza ese hombre y qué mujer horrible –me dijo Moya y, a unas dos cuadras de campo, me señaló la fachada de Kilmurvey House, el hotel que había reservado, ubicado en el centro de Inishmore, al pie de Dún Aengus, una fortificación que data de la prehistoria. Kilmurvey House había sido levantada en plena época victoriana, en el terreno donde en el siglo XVIII habían instalado su propiedad “los feroces O'Flahertys”, primero piratas, y con el tiempo, los principales terratenientes de la isla.

Moya volvió a hablar en irlandés con la dueña del hotel. Alcancé a entender “Buenos Aires”, por lo que supe que me estaba presentando. Después, dejamos los bolsos y empezamos nuestra excursión. Supe entonces por qué Tim Robinson había calificado de laberinto al interior de la isla. Detrás de las pocas casas que se levantaban a la vera del camino, había cientos de parcelas minúsculas divididas por cercos de piedra.

–Es un arte –dijo Moya–. Las piedras se apilan sin cemento alguno y tienen que estar dispuestas de tal manera que dejen pasar el viento. Bordeamos un camino que nos condujo casi hasta el mar. Después saltamos uno de esos cercos y bajamos hasta una playa rocosa, por la que seguimos haciendo equilibrio sobre las piedras hasta que, un buen rato después, llegamos a una inmensa terraza donde hay una depresión con forma de pileta olímpica, a la que, sugestivamente, bautizaron como Poll na bPéist (“el Pozo del Gusano”). Después de las fotos de rigor y con la perspectiva de que la marea subía, desandamos el camino rápidamente, deteniéndonos apenas para ver un curioso monumento levantando en medio de un caserío en honor a Liam O’Flaherty (1896-1984), el autor de El delator e Insurrección, entre muchos otros títulos, nacido precisamente en ese lugar.

Ya en Kilmurvey House, enfilamos directamente hacia Dún Aengus –en irlandés Dún Aonghasa–, cuyo acceso está precedido por un centro de interpretación. Allí uno se entera, por ejemplo, de que se trata de un primitivo gran óvalo de piedras de 6 metros de altura, reconstruido por los arqueólogos, que pudo haber cumplido en sus orígenes algún propósito religioso, pero que después se convirtió en un fuerte. Gracias a su ubicación a cien metros sobre el nivel del mar, dominaba las costas y permitía saber quién llegaba a la isla y cómo iba avanzando hasta el fuerte. Sin embargo, a su alrededor todavía se yerguen grandes piedras plantadas verticalmente para dificultar el paso, bautizadas como chevaux de frise. Por supuesto que hay todo tipo de conjeturas porque el lugar, de hecho, fue utilizado desde la prehistoria hasta tiempos recientes y, por lo tanto, contiene capas y capas de información que los arqueólogos todavía tratan de descifrar.

Esa noche llovió. Como el hotel no servía cena, el dueño nos llevó por caminos que ahora parecían espectrales hasta Kilronan. Comimos en un buen restaurante lleno de mujeres que festejaban un cumpleaños. Hens’ party (“Fiesta de gallinas”), dijo Moya y así aprendí la expresión. Al día siguiente, durante el desayuno, alcancé a ver a algunas de las mujeres de la noche anterior que también se hospedaban en nuestro hotel. Eran todas alemanas y comían cosas fritas que uno no debería comer a esas horas.

Moya y yo volvimos a embarcarnos, esta vez para ir a Inisheer, previa escala técnica en Inishmaan. Cuando llegamos, en el muelle nos estaba esperando Aine, una amiga de Moya de los tiempos en que ambas habían sido estudiantes en Dublín. Se saludaron en irlandés y Moya me presentó. Supongo que debía sonar exótico cuando anunciaba que yo era su amigo de Buenos Aires.

Aine nos llevó a la casa de su hermana (“Mi casa queda lejos”, dijo, y dadas las dimensiones de la isla, “lejos” era nada) y hasta allí llegó Micheal O hAlmhain, su esposo y el antiguo profesor de acordeón de Moya. Micheal, un dublinés que ya había pasado los 60 años y que enamorado de Aine también se enamoró de Inisheer, me llevó a ver las ruinas de una antiquísima iglesia, donde había predicado Saint Caomhán, el hermano del longevo Saint Kevin, abad de Glendalough. Desde allí fuimos a las ruinas de una antigua bodega sobre un promontorio aislado, luego convertida en una escuela que los protestantes habían destinado a los hijos de los católicos, con la intención de que les costará trabajo ir a estudiar. Mientras bajábamos, comenté algo sobre los cercos de piedra, también presentes en Inisheer y Micheal me contó que una semana antes había habido, justamente, un seminario sobre cercos de piedra.

–No, no hay cangrejo en Buenos Aires –tuve que explicarle a Micheal mientras comíamos al aire libre un almuerzo de cangrejo recién sacado del mar,  y pasé a hablarle de las bondades del bife de chorizo y de la entraña. Enseguida, Aine me contó que en la isla eran 280 personas y que todos, de algún modo, estaban unidos por lazos familiares. Camino al puerto, nos topamos con varias personas. A todas, Aine nos las presentó como sus primos.

Llegó entonces la hora de la despedida y vino nuevamente el mar, las pocas palabras de irlandés aprendidas, que se deshicieron en la boca. Pensé que tal vez en eso radique la eufonía: en que las palabras se deshagan en la boca y uno quiera volver a decirlas por el simple placer de pronunciarlas sólo porque son bonitas. Esas palabras a veces no llevan por el mundo, que, como todo el mundo sabe, está apoyado sobre cuatro tortugas.

 


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