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No. 37 / Marzo 2011

 

Renato Sandoval
(Lima, 1957)



I

Dios es una mónada que engendra una mónada, y refleja en sí mismo una sola llama de amor


Entonces el punto
la escueta cava del encanto
el norte imbuido en su propia especie
a tientas en el umbral de la razón no concebida
el murmullo de las manos replegadas contra la mente
un escozor en una palma y un orificio en la otra
por donde se cuelan todos los talentos
el munífico saber de los más débiles
crepitando azules entre las llamas del despojo
a ciencia cierta o desierta
la voz en su ola de aliento y deseo
como la afrenta en su día más plano
o la desidia empozada sobre la cuesta no vista y sin palabras.

Es causa numeral de los entornos, una duda supina, una garra
de luz catatónica y el suplicio de mil enjambres en flor. Cifra, folio
en su tinta y garrapata del adiós que solo sabe de albricias. Una fusa
en extinción o un nuevo par que ahora clama sin desdoro.

Si solo fue sin apenas ver lo que nunca estuvo, un puñal
en la frente, un atado de espadas, un manojo de sombras escindido
entre las matas, nubes de añil y de centeno entre tanto barullo y esperpento.
Del dos y del uno tan solo el tercer amante yace inerte
en la esfera aparcada junto al cauce de la gloria. Añejo
el placer ajeno que en bocanadas se desgrana a su antojo, antro
de cera esculpida en el panal de luz que entonces
se hizo y ahora se apacienta entre los dedos.

Sin par o sin non, aupado en la certeza de lo que está fuera de sospecha,
un manubrio de espejos bajo la selva contrita que se refleja en el relente.
Único entre ninguno, total bajo la nada, en sí mismo brasa,
holgura, parquedad, errancia en los cañaverales, sola sospecha
de mareas tremebundas y rostros que se arrastran por las sendas
de ausentes asteroides, aros de tul, confetis en llamas, una sola
esperanza para tanto revuelo y extravío. Sabio el placer
de brillar en suspenso como ninguno, la noche de puertas entreabiertas
y el ojo avizor afilándose las pupilas: más terciar en la pareja
ensimismada, reclusa como el número que la expone o apenas sencilla
o dupla por diversa a cambio de nada.

Una en sí misma la imagen que imagina sueños y ansias, siempre certera,
febril o pusilánime, un florete de idas sin tropiezos, un traspié
florido entre estrellas sin firmamento.

Qué rayo aquel de subsuelos trinitarios, una lonja de amor
que a dentelladas
poco a poco se aviesa.
 


II

Dios es una esfera infinita cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ninguna

Causa continua a puro ajuste de cuentas con su tinta
y su palabra extensa en triangular línea que a sí misma
se hace y se acaricia, un corazón espurio en pleno centro
del abandono, una bola henchida de asombro y exasperada
hasta el espanto; tal su glosa en la implosión de aire aleve
o de pálpito o prurito o repliegue de otros centros
que aún no hallan la salida. Y todo porque sí
o porque no se insufla o se remira, mariscal como es
en la estrategia omnívora del vientre, cada vez
más sed, rabia, viscosidad a prueba de infinitos. Una horda
de ensueños en angosta geometría
o un manojo de escamas bajo la peña fiel de la memoria.

Soledad de las sustancias a simple vista desde las zarzas, un paredón
de gemidos y sobresaltos y la guadaña bajo la aurora, quieta,
acezante, lúbrica o cada vez más pringosa. Su razón es su debacle,
su acechanza un nido de alimañas y mentiras, un requiebre
de ecos y marasmos, la cicatriz doble de lo impoluto.

Tan presentida como ignorada o entrevista o provecta, ágil
el curso de la flecha latente, entre líneas y entusiasmos, asida
a la nada tan asidua, noble en su semilla, errada en su propósito,
blanco que no acierta y que da un paso atrás
dejando al dardo en la estacada. Puro sur, nulo reino, carne
del ayer vapuleada en la ventisca, un cuerpo como tal
al final del vía crucis de la ameba.

A no ser que el trecho abierto sea un paso en falso,
el agua de los fósiles, el jardín del desamparo o la cuesta
herida de la historia. O apenas el aleteo del grajo cuando rasga azul
la porcelana misma de la tarde.

Nada nunca fue tan abierto. Un laberinto de miradas
surcando insigne el errabundo lodazal. Lo demás
el tránsito de latitudes y longitudes, vectores
de lo ajeno y cosenos de rancia incertidumbre. Un solo dios
para tanto despropósito, una frente que no cabe en sí, una espada
de otrora, la vergüenza estelar
de bruñir siempre así por tan poco, como si una mano tajara la otra
sobre el teclado de una misma sinfonía.

Es el centro ya
agazapado en el triángulo, una nube
de mercurio sin destino ni perdón.
 

 

 

 

   


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